Inmigración: qué aprender del Imperio Romano
«Llega un punto en que los propios inmigrantes cambian su objetivo: ya no basta con ser acogidos; quieren imponer sus normas, costumbres y lenguas»

Asamblea germana (thing) representada en un relieve de la Columna de Marco Aurelio. | Dominio público
El Imperio romano cruzó durante siglos el Danubio para incursionar en tierras bárbaras (es decir, extranjeras). Lo hacía cada vez que se necesitaba mano de obra para cultivar la tierra o el ejército.
El Imperio tenía organizado un sistema de información con el que sabían, por las quejas de los terratenientes o de los jefes de los ejércitos, dónde hacía falta gente. Los inmigrantes que llegaban al Imperio –voluntariamente o a la fuerza– eran enviados a esas zonas, siempre evitando concentrar en un área muchos de un mismo origen.
La gestión de la inmigración para hacerla coherente con las necesidades el Imperio permitía su plena integración. A tal punto, que muchos llegaron a ser generales del ejército Imperial, tales como Flavio Estilicón (vándalo), Flavio Aecio (escita) y Máximo (tracio).
En 376 d. C., comenzaron a amontonarse tribus germanas al norte del Danubio. Venían huyendo de los hunos, los bárbaros más salvajes conocidos hasta entonces. Como eran tantos, se envió un mensajero para consultar al emperador Valente si los dejaba pasar.
Valente estaba a 2.000 kilómetros, preparando un ataque a Persia. Sus consejeros pensaron que esos germanos eran un augurio de buena suerte: reforzarían el ejército justo cuando planeaban un ataque. Valente da permiso para que pasen.
Empieza el cruce del Danubio, pero la enorme cantidad de gente hizo que la operación se convirtiera en un caos. Además de ahogados y niños perdidos, tuvo que interrumpirse el control habitual de registrar a los inmigrantes; los hombres tampoco fueron despojados de sus armas, como era costumbre.
La corrupción agravó todo. La comida que se envió para alimentar a los bárbaros fue retenida por generales que, en lugar de repartirla gratuitamente, se la vendieron. Lo hicieron hasta el punto en que los recién llegados tuvieron que vender sus propios hijos para poder comer. La tensión crecía.
Cuando ya no tenían qué quitarles, los generales decidieron internarse en el Imperio, escoltando a los bárbaros con todos los soldados disponibles. Pero los inmigrantes eran muchos más de lo normal y no había órdenes acerca de qué hacer con ellos. Las ciudades por las que pasaban se negaban a dejarlos entrar.
Los generales romanos tuvieron una idea: para dominar esa marea de gente, lo mejor sería matar a sus jefes. Los invitaron a cenar, intentando emborracharlos. Los jefes godos se dan cuenta y la maniobra llega a oídos de la multitud, que se rebela. Las tropas romanas eran incapaces de contenerla, por los que empezó un saqueo generalizado.
Mientras tanto, la frontera había quedado desguarnecida. La noticia se esparció y oleadas de tribus comenzaron a pasar sin control alguno. En ese punto, la revuelta es total, con saqueos y esclavos y soldados romanos de origen bárbaro uniéndose a los invasores.
Llegan las noticias a Valente, que manda tropas que son derrotadas. Entonces, va él mismo a sofocar la rebelión, suspendiendo el ataque a Persia. Se produce la batalla de Adrianópolis, en agosto de 378, en la que el propio Valente muere.
La paz llega con Teodosio, el nuevo emperador. Empero, negocia desde una posición de debilidad: los bárbaros ya no aceptan ser diseminados por el Imperio y, aunque prometen lealtad al emperador, tendrán autonomía, sus leyes y sus propios jefes. Ya no tenían interés en integrarse; solo querían las ventajas de estar dentro del Imperio.
Ese modelo (bárbaros que ya no querían integrarse, sino ser autónomos dentro del Imperio) fue replicado sucesivas veces hasta provocar la caída del Imperio Romano de Occidente, en 476.
La lección parece evidente a cualquiera que quiera entenderla. La inmigración ordenada y legal es un elemento que fortalece al país de acogida. Pero cuando se desborda, no. Llega un punto en que los propios inmigrantes cambian su objetivo: ya no basta con ser acogidos; quieren imponer sus normas, costumbres y lenguas. Dejan de ser inmigrantes para pasar a ser invasores.
No ocurre de un día para el otro. La comparación con la parábola de la rana hervida es exacta. Que los españoles estamos siendo la rana, no hace falta ni decirlo, por obvio.
        