Españoles, Franco en realidad murió el 19 de noviembre
Esa es la verdad. Quede para la Historia, incluso para los que ahora le utilizan para seguir en el poder

Ilustración de Alejandra Svriz.
A estos analfabetos progres de Sánchez les dedico este título porque, como han volcado toda su acritud contra el llamado en su momento el «extinto Caudillo» en este día 20 de noviembre, fecha emblemática para el vómito, deberían rectificar —nunca mejor dicho— el tiro, porque, efectivamente, no fue el 20. El General se murió exactamente el 19 de noviembre, serían las 21 o 21.30 horas aproximadamente. Cierto es que el doctor Vicente Pozuelo Escudero, su médico de familia entonces, estableció oficialmente la «seguridad de la muerte» a las 5.25 del 20. Lo hizo no para favorecer la «Operación Lucero» diseñada para cubrir políticamente las primeras horas tras el fallecimiento, sino por dos aconteceres igualmente técnicos: primero, para conseguir un parte clínico por unanimidad —algo absolutamente milagroso en aquel tiempo— y, segundo, para facilitar el trabajo de embalsamamiento a los dos especialistas, los doctores Piga, padre e hijo, y asimismo para que el escultor Santiago de Santiago esculpiera la máscara mortuoria del finado.
Muchos más detalles básicos para la Historia como estos se los llevó el doctor Pozuelo a la tumba. Desde que fue designado, por presión de doña Carmen Polo, médico del jefe del Estado, escribió, día a día, todos los pormenores de aquellas fechas trascendentes en 20 libretas de hule, de aquellas clásicas en que la gente apuntaba los recados de sus vidas. Pero antes de seguir con el relato de los instantes preagónicos que protagonizó Franco, una información de primera importancia: durante mucho tiempo —desde luego en todos los aniversarios más redondos, 10, 15, 20, 25… años de la muerte— se ha especulado sobre la duda de que Franco dejara escritas sus memorias y que estas permanecieran desde el principio en manos de su hija, Carmen Franco. También se ha escrito que la más importante editorial del país las consiguió en su momento y que los Lara no quisieron publicarlas. Bien: lo único cierto es que de Franco quedan dos recuerdos muy especiales: uno, los cuadros cinegéticos pintados por él —por cierto, bastante estimables según los expertos— y dos, dos capítulos de su vida, pertenecientes a su estancia infantil en El Ferrol, que el propio autócrata dictó a la mujer de Pozuelo. Veinte folios nada más. Memorias, como tales, ¡qué más hubiéramos deseado todos!
El retraso acreditado en la notificación oficial del fallecimiento tuvo un primer antecedente tenebroso. Tras la primera enfermedad de Franco, la que se ha llamado «la primera muerte», el antecesor en su cuidado clínico, el doctor Vicente Gil, se enfrentó —hasta llegar a las manos— con el yerno, el doctor Martínez Bordiú, muy empeñado este en que Franco reasumiera sus poderes cuanto antes. Gil, presidente a la sazón de la Federación Española de Boxeo e inventor de Urtain y Pedro Carrasco, se negó, y aquella cerrazón le costó el puesto. «Aquí [Palacio de El Pardo] mando yo», clamó sin piedad el marqués. Y naturalmente que mandaba.
Un sucedido más: en la rueda de prensa posterior a, otra vez, «la primera muerte» de Franco, el cronista que suscribe tuvo la altanera curiosidad de preguntar al doctor Hidalgo Huerta, gran jefe del entonces Hospital Francisco Franco —hoy el Gregorio Marañón— si era cierto y verdad que su paciente padecía la enfermedad de Parkinson. Torció el gesto el cirujano y evadió como pudo la cuestión asegurando que Franco estaba «perfectamente curado de la patología de que había sido atendido». La noticia le llegó al marqués de Villaverde ya en el verano de Meirás, y muy enfadado le dijo a Pozuelo: «A lo mejor ese Dávila [siento protagonizar el hecho] empieza a tener problemas en su periódico». Así se las gastaba el individuo. Urge añadir que me lo contó el propio Pozuelo.
