Las gafas de Pedro Sánchez
«Vivimos en un tiempo donde un gesto vale más que mil palabras, donde un accesorio puede eclipsar un escándalo»

Pedro Sánchez. | Europa Press
Pedro Sánchez ha decidido añadir un nuevo accesorio a su repertorio escénico, unas gafas. Unas gafas que debutaron en público con el mismo bombo que un estreno de Hollywood, anunciadas a los cuatro vientos justo antes de su comparecencia en el Senado. «Voy a usar gafas por primera vez en público», les dijo a los periodistas, como si estuviera revelando el secreto de la inmortalidad o el paradero de la Atlántida. Y ahí estaba él, el presidente del Gobierno, ajustándose las monturas con la solemnidad de un cirujano antes de operar a corazón abierto.
Pero no nos engañemos, esto no fue un capricho óptico ni una concesión a la presbicia que acecha a los mortales pasados los cincuenta. Esto fue una maniobra de distracción digna de un mago de Las Vegas. En un mundo donde la comunicación política es un arte refinado hasta el paroxismo, Sánchez sabe que un detalle aparentemente inocuo puede desviar la atención de lo esencial. Los expertos en oratoria y lenguaje no verbal lo tienen claro: tener algo en las manos, un bolígrafo, un papel, unas gafas, actúa como ancla psicológica, un bálsamo para los nervios en el fragor de la exposición pública. Ayuda a canalizar la energía, a pausar el pensamiento, a ganar segundos preciosos antes de soltar la réplica.
Ahora bien, ¿estaba Pedro Sánchez nervioso? ¿El hombre que ha sobrevivido a duros debates en el Congreso donde ha sido preguntado por su mujer, su hermano, sus secretarios de organización? ¡Por favor!, Sánchez es un témpano de hielo, un iceberg flotante en el océano de la adversidad. Ha debatido en el Congreso con la frialdad de un forense diseccionando un cadáver, ha respondido a la prensa con la serenidad de un monje zen en plena meditación. Si no fuera por esas canas que empiezan a colonizar su cabellera como una invasión bárbara, o por esa cara que se resquebraja, nadie diría que le afecta lo más mínimo lo que le digan los demás. Ha demostrado ser impermeable a las críticas, a las acusaciones, a los hechos probados cuando estos no encajan en su narrativa.
Sin embargo, en esa comparecencia el guion era diferente. Estaba obligado a no mentir. Y eso, para un político curtido en el arte de la elipsis, la omisión y la reinterpretación creativa de la realidad, debe ser como pedirle a un pez que camine por tierra firme. Algo que manifiestamente no lleva bien. Las mentiras, o las verdades alternativas, como las llaman los asesores políticos, son el lubricante de la maquinaria política, y Sánchez ha sido un maestro en su uso. Pero en el Senado, con las cámaras enfocándole cada gesto, cada pausa, cada ajuste de la corbata, necesitaba un escudo. Y las gafas se convirtieron en eso, un complemento de aplomo, un parapeto tras el cual refugiarse.
Cada vez que una pregunta incómoda aterrizaba en su mesa, Sánchez se ponía las gafas con deliberada lentitud. Después se las quitaba, y se las volvía a poner. Consultaba unos papeles que, estoy convencido, no contenían más que frases motivadoras garabateadas en los márgenes: «Eres invencible», «Mantén la calma y sigue mintiendo… digo, gobernando». Esos papeles no eran un guion; eran un salvavidas presidencial, un recordatorio de que, al final del día, podía salir de allí indemne.
Las gafas le servían para ganar tiempo, para pensar una respuesta que pareciera meditada, profunda, cuando en realidad era un ejercicio de equilibrismo verbal. Ponérselas y quitárselas era como pulsar el botón de pausa en un videojuego, un respiro en medio del caos. Y en ese acto repetitivo, un servidor no puede evitar recordar aquella canción de Golpes Bajos: «No mires a los ojos de la gente, me dan miedo, siempre mienten». Sánchez, con sus gafas nuevas, parecía querer filtrar la mirada ajena, protegerse de los ojos escrutadores de senadores, periodistas y, por extensión, de todo un país que ya no se traga sus cuentos con la misma facilidad.
Quiso sentirse como Clark Kent, el alter ego humano de Superman, ese reportero torpe que se esconde tras unas gafas para disimular su «otro yo». Sánchez, en su fuero interno, se ve como un superhéroe, el salvador de España, el defensor de la democracia contra las hordas de la ultraderecha. Humanizarse tras unas gafas era la forma de decir: «Mirad, soy como vosotros, vulnerable a la vista cansada, mortal después de todo». Pero la realidad es tozuda. Su forma de contestar, descarada, evasiva, con esa arrogancia que roza el desdén, demostró que los calzoncillos rojos no era lo único que llevaba por fuera, como el Hombre de Acero. Llevaba la impostura, la negación, la invulnerabilidad fingida. Lo que parece claro es que hace tiempo que perdió la capa, y que esa es la razón por la que tiene que volar tanto en Falcon.
En el fondo, las gafas de Sánchez simbolizan algo más profundo en la política actual, la era de la imagen por encima de la sustancia. Vivimos en un tiempo donde un gesto vale más que mil palabras, donde un accesorio puede eclipsar un escándalo. Pero, ¿y si las gafas no corrigen la miopía política? ¿Y si, en lugar de aclarar la visión, lo que se buscó fue empañarla?
