The Objective
Contraluz

La fragilidad de la democracia

Queda mucho que hacer para mejorar la democracia española, antes de que un día ya no sea ni democracia ni española

La fragilidad de la democracia

Ilustración de Alejandra Svriz.

Es muy repetida la frase que pronunció Winston Churchill hace exactamente un siglo, cuando la democracia estaba siendo estrenada en los países occidentales (y en Japón), pero vale la pena repetirla una vez más: «La democracia es la peor forma de gobierno, si exceptuamos todas las demás que se han probado». Implícitamente estaba diciendo Churchill que la democracia no era un buen sistema de gobierno; era, simplemente, el menos malo. ¿Por qué no dijo «el mejor»? Porque, también implícitamente, estaba diciendo que todas las formas de gobierno eran malas.

Yo creo que tenía razón: otra noción que me gusta reiterar es que los seres humanos no somos muy racionales, aunque nos jactemos de serlo, y que, por tanto, podemos pasar horas debatiendo tonterías apasionadamente sin prestar atención a las cuestiones importantes. Somos como aquellos conejos de la fábula que, perseguidos por unos perros, se paran a discutir si sus perseguidores son galgos o podencos. Es evidente que Iriarte estaba pensando en sus semejantes cuando compuso su ingeniosa conseja. Un ejemplo reciente de esta frivolidad inoportuna es la de nuestro simpar presidente, que acude a una reunión de jefes de Gobierno de la Unión Europea para tratar de cómo hacer frente a la amenaza rusa y plantea el problema del cambio climático.

La democracia tiene este grave problema: si es muy difícil poner de acuerdo a una docena de miembros de una junta de vecinos, cuánto más no lo será cuando se trata de millones de ciudadanos. En muchas de las decisiones de gobierno, aunque se discutan en las Cortes, la mayoría de los ciudadanos no solo no se interesan ni participan, sino que ni siquiera se enteran de la discusión ni de la decisión final, lo cual no les priva de indignarse u oponerse a posteriori.

Frente a las dictaduras, las democracias tienen el problema de ser lentas y vacilantes en tomar las decisiones. No hay más que ver la parsimonia con que Europa está respondiendo a las intolerables incursiones de Rusia e incluso, desde hace tres años y medio, a la criminal agresión de Moscú a Ucrania, para percibir este problema democrático de lentitud e indecisión («nos defenderemos de Rusia hasta el último ucraniano», parecemos decir); por no hablar de Estados Unidos, el tradicional paladín del bando democrático que, desde que tomó posesión Trump, no muestra tener claro si está a favor o en contra de los que han sido sus aliados desde hace más de un siglo. 

Otros graves defectos tiene la democracia que son muy difíciles de corregir: yo los llamaría «asimetría fiscal» y «miopía temporal». La asimetría fiscal consiste en que los ciudadanos quieren abundantes servicios públicos, pero no los quieren pagar. En esto los franceses son especialistas, y lo están demostrando estos días, rebelándose violentamente contra un primer ministro tras otro cuando estos, tratando de manera responsable de aminorar los déficits presupuestarios y la desbocada deuda pública, intentan limitar el gasto y aumentar los ingresos públicos. Es cierto que la irracionalidad violenta de los franceses llama la atención y pone en peligro la viabilidad del gobierno, pero es un hecho general que los votantes prefieren a los partidos que prometen gasto que a los que prometen equilibrio presupuestario. Como el fin primordial de un partido político es ganar elecciones, este sesgo electoral tiende a producir déficits fiscales y aumentos de la deuda pública que a largo plazo crean situaciones insostenibles de inflación y desequilibrio fiscal que acostumbran a resolverse traumáticamente. El sesgo económico produce crisis políticas.

