Morante y el arte de la eternidad
«La eternidad requiere de un descanso necesario para el que se la ha ganado»

El matador Morante de la Puebla, visiblemente emocionado, presenta su coleta recién cortada ante el público de Las Ventas. | Jose Velasco (EP)
El pasado 12 de octubre amaneció un domingo de Hispanidad radiante, con un sol agradable y, por tanto, poco avasallador, humilde y discreto. Desde Madrid observaba cómo en mi otra ciudad del alma, Zaragoza, a la Virgen del Pilar la llenaban de flores, haciendo de ese jardín la enormidad que se merece. Y además se celebraba el octavo cumpleaños de la persona más importante de mi mundo, mi sobrina Lucía, esa niña de ojos donde esconderse para siempre. Todo era perfecto, un equilibrio cósmico entre alegrías insuperables. Y todavía faltaba Morante.
Porque Morante es una forma de estar en el mundo, una elegancia hecha de un saber estar tan distinto como auténtico. Un servidor tiene la suerte de vivir cerca de la plaza de toros de Las Ventas, y el runrún en los alrededores se sentía desde la primera hora de la mañana. La M-30 embravecida por una manada de coches sin cornamenta, pero que embestía al de delante en una búsqueda desconocida por llegar a no se sabe dónde. Esa ha sido la forma de entender la tauromaquia de Morante, una búsqueda de belleza donde lo de menos era buscarle un sentido, el arte como movimiento involuntario de un cuerpo que sabe que la verdad armoniosa solo está en la cabeza de los elegidos.
Brindó el primer toro a Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, esa mujer que resiste el embiste sanchista con uñas y dientes. El astado decidió guardarse las fuerzas o cedérselas a ella en su lucha titánica contra este Gobierno, un toro manso que no embistió con la fiereza requerida. Morante supo que ahí no había nada que rascar, y se dejó el picor de los momentos históricos para el siguiente toro. Nadie sabía en ese momento que iba a ser el último. Se lo brindó a Abascal, líder de Vox, y se abrazaron con la autenticidad de lo que estaba por llegar. Nadie sabía que se cortaría la coleta tras la faena para que el arte, la belleza y la verdad dejaran de tener el sentido que tenían hasta ese momento. A partir del día siguiente ya no serían destello, sino noche estrellada contra los sueños.
Tanto que se despertó cogido por ese toro. Se llevó un buen golpe en la parte de atrás de la cabeza que lo dejó conmocionado. Parecía el final del día, y era el final de todo. La plaza contuvo el aliento, la cuadrilla corrió a auxiliarle, el público en pie con el corazón en un puño. Parecía que no seguiría, que ese golpe en la nuca sería el peor de sus ángeles de la guarda. Pero las fuerzas a veces vuelven envueltas en la poesía poseída por un torero como no habrá otro. El hombre vestido de luces se enchufó a la electricidad mágica del ambiente. Entró en trance y el baile con el toro fue de película. Fred Astaire, desde el más allá, envidiaba algo que ni siquiera se le había pasado por la imaginación. La eternidad que vendría con ese corte de coleta era la misma que, de manera lenta, se ejecutaba sobre el albero una suavidad de pincelazos dados al aire de Madrid. Y es que Las Ventas y el Museo del Prado se confunden cuando torea Morante. El desenlace tuvo un final feliz matando al morlaco con una estocada perfecta.
La locura llegó blanqueándolo todo, como si el cielo se deshiciera en un humo blanco, sedoso y corpóreo. Pañuelos que no sabían que estaban despidiendo al torero capaz de emocionar desde una piedra hasta a Miguel Induráin. Las dos orejas fueron paseadas por el ruedo, pero el ruido le llegó por esa nuca todavía dolorida tras la cogida del toro. La coleta se había convertido en ese momento en un complemento prescindible. Morante se la cortó él mismo, ante veinte mil almas, que en ese momento hubieran hecho desaparecer todas las tijeras sobre la faz de la Tierra. La temporada tenía un broche celestial imposible de superar. Y es que la eternidad requiere de un descanso necesario para el que se la ha ganado. Morante nos deja huérfanos, pero ahora tiene todo el tiempo del mundo para consolar a sus muchos hijos.