Alfonso Ussía, la elegancia se hace eterna
«Falta una pluma que decía las verdades del barquero con la delicadeza de un bisturí carnívoro y saciado»

El periodista Alfonso Ussía en 2004. | Europa Press
Ayer murió Alfonso Ussía con esa puntualidad británica que tanto le gustaba. Porque Ussía era un caballero que llegaba a la hora exacta de la verdad y el buen gusto. Ahora que ya no está, un servidor comprende que la elegancia también puede morir, y que cuando lo hace deja un vacío que huele a tabaco inglés, a lana de calidad y a ironía fina.
Lo primero que hay que decir de Alfonso Ussía es que ha sido el último dandi español. Vestía como si no pasara el tiempo, del franquismo a la Transición, bajándose en la democracia. Trajes cruzados de rayas diplomáticas, camisas de puño doble, corbatas de nudo gordiano y pañuelos que parecían robados a Cary Grant. Andaba por Madrid con la misma desenvoltura con la que escribía. Sin prisa, pero sin pausa, como quien sabe que el tiempo siempre acaba dándole la razón a los que tienen razón desde el principio.
Escribió mucho y bien. Demasiado bien para los tiempos que corren, en los que la mediocridad se disfraza de compromiso y la grosería de sinceridad. Sus artículos en ABC, luego en La Razón, y por último en El Debate, eran pequeños milagros de precisión quirúrgica envueltos en terciopelo. Le bastaban tres líneas para desnudar a un político y cuatro para hacer reír a un país entero. Inventó personajes que ya forman parte del imaginario colectivo español: el Marqués de Sotoancho, ese aristócrata arruinado, pero nunca abatido, fue su Quijote particular, su manera de decirnos que en España siempre habrá quien conserve la dignidad, aunque le quiten hasta el apellido.
Porque Ussía era, ante todo, independiente. Nunca militó en nada que no fuera el sentido común y el sentido del humor. Ironizó sobre Franco cuando todavía era arriesgado, se burló de Felipe González cuando era obligatorio hacerlo, criticó a Aznar cuando se lo mereció, y se ciscó en Zapatero cuando no se podía hacer otra cosa. No tenía bando, tenía estilo. Decía que el periodismo era «decir lo que uno piensa sabiendo que mañana puede uno dejar de pensarlo». Y lo cumplió a rajatabla. Fue monárquico sin ser cortesano, conservador sin ser carca, católico sin ser beato y español sin ser patriota de boina y tambor. En una palabra: fue libre. Y la libertad es el perfume de los valientes.
Pero si algo nos deja Ussía es una saga. Porque su hijo, Alfonso J. Ussía, ha sabido coger el testigo sin que se note el relevo. Escribe con la misma limpieza, con la misma fiereza elegante. Hay quien dice que Alfonso J. escribe mejor que su padre. Yo no llego a tanto, digo que escribe igual de bien, que ya es mucho decir. Y que ha conseguido algo casi imposible, que el apellido Ussía siga significando lo mismo.
La saga de los Ussía viene de aquella España en blanco y negro donde los señores fumaban puros en los cafés y las señoras llevaban sombrero aunque no lloviera. Una saga que viene de Muñoz Seca (el mismo ingenio rápido, la misma astracanada fina) y algo de Wodehouse (el mismo dominio del absurdo con clase). Alfonso padre fue el puente perfecto entre aquel mundo que se fue y este que no acaba de llegar. Alfonso hijo es la prueba de que algunas cosas, las importantes, no pierden vigencia, aunque cambien los tiempos.
Ahora que Alfonso Ussía se ha ido, Madrid y España son más extravagantes. Falta un señor con traje en la barra de algún antiguo café. Falta una pluma que decía las verdades del barquero con la delicadeza de un bisturí carnívoro y saciado. Falta una voz que recuerde que España también puede ser un país civilizado cuando se lo propone. Ussía no verá el final del sanchismo, pero celebrará los goles del único francés con el que comparte cielo. Un cielo en blanco y negro. Porque lo clásico siempre será moderno y elegante. Una forma de ser y de estar. De entender la vida. Lo feo de vivir déjenoslo a nosotros. Descanse en paz, don Alfonso.