«Los regímenes autoritarios tienen una larguísima tradición histórica. En cambio, la democracia moderna es muy reciente»

La miopía temporal deriva también de un rasgo muy humano: el individuo medio vive intensamente el presente y piensa poco en el futuro, algo que ya advirtió Maquiavelo hace la friolera de cinco siglos. Una consecuencia de esta miopía es que no se ahorre para la vejez o para afrontar lo imprevisible, y que las familias se endeuden por encima de sus capacidades. Este es uno de los problemas que trata de resolver el llamado Estado de bienestar, y en parte lo ha hecho, pero la asimetría fiscal pone en peligro esta solución. A esto se añade que la miopía también es retrospectiva: igual que no otean el futuro, la mayoría de ciudadanos tampoco recuerdan el pasado político, de modo que los partidos irresponsables que se endeudan y gastan lo que no tienen frecuentemente ganan las elecciones si despilfarran precisamente en los meses anteriores a los comicios, lo cual tiende a agravar todos los problemas anteriormente vistos de asimetría y miopía.

Frente a tantas indecisiones y tantos sesgos perversos del electorado, una dictadura como la rusa, por ejemplo, parece tener una clara ventaja: su mando único sabe lo que quiere, toma decisiones en cuestión de horas y mantiene una unanimidad de hecho mediante las medidas represivas, policiales y propagandísticas características de estos regímenes. No tiene problema para equilibrar el presupuesto si quiere, o derrochar si le da la gana. En principio, todas las ventajas están en su favor. Tanto, que uno se pregunta ¿por qué no la dictadura? Los regímenes autoritarios tienen una larguísima tradición histórica. En cambio, la democracia moderna es una novedad muy reciente, de poco más de un siglo. ¿No será por tanto una anomalía, una moda efímera que puede muy bien resultar un fenómeno pasajero? ¿No sería más lógico volver a los sistemas autoritarios, que a muchos les parecerán más naturales o familiares, con mayor fundamento histórico? Rusia, China y muchos otros países, asiáticos y africanos, y un grupo no insignificante de americanos, se atienen a sistemas autoritarios, habiendo sustituido, en los dos primeros casos, la monarquía absoluta por la dictadura descarnada y descarada.

En realidad, la dictadura moderna o totalitaria es un producto reactivo contra la innovación democrática del período de entreguerras. Comunismo y fascismo son, digan lo que digan, esencialmente antirrevolucionarios y antidemocráticos. Desprestigiados los totalitarismos tras la Segunda Guerra Mundial y el fin de la Guerra Fría, hoy se esconden sus imitadores tras los conceptos vagos de «populismo», «progresismo» y, por supuesto, del sempiterno «nacionalismo». Y aunque el triunfo de las democracias (con la URSS como aliada provisional) en la Guerra Mundial (1945) y en la Guerra Fría (1991) parecía que iba a imponer «el fin de la Historia», en feliz expresión de Francis Fukuyama, es decir: el triunfo de la democracia en el mundo a finales del siglo XX, el primer cuarto del siglo XXI nos ha traído un amargo desengaño: las dictaduras comunistas no lo eran por ser comunistas: era en ellas más fundamental su carácter dictatorial que su credo marxista.

Abandonado el marxismo, de hecho en China, de hecho y de derecho en Rusia, ambas dictaduras han subsistido y lo mismo ha ocurrido en otros post-comunismos asiáticos. Y ha resultado que los sucesores de Stalin en Rusia con toda su retórica marxista-leninista, eran menos agresivos, más cautos y más prudentes, que su heredero nacionalista y resentido, Vladímir Putin.

«La democracia ha convertido al súbdito en ciudadano, lo cual implica un ascenso vital y honroso»

Pero, a pesar de todo, los ciudadanos de los países democráticos en general prefieren la democracia con todos sus defectos, de los que muchos no son conscientes. Yo veo dos razones para ello, una práctica y otra ética. En la práctica, la conciencia de participar en el gobierno, aunque no sea más que con el voto, es un hecho muy satisfactorio para el ciudadano medio. La democracia ha convertido al súbdito en ciudadano, lo cual implica un ascenso vital y honroso. Y, además, el voto le otorga la posibilidad de determinar quién le va a gobernar y quién no. Puede contribuir a otorgar el poder al gobernante que mejor le parezca.

