The Objective
Crónicas del caos

Anatomía de un disparate

«Tanta publicidad se está haciendo de la serie que quedará para el futuro como la versión indiscutible de lo que acaeció»

Anatomía de un disparate

Una de las fotos más icónicas del intento de golpe de Estado del 23-F. | Manuel P. Barripedro (EFE)

La anatomía o es disección o es casquería. La anatomía es pura realidad con olor a formol. Todo lo demás son señuelos, todo lo aparatosos que se quiera, pero neta ficción. O sea, lo que resulta ser la serie de la que todo el mundo habla en estos días y que deja, para el rigor histórico, una impresión absoluta de cuento chino. Cercas es un estupendo escritor que se podía haber retirado con sus Soldados de Salamina; con eso ya le hubiera bastado para pasar a la posteridad literaria y entrar en la Academia.

Es un cronista deslumbrante, tal y como ha demostrado también con El loco de Dios en el fin del mundo, un relato que se lee de un tirón y que ha hecho más conversos cristianos que algún pasaje de la Biblia. A Cercas, no se sabe por qué, de pronto le interesó uno de los momentos más casposos de la Historia Contemporánea de España, y sobre él construyó una pieza brillante pero diferente a la certeza.

Es más, Cercas lo dijo: «Esto es una novela», confesó y ¡hala!, todos a leerla. Sobre ella otros han edificado una película de cuatro trozos y trazos gordos, que encierra, de entrada, un pecado capital; a saber, que muchos de los espectadores creerán, tras verla con detenimiento, que «aquello», lo que se retrata, sucedió verdaderamente. Y eso no es cierto: «aquello» tiene más trampas que una película de chinos, lo que puede contribuir al engaño de los melosos crédulos. Dicho en corto y por derecho: ni todos los hechos ocurrieron como se cuenta, ni la cuádruple cinta, ni los personajes son reflejo clónico de los auténticos protagonistas de aquel golpe entre brutal, patético, miserable y chusco.

Los cinéfilos salvan al intérprete de Carrillo. Bien está: como diríamos los clásicos de la Antigüedad, «lo hace muy bien». Es lo más aproximado al personaje real. Al resto hay poco por dónde cogerlos. Veamos: el Rey es un muñeco bobalicón al que se le pinta como un sujeto que no se cree lo que le está pasando; tanto es así que los televidentes de la serie la culminarán sin dilucidar si don Juan Carlos fue, efectivamente o no, un golpista que «solo» se arrepintió a última hora. El «motor del cambio», el Rey, queda desdibujado a merced de la opinión que puedan sustentar, cuarenta y cuatro años después, los que siempre dudaron de su impecable papel constitucional.

Tal sucede asimismo con Torcuato Fernández Miranda, el «profe» que en la serie se pasa de listo enseñando a sus dos alumnos, el propio Monarca y Adolfo Suárez, cómo se puede traicionar un juramento. Pero si alguien está impropio en la película ese es Suárez, mal caracterizado, débil de estructura personal y casi un monigote al que le desbordan los acontecimientos. En síntesis, el envés de lo que fue el primer presidente de la democracia que, además, se aprovecha, a mayor abundamiento, de un abuelete tabaquista, Gutiérrez Mellado.

Bordea este remedo de general el ridículo, por ejemplo, en el funeral de una víctima de ETA, en el que un militar, anormal de gritos y maneras, se alza contra Gutiérrez Mellado con toda clase de improperios. El vicepresidente saca pecho y le ruega con humildad que se ponga firme. No fue así. Los que estábamos en ese trance comprobamos cómo el general-espía-quinta columnista (así le definían en el Ejército) se comportó como un auténtico jefe al que solo le faltó mandar fusilar a aquel imbécil llamado Atarés.

Podríamos tomarnos este ensayo cinematográfico como una ficción más si no fuera porque lo que se pinta ahí no fue lo que sucedió en puridad. No: aquel golpe del trastornado Tejero (otra figura transmutada en simple idiota, y no lo era del todo) estuvo a punto de llevar otra vez a la España democrática a los huesos de la dictadura. Tanta publicidad se está haciendo de la serie que quedará para el futuro como la versión indiscutible de lo que acaeció en las Cortes.

Pero no: aquel golpe de Estado pareció una fantasmagoría solo por la conducta pastosa de un general, Armada, que se creyó enviado de Dios para salvar la patria; de otro militar, Miláns del Bosch, fotografiado como debieron ser los espadones involucionistas del siglo XX; de una cuadrilla de guardias que acudieron al Congreso —les dijeron— para matar etarras; y de un teniente coronel de guardarropía, Tejero, que pareció escapado de cualquier golpe de Mali o del Congo. Pero no: no fue únicamente un atentado casi cómico, como se desprende de la contemplación de importantes episodios de la película, «aquello» fue verdad: fue un asalto a la libertad que estuvo a punto de merendarse toda la Transición.

Hasta los tiros al techo del hemiciclo parecen disparos de feria; claro está que fueron rodados en un hangar preparado al efecto. Los tiros, ocho segundos de angustia, estuvieron a punto de segar la cabeza a varios periodistas que estaban/estábamos en los sitiales de prensa que entonces teníamos asignados por riguroso orden de aparición en el Parlamento. Lo peor de una ficción es que encierre efectos de objetividad. Este cronista lleva días, desde que se ha estrenado la serie, explicando, como una víctima más del escarnio, que un atentado de aquel calibre no puede ser despachado con la ambigüedad engañosa con que ha sido revestida. Aquella tarde-noche fue sin duda la más desgraciada desde la muerte de Franco hasta la fecha.

Bien hubiera estado que los autores hubieran dejado claro, desde un principio, que «aquello» poco tiene que ver con lo que ellos han rodado porque ni siquiera los autobuses de los golpistas de la serie tienen que ver con las tartanas que se dirigieron al Palacio de las Cortes. Es una lástima que este Gobierno procaz que soportamos se niegue a abrir a la consideración pública las actas y documentos de lo que sucedió el 23 de febrero de 1981. Mientras no se descubran aquellos papeles no ayudan nada intentos, más o menos artificiales, como el que glosamos, que es más la anatomía de un disparate que la anatomía de un instante con visos de presentarla como histórica.

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