The Objective
Crónicas del caos

Así fue la proclamación del rey Juan Carlos

«¡Qué ojos más tristes tiene Juanito!», exclamó su padre cuando lo vio por televisión desde París

Así fue la proclamación del rey Juan Carlos

Coronación de Juan Carlos I.

En las afueras de París, con la sola compañía de su mujer, doña María de las Mercedes de Borbón, don Juan contempló, el 22 de noviembre de 1975, con más distancia física que personal, la proclamación de su hijo Juan Carlos como Rey de España. Si las crónicas posteriores a este acontecimiento son fieles, el conde de Barcelona realizó este único comentario a lo que estaba viendo por televisión: «¡Qué ojos más tristes tiene Juanito!».

Sin embargo, un estrecho compromisario del entonces jefe de la Casa Real española diría más tarde: «En las monarquías, también en la nuestra, abundan las veces en que el hijo se sobrepone a los designios del padre o del hermano». Cierto: el hermano de Fernando VII, Carlos María Isidro, quiso expulsarlo del trono; más tarde, ya en el siglo XX, el propio don Juan pasó por encima de la primogenitura de su hermano, el infante sordomudo don Jaime; ya a final del siglo pasado, don Juan Carlos aceptó la encomienda de Franco y ha sido rey apartando a su propio padre de la Corona. Es decir: la monarquía entiende bastante poco de lazos familiares; la permanencia de la dinastía y de la misma institución es más relevante que la figura que la encarna.

No es difícil pensar que este pensamiento ocupara la mente de don Juan de Borbón y Battemberg aquel 22 de noviembre (se cumplen ahora 50 años) en que su hijo, el llamado «príncipe de España» —un título que se inventó el general para no denominarle príncipe de Asturias— juraba nada menos que «… cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional». El compromiso que figuraba en la Ley de Sucesión de 1947. Don Juan Carlos tenía en aquel día una cara más que triste, desencajada, tras no haber dormido ni un solo minuto la noche anterior.

El presidente del Consejo del Reino, Rodríguez de Valcárcel, un falangista absolutamente fanático, le había tenido hasta las cuatro y media de la madrugada componiendo el que iba a ser el discurso del nuevo monarca en la aceptación del trono. Luego, al cabo, Alfonso Armada, el general golpista, contaría que, casi a punto de la ruptura grosera, don Juan Carlos logró que aquel individuo fanatizado aceptara que el Rey proclamado propusiera un «ejercicio efectivo de todas las libertades». Aquel residuo gaseoso del último franquismo ocultó a don Juan Carlos que, en la fórmula de proclamación, él, por su cuenta, había incluido esta auténtica advocación: «Desde la emoción en el recuerdo a Franco…», una apelación de matute que al Rey le resultó tan innecesaria como inconveniente.

El Rey de los ojos tristes soportó aquel día una histórica desavenencia: que su padre, del que debía heredar la sucesión, no estuviera en el Palacio de las Cortes, por lo menos como testigo del relevo. Hacía tiempo que padre e hijo no hablaban, pero sí lo hacía su madre, doña María de las Mercedes, con su vástago más relevante. Hay que decirlo así: ella palió las circunstancias de la «traición monumental» que, según algunos afectos a don Juan, había perpetrado el heredero.

Existe una carta firmada, y no solo por cuenta propia, por Joaquín Satrústegui, del Consejo Privado, en la que este, con la mayor de las rudezas, expone al príncipe las consecuencias de su aceptación franquista. Este cronista guarda una de las pocas copias que existen de aquella misiva. La condesa de Barcelona hizo mucho más de lo que pudo en pos de la reconciliación entre padre e hijo; tanto que ella refrendó la decisión, absolutamente generosa, que adoptó después don Juan, apenas cinco días después de la proclamación de su hijo como Rey de España. Y es que, en efecto, en una carta de efectos históricos indudables, el conde de Barcelona comunicaba a su descendiente principal que estaba dispuesto a ceder la Jefatura de la Casa Real y, naturalmente, a depositar en él en consecuencia todos los derechos sucesorios.