Pero para mí es aún más importante la razón ética: en democracia la subordinación del ciudadano al poder político es voluntaria. En principio, hasta el pago de impuestos lo es, puesto que éstos han sido votados por los representantes del pueblo. En dictadura, en cambio, el poder no ha sido delegado por el pueblo, que se encuentra a la merced del dictador. La desigualdad es total entre el poder y el ciudadano. A mí al menos, esta situación se me antoja éticamente intolerable. Yo, durante el franquismo, después de pasar por la cárcel por mis actividades modestamente «subversivas», me fui a vivir a Estados Unidos por no soportar la dictadura.

Tras este repaso comparativo, habiendo elegido la democracia pese a sus indudables defectos, queda plantearse cómo aminorar tales lacras, cómo hacerla menos frágil. Primero se impone una pregunta: ¿por qué se ha establecido la democracia en el siglo XX y en los países más desarrollados? La respuesta es muy relevante: porque los ciudadanos de estos países tienen niveles de bienestar y educación altos, lo cual los hace más tolerantes, menos resentidos y más capaces de comprender los entresijos de la maquinaria política democrática, que sin duda tiene su intríngulis. Ya tenemos así una primera respuesta: para mejorar el funcionamiento de la democracia hay que ahondar la formación política de los ciudadanos. En este campo hay mucho que hacer. En España al menos, la ignorancia de los temas de organización política está, vergonzosamente, muy difundida, y los gobiernos no hacen nada por ponerle remedio. Cuando Zapatero era presidente se montaron unos cursos de formación ciudadana que por desgracia eran puro woke, más preocupados por la diversidad sexual que por el texto y significado de la Constitución.

Por otra parte, ya hemos visto que el ciudadano medio es poco previsor y olvidadizo y que los políticos tienden a seguirle la corriente (y a veces a engañarle) para obtener votos. Ello indica que en democracia se puede pecar por exceso, y que es conveniente crear instituciones que dependan menos del voto y puedan navegar contra corriente, con la vista puesta en el largo plazo y en lo más conveniente, aunque no sea popular. La figura que mejor se ajusta a estas exigencias es la del Monarca, que, por no depender del voto, puede tener en mente el futuro lejano y ser capaz de inculcar esta perspectiva a los políticos de turno.

«Debieran instituirse en algunas instituciones mandatos de largo plazo, que las hicieran realmente independientes del Poder Ejecutivo»

Pero, para esto, la Constitución debiera o interpretarse de otro modo, o ser modificada para dar a la jefatura del Estado algo más de poder en la orientación y grandes directrices de la política nacional, contrarrestando más que hasta ahora el cortoplacismo de los políticos elegidos, que a menudo ha producido efectos deplorables. También debieran instituirse en otras instituciones mandatos de largo plazo, que las hicieran realmente independientes del Poder Ejecutivo y les permitiera llevar a cabo sus respectivas misiones con un grado de autonomía considerable. Este, entre otros, pudiera ser el caso de la Fiscalía General, para evitar situaciones tan bochornosas y antidemocráticas como la que hoy estamos teniendo que soportar. Otras instituciones, como la Airef (supervisora de las finanzas públicas), o el Consejo General del Poder Judicial muestran buenos ejemplos a seguir. El Banco de España, independiente desde 1994, fue un buen ejemplo hasta que, con el actual gobernador, parece haber sido recolonizado, volviendo a la situación franquista en que el gobernador era un alto funcionario más.

Queda mucho que hacer para mejorar la democracia española, y cuanto antes se pongan manos a la obra, mejor, para evitar que, sin darnos cuenta, nos encontremos un día con que ni es democracia ni es española.

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