The Objective
Opinión

Apoyar a Ucrania es defender su Estado de derecho 

«La mejor manera de apoyar al pueblo ucraniano es asegurarse de que sus instituciones se someten a la transparencia, a la rendición de cuentas y al control judicial efectivo, y no a la arbitrariedad de élites»

Apoyar a Ucrania es defender su Estado de derecho 

Volodimir Zelenski. | Clodagh Kilcoyne (Reuters)

La reciente oleada de casos de corrupción en Ucrania debería servir como señal de alarma para todos aquellos que, desde Europa y Estados Unidos, han defendido la necesidad de un apoyo financiero y político sin reservas al gobierno ucraniano. La corrupción no es un fenómeno nuevo en el país, pero la magnitud de los escándalos que ahora salen a la luz —incluyendo la investigación formal contra Oleksiy Chernyshov, la dimisión de varios ministros y, especialmente, la renuncia del jefe de gabinete de la presidencia, Andriy Yermak, tras el registro de su domicilio por parte de los organismos anticorrupción— revela un patrón que ya no puede ser ignorado. No se trata únicamente de un asunto de malversación de fondos. Lo que está en juego es la integridad moral y jurídica de las estructuras de apoyo internacional, y, aún más grave, la credibilidad del sistema de sanciones que tanto Europa como Estados Unidos han desplegado en los últimos años. 

Los hechos demuestran que buena parte de los recursos destinados por instituciones europeas y estadounidenses han sido gestionados por actores locales cuyo comportamiento está lejos de los valores democráticos que supuestamente se pretendía defender. El escándalo energético vinculado a Energoatom y a la denominada Operation Midas ha expuesto no solo fallos sistémicos, sino también la proximidad a estructuras de poder de ciertos altos cargos que, durante meses, incluso años, fueron considerados interlocutores fiables por los aliados occidentales. Peor aún: muchos de los individuos que hoy aparecen vinculados a tramas de corrupción —entre ellos ministros recién dimitidos, gestores sectoriales de primer nivel y colaboradores directos del presidente— han sido los mismos que se dedicaron a hostigar, criminalizar e intentar neutralizar a todos aquellos que se opusieron a sus prácticas abusivas. Su modus operandi ha consistido en presentarse como guardianes de la democracia y la soberanía nacional mientras hacían uso de los mecanismos estatales y, de forma especialmente alarmante, de los instrumentos sancionadores de la Unión Europea, para eliminar adversarios políticos, ideológicos o religiosos. La persecución sistemática y perversa en contra de la Iglesia Ortodoxa de Ucrania es, en este sentido, uno de los ejemplos más preocupantes de cómo se ha instrumentalizado la narrativa de seguridad nacional para sofocar creencias, silenciar comunidades enteras y reescribir el espacio público según intereses particulares. 

El mecanismo ha sido perversamente eficiente: quienes estaban saqueando recursos públicos y disfrutando de impunidad estructural eran, al mismo tiempo, los que pedían sanciones, investigaciones o medidas represivas contra sus críticos, muchos de los cuales acabaron injustamente señalados en listados europeos sin garantías suficientes. Aprovechaban la buena fe de la Unión Europea y de Estados Unidos para obtener legitimidad internacional, construir redes de poder y blindar sus propios actos de corrupción. Con ello no solo lograban neutralizar a quienes denunciaban sus prácticas, sino que generaban un círculo vicioso en el cual cualquier oposición podía ser presentada como una amenaza a la seguridad del Estado, facilitando el uso indiscriminado de medidas sancionadoras que estaban diseñadas para proteger valores democráticos y no para aniquilar la disidencia. La investigación actual contra figuras tan próximas al poder como Yermak evidencia que quienes asesoraban y alimentaban estos procesos no eran precisamente ejemplos de integridad institucional. 

