¿Hay que ser cortés con Moctezuma?
El humillante perdón por la Conquista del Gobierno podría dar lugar a una absurda marea de reclamaciones y odios

Ilustración de Alejandra Svriz.
Este Gobierno de monstruos cobardes (de Frankenstein a Nosferatu), que lleva siete años largos pendiendo de un hilo, un hilo que va adelgazando a medida que pasa el tiempo y cuya ruptura parece inminente, nunca pierde la ocasión de ofender y humillar a sus ciudadanos. Ver al ministro de Asuntos Exteriores la semana pasada pidiendo perdón en nuestro nombre, por supuesto sin habernos consultado, por «el dolor y las injusticias» que se cometieron en la conquista de Nueva España (hoy México), me produjo estupor. Fue una manifestación vergonzosa, que lleva, aunque escrita en tinta invisible, la firma de su amo, este especialista de la desdicción. Desdicción es un neologismo que acabo de inventarme y que significa el acto de desdecirse, un tipo de mentira que el Perico de España ha convertido en arte, muy celebrado por sus adictos, pero insoportable para el resto de sus conciudadanos.
Hace unos años, en 2019, el entonces presidente del país azteca, modelo de populista demagogo, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), se dirigió al rey de España demandando una petición de perdón por la conquista española del imperio azteca a principios de la tercera década del siglo XVI. Fue la mundialmente celebrada epopeya de Hernán Cortés, uno de los grandes genios militares de todos los tiempos, que ha sido comparado muchas veces con Julio César y Alejandro Magno. ¿Se imaginan ustedes al presidente de la república francesa exigiéndole al de la república italiana que pida perdón por la conquista de las Galias? ¿O al presidente de Irán —o el de Egipto— exigiendo al presidente de la república griega —o al de la macedonia—, que pidan perdón por las conquistas de Alejandro? Pensaríamos que tales exigencias revelaban un cierto desvarío de los gobiernos francés, persa o egipcio. Pues el caso de AMLO no mereció en su día otra consideración. Muy cuerdamente, el Rey no contestó a tamaña inconveniencia; y Pedro Sánchez dijo, sensatamente, esta vez sí, que «la llegada, hace 500 años, de los españoles a las actuales tierras mexicanas no puede juzgarse a la luz de consideraciones contemporáneas».
Si se sigue el ejemplo de AMLO, el mundo podría entrar en una orgía ridícula de reclamaciones y peticiones de perdón que no conducirían a nada más que a una marea de odios, recriminaciones y resentimientos absurdos y conflictivos. Los hechos pasados deben ser juzgados por los historiadores y los gobiernos deben abstenerse de meter en ellos sus torpes manos. Imaginemos que España también reclamara a Italia por la conquista romana, o a Marruecos por la invasión islámica, iniciada en la batalla del Guadalete. Todas estas invasiones llevaron consigo violencia, apropiaciones, injusticias y demás. Marruecos quizá pudiera también reclamarnos a nosotros por la Reconquista, que al fin y al cabo fue un largo prólogo de la conquista de América por España y Portugal. Así podríamos continuar hasta casi el infinito, escudriñando ofensas históricas y exigiendo, primero, peticiones de perdón, y luego, puestos a ello, reparaciones. Por si no se dieran ya bastantes conflictos internacionales, aquí tendríamos una fuente casi inagotable de ellos.
¿A qué viene ahora esta enésima desdicción de Sánchez? No me digan que Sánchez esta vez no ha dicho nada, que el ridículo ha corrido a cuenta exclusiva del ministro de Exteriores, que ya está habituado a ello. No me lo digan, porque es inconcebible que la humillación de Albares no se haya efectuado sin el visto bueno —o más bien a instancias— de su amo. Es un caso más del oscurantismo de este Gobierno. Liándose la manta a la cabeza, sin encomendarse a Dios ni al diablo, y, desde luego, sin consultar a las Cortes, ni a la oposición, ni tan siquiera a una encuesta de opinión; seis años más tarde, ahora resulta que la llegada de los españoles a tierras americanas, sí «puede juzgarse a la luz de consideraciones contemporáneas».
¿Qué ha cambiado? Vaya usted a saber, aunque yo me lo imagino. Sánchez busca apoyos desesperadamente. La respuesta de la actual presidenta de México, la Dra. Sheinbaum —apellido de evidente estirpe azteca, je, je— ha sido más humillante aún que la declaración del ministro. La doctora no ha dado las gracias por la humillación española, sino que ha dicho, con tono condescendiente, que «es un buen primer paso». Es decir, que espera nuevas humillaciones por parte del Gobierno español. Ella sabrá.
