Con dos ovarios, Rosalía
«La aportación de Rosalía al panorama musical va más allá del hit o del fenómeno fan. Ha diluido la barrera entre lo popular y lo culto»

Ilustración de Alejandra Svriz.
En lugar de dedicarle una calle, una rotonda, un parque o un monumento, a Rosalía lo que quiere ponerle el Ayuntamiento de Madrid es una multa. Mientras todos ponían los ojos sobre los movimientos de la artista, su carrera desenfrenada por la Gran Vía, el día que anunciaba el lanzamiento de su nuevo disco, fue vista por la administración local como una amenaza y no como una monumental campaña publicitara a nivel planetario.
Hay artistas que llegan al panorama musical en caída libre, otras lo hacen con el paracaídas perfectamente plegado y en un salto calculado milimétricamente. Rosalía pertenece sin duda al segundo grupo. Su nuevo sencillo, Berghain —adelanto de su próximo álbum Lux— lo deja claro: innovación desde el conocimiento, desde el oficio. No se puede innovar si no sabes de dónde vienes, y ella lo tiene clarísimo, pero también hay que tener dos ovarios para atreverse a romper con las tendencias desde el trono de la popularidad del mainstream. Y no para caer, sino para volar.
Rosalía no es una iluminada a la que un día le dio por improvisar melodías con un autotune con un reguetón bajo el brazo. Ella estudió, se formó y planificó un salto que no la llevaba al vacío sino a la vanguardia: «Quería estudiar, quería aprender», decía en 2020 al referirse a sus años de piano y flamenco. En sus propias palabras: «Fue importante para mí no tener prisa. Sabía que no haría mi primer disco hasta saber exactamente lo que quería». Ese saber, esa paciencia, esa mentalidad de taller, son hoy la argamasa de Berghain.
El tema combina clasicismo y cultura pop: colaboran Björk e Yves Tumor, las letras saltan entre alemán, inglés y español, y la producción mezcla orquesta, coro e influencias operísticas con el pulso industrial del club berlinés que da título a la canción. La presencia de la prestigiosa London Symphony Orchestra es la guinda que deja mudo al espectador cuando la catalana, en el videoclip, descorre las cortinas que permiten la entrada de la luz y la música. La crítica lo describe así: «Nunca antes Rosalía había flexionado tan fuerte su formación clásica». Por ejemplo, desde Pitchfork se apunta que el tema «se mueve del virtuosismo violinístico al frenesí grande final de La consagración de la primavera», impulsado por la colaboración con Björk y Yves Tumor. Es todo un gesto de ambición. Según el compositor Jordi Longán: «Podría haberse compuesto en 1712 por su sonoridad barroca, es como si empezara en el siglo XVIII y acabara en el XXI». Otro análisis dice que en el vídeo de Berghain, codirigido por Nicolás Méndez para el estudio CANADA, Rosalía explora la dualidad entre pureza y pecado: manzana mordida, cruces, corazón dañado, paloma que es blanca y negra, bosques oscuros que recuerdan a Blancanieves. Incluso la crítica se ha detenido en la alta costura que aparece como referencia visual: desde McQueen a Balenciaga, vestuario que hace easter eggs de pasarela de los 2000. Y los fans no se quedan atrás: en Reddit se lee, literalmente: «Me ha hecho romper a llorar. No hablo español, pero su música me emociona como la de ninguna otra artista».
En YouTube lleva algo más de nueve millones de visualizaciones. Y subiendo. Por no hablar del furor en TikTok por compartir ese universo demarcado por un corazón roto y unos pensamientos intrusivos en forma de orquesta sinfónica.
Es ambición artística en estado puro, con una estética cuidada y simbólica, también con coherencia creativa: que alguien con formación musical —flamenco, piano, instrumento, estudio— haga este tipo de pieza demuestra que la innovación no es casualidad. Y sobre el impacto visual, el análisis de simbología no es casual, y se identifican al menos nueve símbolos cristianos en el vídeo, según una revisión: rosario, crucecitas, corazón herido, paloma, el Sagrado Corazón de Jesús, la manzana de la tentación… Todo ello puesto al servicio de una narrativa que se transforma en cuento y, finalmente, en pesadilla.
Rosalía está en la cumbre, pero no pierde el contacto con la tierra. En una entrevista confesó que, mientras estudiaba canto flamenco, actuaba en bodas y bares: «A veces me pagaban con la cena», contaba entre risas. Es la misma artista que hoy se cita con Björk y, sin embargo, sube selfies despeinada desde el metro de Tokio o se hace pasar por reportera de incógnito en El hormiguero. La misma mujer que nos habla con naturalidad sobre cómo lidiar con el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad. Es difícil no quererla un poco más por eso: por ser espontánea y no tomarse demasiado en serio pese a estar haciendo historia.
La aportación de Rosalía al panorama musical va más allá del hit o del fenómeno fan. Ha diluido la barrera entre lo popular y lo culto. Ha demostrado que estudiar armonía, componer con método y conocer la tradición no te encadena: te da alas. Gracias a ella, un oyente que llega por el reguetón puede salir descubriendo una fuga barroca, y viceversa. Esa es su auténtica influencia: abrir caminos. Y con Berghain, más que nunca, se nota que Rosalía no busca gustar a todos, sino hacer lo que siente que debe.
Claro, habrá quien diga: «Sí, esto es arte, ¿pero se puede bailar en una disco?». Francamente, cariño, me importa un bledo. Yo creo que ahí reside la belleza del asunto: Rosalía no juega al hit fácil (aunque puede conseguirlo cuando quiera), juega al cambio de paradigma. Y ese «tocar la ortodoxia, retorcerla, y devolverla distinta» solo se hace con talento, formación sólida y dos ovarios.