Dos años después, en 1977, en un acto casi privado en el Palacio de La Zarzuela, cumplimentó aquel compromiso. Cuando aquel hombre, don Juan, desdeñado hasta extremos insoportables por Franco, firmó aquella comunicación, aún sufría la prohibición de entrar en España. Una humillación más de parte de un franquismo cuya prensa domeñada le había dedicado las peores descalificaciones. Ya es hora de que estos extremos se conozcan en su plenitud.

Pero, 44 años, siete meses y ocho días después de que el abuelo, el rey don Alfonso XIII, se despidiera de España por Cartagena, abandonado por sus colaboradores más cercanos, su nieto llegaba a aquellas Cortes rodeado de un franquismo moribundo que aún no era consciente de que su tiempo se había acabado. Acumulaba el pretendiente largos 37 años y se disponía a inaugurar un reinado entre las suspicacias, recelos y distancia de los protagonistas del régimen a punto de la extinción, la enemiga de la oposición republicana y un apoyo interior que, según luego confesó en reducidos círculos el propio monarca, «era el mismo, con los mismos que habían vitoreado recientemente al Caudillo». La frase dibujaba exactamente la situación que se encontraba España en aquellos días, en uno de los cuales, el 22, un príncipe, joven todavía, se disponía a recibir la Jefatura del Estado de los cegatos fieles de un Caudillo que aún permanecía encofrado en el catafalco del Palacio de Oriente.

La ceremonia de las Cortes no fue nada esplendorosa; fue recogida y a trasmano de cualquier entusiasmo, tanto que, terminado el acto, los procuradores, los erráticos parlamentarios de entonces, se volvieron a la tribuna donde se encontraba la hija del general, Carmen Franco, y prorrumpieron en un aplauso que duró dos minutos, bastante más de los que recibió el Rey durante su discurso. Probablemente, para don Juan Carlos el único momento agradable, cercano, de aquel día fue cuando, llegado a los aledaños del Palacio de las Cortes, pasó revista a un batallón del Ministerio del Ejército, a los acordes de un pasodoble familiar: «Soldadito español, soldadito valiente…». Más tarde, Sabino Fernández Campo, que llegó a ser jefe de la Casa del Rey, transmitía: «Era entonces un militar y como tal se comportaba».

Y en ellos, los militares, confiaba siempre hasta… el golpe de Estado del 81. Antes, en los peores momentos previos a la entronización, y enterado el príncipe de que don Juan iba a publicar un manifiesto incendiario declarando que la sucesión era ilegal, don Juan Carlos envió a París a un general de confianza, Manuel Díez Alegría. Este transmitió al por muchos de nosotros Juan III: «Señor: el Ejército está con el Príncipe». Se trataba del comienzo de una «nueva era», el concepto que Rodríguez de Valcárcel había eliminado, sin el permiso del príncipe, de su discurso. Una auténtica desfachatez.

El Rey, sin embargo, se mostró enormemente respetuoso con el finado caudillo: tras su proclamación apareció en el Palacio de Oriente junto al cadáver de Franco e incluso por la tarde visitó a su viuda en el Palacio de El Pardo. Los militares, «sus» militares de aquellas horas excepcionales, apreciaron sus gestos; el general Francisco Coloma Gallegos declaró: «…que la antorcha que ha cogido el Rey en sus manos no puedan apagarla aquellos que pretendan desencadenar tempestades».

Faltaba la reacción de otra institución, la Iglesia, que en los últimos tiempos había sido mayoritariamente crítica con Franco. El funeral de Estado lo celebró el odiado por el régimen, cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Leyó, mal que bien porque se había dejado las gafas en casa, una homilía de exigencia para el recién llegado y de medida pero explícita censura hacia todo lo que se había clausurado. La homilía la escribieron a dúo los sacerdotes Martín Patino y Martín Descalzo. Este, a la sazón redactor de ABC, nos enseñó su propuesta: si se hubiera leído en su totalidad, el templo hubiera ardido en llamas; lo habrían quemado los nostálgicos del General. Una frase: «Franco ya es historia, que se quede en ella». Una provocación.

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