Este fenómeno plantea una cuestión de fondo que Europa ya no puede ignorar. ¿Quiénes han sido realmente nuestros interlocutores en este proceso? ¿A quién se le ha otorgado autoridad moral y capacidad para activar mecanismos de sanción tan intrusivos como los previstos en el régimen europeo? Si quienes se beneficiaron de la corrupción eran los mismos que dictaban los nombres de los supuestos «enemigos de la democracia» o de los «agentes del Kremlin», entonces es evidente que la Unión Europea ha sido instrumentalizada. Esta última no puede continuar aceptando sin más las denuncias, expedientes o solicitudes que provengan de actores cuya legitimidad ética está gravemente comprometida. Lo que determinadas autoridades ucranianas han presentado como cooperación leal debe ser revisado bajo el prisma de la sospecha, no de la confianza automática. La situación exige una auditoría minuciosa, independiente y rigurosa, no solo sobre los fondos desviados, sino también sobre el uso político del aparato sancionador europeo y estadounidense. 

La responsabilidad hacia los contribuyentes europeos y americanos es ineludible, especialmente ahora que se constata que ministros han caído, un ex viceprimer ministro ha sido formalmente imputado por abuso de poder y soborno y el propio jefe de gabinete presidencial ha tenido que renunciar tras la intervención de las autoridades anticorrupción. Estos hechos no permiten minimizar el problema: la corrupción alcanza niveles estructurales de la administración. Pero la responsabilidad va más allá del dinero. Lo que está en riesgo es la credibilidad del régimen sancionador internacional, una herramienta que depende por completo de su integridad moral. Si la Unión Europea permite que sus instrumentos jurídicos sean manipulados por actores locales corruptos, pierde su capacidad para erigirse en garante del Estado de derecho. Un sistema de sanciones que puede ser utilizado para perseguir adversarios políticos deja de ser un instrumento legítimo de presión democrática para convertirse en un mecanismo profundamente antidemocrático. 

Esta crisis debería abrir un debate más amplio sobre el papel de la Unión Europea como actor normativo. La UE no puede presumir de defender el Estado de derecho en el exterior mientras permite que sus propios mecanismos sean usados para fines que socavan esos mismos valores. No se trata de debilitar a Ucrania, sino de fortalecer la causa democrática. La mejor manera de apoyar al pueblo ucraniano es asegurarse de que sus instituciones se someten a la transparencia, a la rendición de cuentas y al control judicial efectivo, y no a la arbitrariedad de élites que se han beneficiado tanto de la corrupción como de la narrativa de victimización geopolítica. 

Europa y Estados Unidos deben actuar con urgencia. Es imperativo suspender temporalmente la credibilidad automática otorgada a las denuncias o listados provenientes de actores ucranianos hasta que exista claridad total sobre quienes han participado en estas tramas corruptas y en qué medida manipularon los procesos sancionadores. Asimismo, deben revisarse los casos en los que oponentes políticos, ideológicos o religiosos hayan sido señalados sin garantías, sin pruebas suficientes o como parte de un proceso más amplio de represión selectiva. Lo contrario supondría perpetuar una injusticia y legitimar un abuso de poder incompatible con los valores fundacionales de nuestras democracias. 

La corrupción en Ucrania no es únicamente un problema local. Es un desafío directo a nuestro sistema de sanciones, a la confianza de los ciudadanos en la gestión de sus recursos públicos y a la credibilidad moral de las instituciones occidentales. Ignorar este problema sería irresponsable; enfrentarlo de manera frontal, con rigor jurídico y transparencia, es una obligación democrática. El verdadero apoyo a Ucrania no consiste en mirar hacia otro lado, sino en asegurarse de que quienes dicen defender la libertad y el Estado de derecho realmente actúan conforme a esos principios. Nadie está por encima de la rendición de cuentas, y mucho menos aquellos que han utilizado la máscara de la democracia para ocultar sus propias prácticas corruptas. La Unión Europea debe asumir esta realidad si quiere preservar la legitimidad de su política exterior y la confianza de sus ciudadan

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