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Opinión

Gemma Cuervo y Encarnita Polo, cara y cruz del edadismo de nuestro tiempo

«Entre las historias de ambas estrellas se dibuja un comentario amargo: la memoria del espectáculo es corta»

Gemma Cuervo y Encarnita Polo, cara y cruz del edadismo de nuestro tiempo

Ilustración de Alejandra Svriz.

El mundo del espectáculo siempre ha sido un escenario excepcional donde las luces se atenúan con el tiempo sin que nadie toque el regulador: el aplauso se vuelve tenue y la industria despliega poco a poco una crueldad selectiva que clasifica a las intérpretes entre las que «todavía valen» y las que «ya no interesan». Si el edadismo es un mal cultural persistente, en el entretenimiento alcanza una precisión quirúrgica. En él, la veteranía solo es celebrada cuando conviene. La regla general es el descarte, el olvido. En tan injusto paisaje emergen dos trayectorias que se han convertido, sin pretenderlo, en reflejo y contraste de esa realidad: Gemma Cuervo y Encarnita Polo. Dos artistas que, desde extremos opuestos, muestran cómo se permite —o se niega— envejecer en esta profesión.

Pocas imágenes recientes resultan tan estimulantes como la de Gemma Cuervo, a sus 91 años, pisando el escenario en La revuelta y poniendo en pie a todo el teatro en el que se hace el programa. No acudía como figura nostálgica ni como reliquia sentimental de un tiempo dorado, sino como una intérprete en plena posesión de su oficio, desafiante ante el tópico implacable que dicta que las actrices, llegada cierta edad, deben refugiarse en la memoria de un par de papeles gloriosos.

Su carrera, ya de por sí extensa, podría haberse plegado cómodamente sobre sus éxitos populares, desde su presencia en el teatro hasta personajes icónicos de televisión que la convirtieron en figura querida por varias generaciones. Sin embargo, lo sorprendente no es lo que hizo sino lo que sigue haciendo. En una época en la que muchas de sus contemporáneas han sido empujadas a la invisibilidad no por falta de talento, sino por exceso de años, Cuervo reaparece como una fuerza tranquila, una reivindicación viviente de que la experiencia también es espectáculo. Lejos de aposentarse en el recuerdo, insiste en seguir presente, reclamando con su sola presencia el derecho elemental —y tan negado— de no abandonar el escenario antes de tiempo.

Es emocionante verla acompañada de su hija, Cayetana Guillén Cuervo, que la mira y la trata con un cariño y admiración tan sinceros como indisimulables.

El contraste con Encarnita Polo resulta doloroso. Fue un icono de otra época, una voz que dejó huella y un nombre asociado a un éxito que ha sobrevivido más que su figura pública. Pero los últimos años de su vida apenas tuvieron relación con la música. La artista que un día llenó platós vivió una vejez discreta, frágil, silenciosa, lejos de los focos que un día la buscaron. Su declive no solo fue artístico; también vital.

La salud y las dificultades personales la fueron apartando del paisaje mediático, hasta quedar prácticamente fuera de la conversación cultural. Finalmente, su última etapa transcurrió en una residencia, la misma a la que tantas actuaciones regaló para entretener a los mayores y en la que, en un siniestro giro dramático del destino, encontró la muerte a mano de un desequilibrado.

El ocaso de Encarnita no es un hecho aislado, es un patrón: cuántas intérpretes han sido abandonadas por la misma industria que celebró sus éxitos, cuántas han envejecido sin oportunidades, sin aplausos, sin red. En lo personal, era una mujer generosa, cariñosa, alegre, que no merecía ese terrible final.

La distancia entre las trayectorias de Cuervo y Polo no habla tanto de decisiones personales como de una estructura que sigue separando a las que pueden seguir en pie de las que simplemente son dejadas caer. Ahí están los ejemplos luminosos de otras artistas que aún se mantienen activas y respetadas —Núria Espert, Lola Herrera, Ángela Molina, María Galiana—, demostrando que el talento no caduca. Y, al mismo tiempo, el eco sordo de tantos nombres que desaparecieron del todo cuando la juventud dejó de acompañarlos, no porque no tuvieran más que ofrecer, sino porque la industria dejó de mirar en su dirección.

Entre las historias de Gemma Cuervo y Encarnita Polo se dibuja un comentario amargo: la memoria del espectáculo es corta y su doble rasero resulta alarmante. La vejez no debería ser un veredicto cultural ni una frontera laboral. Que una actriz siga adelante no debería depender de una resistencia casi heroica como la de Cuervo, ni que su final se vea marcado por el silencio involuntario que rodeó a Polo. El futuro, si quiere ser menos hipócrita, tendría que normalizar la continuidad del talento veterano, integrarlo como parte natural del ecosistema cultural y, desde luego, sin convertirlo en excepción o en anécdota. Porque una industria que jubila a sus artistas antes de tiempo no solo pierde a quienes la sostuvieron: se pierde, sin remedio, a sí misma.

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