Del caserío me fío
«De quien no me fío es de los que se sientan a la mesa de una de sus habitaciones y luego dicen que nunca estuvieron allí»

El coordinador general de EH Bildu, Arnaldo Otegi. | H. Bilbao (EP)
Hay lugares y personas, queridos lectores, que inspiran confianza por sí solos. Un notario de toda la vida, un taxista que no da vueltas de más, el bar del barrio donde el tercio te lo sirven a la temperatura perfecta, helada, como el alma de Sánchez, y, por supuesto, un caserío vasco perdido entre la niebla y las montañas. Si alguien te cita en un lugar tan acogedor como propenso para sentir el síndrome de Stendhal, para hablar de «temas importantes», tú vas tranquilo, porque del caserío te fías. Como tan bien decía esa marca de quesitos. Lo que ya no te fías tanto es de los presentes en ese caserío.
Resulta que Koldo García, ese santo varón que pasó de conductor a consejero en pandemia, ha soltado la bomba: Pedro Sánchez y Arnaldo Otegi se reunieron en secreto en un caserío vizcaíno cercano a Bilbao. Un acto íntimo, sin móviles, sin acta, sin testigos, salvo los que ahora han decidido hablar. Y como la vida es así de caprichosa, quien ha salido a confirmar los hechos ha sido nada menos que José Luis Ábalos, exministro, ex número dos del PSOE, ex secretario de Organización, extodo. El hombre que fue desalojado del partido socialista a patadas y que ahora, desde su cuenta de X, escribe con la calma de quien ya no tener nada que perder: «Sí, hubo reunión. Y yo lo sé porque me lo contaron».
Ante tan abrumadora acumulación de pruebas, la respuesta oficial ha sido la de siempre: negación absoluta. Otegi, con esa cara de no haber roto un plato, pero sí muchas familias de guardias civiles, policías, políticos y de la población civil, dice que «eso es falso de toda falsedad». Pedro Sánchez, desde un atril que ya debe tener callo de tanto usarlo para mentir, asegura que «nunca jamás» se ha reunido con Otegi.
Tanto Sánchez como Otegi son dos especímenes que, como bien sabemos, no le dicen la verdad ni al médico cuando les pregunta si esa enfermedad que ambos sufren, que es ser unos mentirosos crónicos, tuvo su mayor momento de esplendor cuando se indigestaron al deglutir gran cantidad de quesitos en ese caserío, mientras Sánchez cedía a todas las pretensiones de Otegi. Y es que Pedro cayó rendido ante un anfitrión como Arnaldo. Así que cuando dos enfermos crónicos de la mentira coinciden en decir que «no nos vimos», un servidor solo puede llegar a una conclusión lógica: se vieron. Y se alargaría tanto la reunión, y estarían tan a gustito como Ortega Cano, que seguro que les dio tiempo a degustar un par de botellas del mejor txakoli.
Lo más humillante no es la reunión en sí. Al fin y al cabo, en política se habla con todo el mundo, incluso con el diablo. Lo sangrante es la cobardía. Diga: «Sí, me reuní con Otegi en un caserío, nos comimos un chuletón y cerramos el acuerdo para la moción de censura contra Rajoy». Pero no. Ellos prefieren la versión enfermiza: «Eso es un bulo de la ultraderecha política y mediática».
Así que un servidor quiere dejarlo claro: del caserío me fío. Me fío del olor a leña, del sabor del queso Idiazábal, de la honradez de las paredes de ese tipo de casas y de lo acogedor de su interior. Lo que ya no me fío es de los que se sientan a la mesa de una de sus habitaciones y luego dicen que nunca estuvieron allí. Renegar de un caserío es un grave sacrilegio. Que te recibe con sus brazos abiertos que se confunden con las ramas de los bosques de sus alrededores. Con la solidez de la piedra de sus cimientos, cuya estabilidad se encuentra en la autenticidad del paso del tiempo. Un respeto mutuo entre la belleza de la naturaleza circundante y esa construcción arquitectónica única. El que nunca han tenido por la verdad ni por sí mismos los dos protagonistas de este artículo.
