The Objective
Hastío y estío

Analítica a 'El hormiguero'

«3.000 emisiones después, es el programa más longevo de la televisión privada española»

Analítica a ‘El hormiguero’

Pablo Motos en 'El hormiguero'.

El hormiguero acaba de cumplir 3.000 emisiones. 3.000 noches en las que Pablo Motos ha encendido las luces del plató, se ha puesto su camisa blanca, y ha recibido a su invitado con una sonrisa que no entiende de ideologías. Para celebrar ese número, la invitada fue la cantante italiana Laura Pausini. Ironías de la vida, ella consiguió el éxito cantando a la soledad, pero ni ella ni el programa que la acogió esa noche la sienten en sus carnes. Pausini llena estadios hasta la bandera, y El hormiguero domina las audiencias diarias desde hace años. 

Sin embargo, un formato tan blanco y para toda la familia como es El hormiguero, ha sido fruto de los odios y las envidias del sector fanatizado de la izquierda posmoderna. Les han acusado de machistas por actuaciones que puede que no sean el colmo de la elegancia, pero que tampoco han sido humillantes. Sólo lo han sido en las cabezas calenturientas de unas feministas cansadas de buscar razones que justifiquen una existencia que debería haber caducado vistas nuestras leyes desde hace varias décadas. De fachas por criticar las políticas de un Gobierno que, como todos, debería poder ser juzgado sin que salten las alarmas. Y es que decir lo que no te gusta de sus acciones políticas no es un delito, es democracia. Pero en la España del sanchismo, discrepar equivale a alta traición.

Para contrarrestar esa hegemonía incómoda, el sanchismo fichó a Broncano y su troupe. El experimento, de nombre La revuelta, es un programa diseñado como antídoto al programa de Pablo Motos. Donde El hormiguero busca el consenso, La revuelta persigue la confrontación. Donde uno invita a reírse «con», el otro invita a reírse «de». El objetivo era claro: enfrentar a las dos Españas, resucitar la confrontación como espectáculo. Pero el público, ese juez supremo que no entiende de consignas, ha sido sabio. Entre un programa que aspira a gustar a todo el mundo y otro que parece disfrutar dividiendo, la audiencia se queda con el señor de las camisas blancas y la barba pelirroja, esa que siempre parece descansar sobre una bolsa de ganchitos.

El éxito de El hormiguero no es casualidad, sino ingeniería televisiva. Ciencia, humor, espectáculo y entrevistas que no buscan el titular fácil, sino la anécdota reveladora. Trancas y Barrancas no son meros muñecos, son el gancho infantil que permite que los padres vean el programa sin remordimientos. Las hormigas comentan, ironizan, humanizan al invitado. Y Motos, con su mezcla de curiosidad genuina y relativa timidez, consigue confesiones que en otros platós siguen escondidas.

El programa tiene poco de fascista y mucho de plaza mayor, todo el mundo es bienvenido sin mirarle el carné del partido al que vota. Ha recibido a Sánchez y a Feijóo, a Rosalía y a Raphael, a científicos de la NASA, en definitiva, un programa tan democrático que ha llevado hasta a esos ególatras que se hacen llamar escritores. La única condición es jugar limpio, aceptar el experimento loco, la broma tonta, la pregunta impertinente. Esa neutralidad ideológica, que no indiferencia, es su virtud suprema. En un país donde hasta el parte meteorológico se politiza, El hormiguero ofrece refugio, 90 minutos en los que la política entra solo si el invitado la trae puesta.

Los datos son tozudos. El hormiguero promedia 2,5 millones de espectadores y un 16% de share en 2025. La revuelta apenas roza el millón y el 7%. Los anunciantes eligen soltando la panoja: El hormiguero factura el triple en publicidad. Y lo más revelador, su audiencia es transversal. Según Kantar, el 38% de sus espectadores se declaran de izquierdas, el 35% de derechas y el 27% centristas. La revuelta, en cambio, polariza: el 62% de sus fieles se identifican con la izquierda, y solo el 12% con la derecha. Esa transversalidad es la clave. El hormiguero consigue lo imposible, ser el único programa que ven juntos abuelos, padres e hijos. Es la última hoguera común de la televisión en abierto.

20 años de emisión ininterrumpida. Desde que Cuatro era una cadena naciente y Antena 3 apostó por un formato «raro» presentado por un valenciano desconocido. 3.000 programas después, El hormiguero es el buque insignia de Atresmedia y el programa más longevo de la televisión privada española. Ha sobrevivido a crisis económicas, cambios de dirección, ERE, pandemias y cancelaciones. Ha visto nacer y morir formatos: OT, Gran Hermano, Sálvame. Él sigue ahí, de lunes a jueves, puntual como un reloj suizo.

En un ecosistema donde la media de vida de un programa es de dos temporadas, esa permanencia es un milagro. Pero no es casualidad. Es el resultado de una fórmula que prioriza el entretenimiento sobre la ideología, el espectáculo sobre el sermón, la risa sobre el resentimiento. En un país que se desgarra por banderas, El hormiguero iza la única que une, la bandera blanca de la diversión sin complejos.

Felicidades, pues, a Pablo Motos y su equipo. Por los 3.000 programas. Por los veinte años. Por demostrar que se puede hacer televisión masiva sin renunciar a la elegancia. Por resistir las embestidas de quienes confunden pluralidad con uniformidad ideológica. Por recordarnos que el público no es tonto, que prefiere la comedia que incluye a la que excluye, el humor que une al que enfrenta.

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