«Los mexicanos saben del idioma aborigen (el náhuatl) y de la historia de los aztecas gracias a los misioneros españoles»
No reconoció la Dra. Sheinbaum que el idioma en que AMLO reclamó la petición de perdón, y en que ella se expresa todos los días, es el español, el que los conquistadores llevaron a América, y que en ese idioma fueron educados indios, blancos y mestizos después de la conquista y que en esta lengua escribieron grandes genios literarios de Nueva España, como Sor Juana Inés de la Cruz o Juan Ruiz de Alarcón. No reconoció que gran parte de lo que los mexicanos saben del idioma aborigen (el náhuatl) y de la historia de los aztecas y otras civilizaciones precolombinas se debe a la obra de misioneros españoles como Bernardino de Sahagún y Toribio de Benavente, al que los indígenas llamaban Motolinía, «el pobre», que hacia 1540 decía de ellos: «Es certísimo que estas gentes [estos naturales de esta Nueva España] todas son nuestros hermanos, procedentes del tronco de Adán como nosotros, son nuestros prójimos a quienes somos obligados a amar como a nosotros mismos». Fray Toribio y Fray Bernardino llevaron a cabo una labor admirable de recopilación de historia oral e interpretación de jeroglíficos aztecas, sin la cual la historia de los pueblos precolombinos de Nueva España se hubiera perdido sin remedio.
Tampoco reconoció la Dra. Sheinbaum que en España, en especial durante los reinados de Isabel la Católica y Carlos V, hubo una intensa discusión entre juristas, funcionarios, filósofos y teólogos acerca del derecho que tenían los españoles a colonizar América y del tratamiento que debía darse a los pueblos conquistados, muy en consonancia con el texto de fray Toribio que acabo de citar, y que, en consecuencia de esta discusión, se promulgaron una serie de leyes que se designan como Leyes de Indias, que tenían como objeto que se tratara a los indígenas americanos como súbditos de la Corona española, y que no fueran, por tanto, reducidos a la esclavitud o a la servidumbre.
Cierto es que estas leyes muy frecuentemente se obedecieron pero no se cumplieron (como reza el conocido adagio), pero también lo es que la pugna fue constante entre los que trataban de imponer las leyes y los que se resistían a ellas, mayormente los descendientes de los conquistadores, algunos funcionarios venales o indolentes, y los propios caciques indígenas; pero también lo es que el peor trato lo sufrieron los indígenas en el virreinato del Perú, no los de Nueva España.
Tampoco reconoció la doctora que la conquista del Imperio Azteca o Mexica por un millar de españoles fue posible porque en realidad la conquista fue una guerra civil entre los pueblos de lo que Cortés llamó Nueva España. Los mexicas se habían impuesto por el terror a otros pueblos vecinos, como los de Tlaxcala, Cempoalla, Cholula, Texcoco, Chalco, etc., que, cuando advirtieron el valor militar de los españoles, se aliaron con ellos para que les ayudaran a librarse del yugo de los temidos aztecas, mexicas o tenochcas (todos estos nombres se usaban para designarlos).
«La población americana hubiera padecido las enfermedades infecciosas al entrar en contacto con cualesquiera habitantes del Viejo Mundo»
Tampoco se refirió la doctora a la terrible religión de los mexicas, que postulaba la necesidad de abrir el tórax de víctimas humanas con un cuchillo de obsidiana, en un ceremonial espeluznante, y ofrecer a la deidad el corazón palpitante de la víctima, cuya carne era después devorada por sacerdotes y seglares. Ni se le ocurrió pedir perdón a los descendientes de Cristóbal de Guzmán y otros 66 españoles que murieron así sacrificados durante el sitio de la capital mexica (Tenochtitlán). Ni tampoco agradeció a Hernán Cortés y sus hombres que pusieran fin a tan horroroso ceremonial (que incluía torturas como el desuello de otras víctimas y la utilización de su piel como disfraz en una siniestra danza ritual) con la conquista de Tenochtitlán y el fin del Imperio Mexica. Ni tampoco señaló el tremendo beneficio que obtuvieron los habitantes de Nueva España, con la introducción de caballos y animales de granja (bovinos, ovinos, porcinos, gallinas, etc.) y plantas tales como el trigo, la vid, el olivo, y muchas otras, que mejoraron notablemente la ingesta alimenticia de los llamados «indios» y les compensó ampliamente por el abandono del canibalismo.
Y tampoco se ha mencionado en esta lamentable polémica, una calamidad ciertamente portada por los españoles y de la que ya encontramos testimonios en los escritos de Cortés y fray Toribio Motolinía: la introducción de varias enfermedades infecciosas tales como la viruela, el sarampión, la varicela, el tifus, la peste bubónica, el cólera, etcétera, que diezmaron a la población aborigen, que carecía de anticuerpos, hasta mediados del siglo XVII. Pero este mal terrible, que ciertamente introdujeron los españoles, no se puede achacar a su voluntad. La población original americana lo hubiera padecido indefectiblemente al entrar en contacto con cualesquiera habitantes del Viejo Mundo.
En definitiva, del mal que realmente introdujeron los españoles no se les puede culpar. Y hay razones para pensar que, a largo plazo, la conquista benefició más a los conquistados que a los conquistadores, pero esta cuestión exigiría un volumen (o varios) para discutirla como merece. Afortunadamente, hoy se están publicando libros de escritores e investigadores hispanoamericanos que apoyan convincentemente esta tesis, o que, como el mexicano Gonzalo Celorio, reciente premio Cervantes, se sienten tan herederos de Cortés como los españoles del otro lado del Atlántico. Todo lo cual agrava tanto más la frivolidad y la precipitación de un Gobierno español que ha metido la pata una vez más, como tiene por costumbre.