No tuve mayores inconvenientes, aunque… sí, solo uno. Del director de ABC, José Luis Cebrián Boné —un periodista que creía, de corazón, que los cromos del Real Madrid bastaban para hacer competencia a El País— recibí directamente el encargo de «interpretar diariamente los partes clínicos que salían del numeroso ‘Equipo Médico Habitual’». Una odisea insondable por dos circunstancias: por la propia dificultad de conocer, con aquellos comunicados, la actualidad clínico-quirúrgica del enfermo, y por la medida prudencia que utilizaban los redactores de la información, aprobada (y modificada) siempre por el jefe de la Casa Civil, un inefable sujeto, Fuertes de Villavicencio.
El cronista hizo lo que pudo en aquellas fechas, con reconocimiento interno y externo muy crecientes, hasta que, exactamente en la mañana del 17 de noviembre, ya Franco sedado y con respiración asistida, fui reclamado por el director general de Prensa del Ministerio de Información y Turismo, que regentaba un hombre noble de apellidos Esteban Herrera, León de nombre. Acudí y, sin preámbulos, aquel hombre, negro anticipado y estilo armario de fonda, me increpó de esta guisa: «ABC se está pasando a la hora de prevenir el futuro de la enfermedad del Caudillo. Diles (me lo decía a mí, el autor) que ‘esto’ no está gustando nada y que, a lo peor, hay consecuencias». Segunda amenaza. El director me pidió que lo tomase «a beneficio de inventario» y tres días después, con Franco ya en el catafalco del Palacio de Oriente, allí estaba el franquista conminatorio; le miré y, con gran y pueril insolencia, le espeté: «Está muerto, ¿no?». Me marché antes de que la Guardia Mora me enviara a Tetuán de las Victorias, por ejemplo.
Lo auténtico es que Franco, desde su enfermedad inicial, era una marioneta patética. Pozuelo le entretenía a base de hacerle desfilar con el Himno de la Infantería o La muerte no es el final (muy inapropiada la letra), pero cuando le dejaba solo, el Caudillo cometía tropelías enmarcadas en su esclerosis vascular. Recibió en una ocasión a los organizadores del Congreso Mundial de Medicina Interna y, espontáneamente, sin apuro alguno, les recitó durante un largo cuarto de hora los beneficios que tenían para España las presas hidroeléctricas que él, en persona, había mandado construir. Los visitantes abandonaron el Palacio sin proferir comentario alguno. En otra ocasión, también en horas de visita, entró al despacho un personaje negro descomunal; Franco le tendió la mano y amablemente la recibió de esta suerte: «Señora Abadesa de las Huelgas». La monja marchaba detrás del embajador africano.
A La Paz llegó muerto, pese a que el doctor Alfonso Cabeza, el médico encargado de ordenar las presencias y evitar que se colara nadie, sonreía cada vez que le preguntábamos: «¿Qué, cómo está?». Él respondía, muy profesionalmente: «Estable, está estable». Sabía Cabeza, un personaje irrepetible en todos los ámbitos, que en el vestíbulo de su hospital, por la noche, se libraban partidas simultáneas de ajedrez y hasta se organizaban sesiones de espiritismo: «Carrero, ¿quién te mató?», interrogaban a un vaso sobre un mantel blanco. El vaso se movía, oscilaba, dibujaba letras: la «D» de Doña, la «C» de Carmen. El jefe de la sesión sentenciaba: «Doña Carmen», y se disculpaba ante los gorilas de la Político-Social: «El vaso ha sido el vaso».
Franco sufrió, de mano de los ayudantes de su suegro, un encarnizamiento terapéutico indudable, pero se murió porque le despedazaron cuatro infartos, no se sabe cuántas hemorragias intestinales y porque, como escribió su médico de cabecera, «le llegó su hora». O sea, el 19 de noviembre de 1975 entre las 21.15 y las 21.30. Esa es la verdad. Quede para la Historia, incluso para los que ahora le utilizan para seguir en el poder. El criminal Largo Caballero, al que Franco derrotó, es su ídolo.
