The Objective
Hastío y estío

Charo mal, machirulo bien

«Gracias al ministerio, ahora todo el mundo habla de ‘Charo’, y el término se ha multiplicado por mil»

Charo mal, machirulo bien

La ministra de Igualdad, Ana Redondo. | EP

En estos días de diciembre, cuando el frío aprieta y las luces navideñas intentan disimular la penumbra de un país que se desangra en ocurrencias, el Ministerio de Igualdad ha decidido regalarnos su última perla. Un informe dedicado a demonizar el término «Charo». Mientras las víctimas de violencia machista esperan pulseras que no funcionan, mientras los escándalos de acoso en las filas socialistas se acumulan como facturas impagadas, el ministerio de las mujeres, ese chiringuito subvencionado bajo la batuta de Ana Redondo, ha invertido tiempo, dinero público y un entusiasmo casi religioso en analizar el uso de «Charo» como «violencia simbólica misógina».

El documento, titulado con la pomposidad habitual, «Análisis del discurso misógino en redes: una aproximación al uso del término ‘Charo’ en la cultura del odio», rastrea el origen de la palabra hasta los foros de internet de hace más de una década, donde se acuñó para describir a un arquetipo, mujer soltera o divorciada, mayor de cincuenta, normalmente funcionaria, progresista convencida, lectora de El País y escuchante de la SER, y con un punto de amargura existencial. Con el tiempo, el término evolucionó y se popularizó en redes como sinónimo despectivo de la feminista militante, esa que defiende con uñas y dientes las políticas de género del Gobierno, tiñe su cabello de morado en señal de rebeldía y considera que cualquier disidencia es patriarcado puro.

El informe lo tiene claro: «Charo» no es humor, no es ironía, no es una crítica legítima. Es «una forma de violencia simbólica» que busca «ridiculizar y expulsar» a las mujeres del debate público, «silenciar su voz» y «desactivar referentes feministas positivos» para las jóvenes. Y para rematar, anuncian que inician el «monitoreo oficial» de este término en internet, como si fuéramos la distopía orwelliana que tanto les gusta invocar cuando les conviene.

Un servidor lee esto y no sabe si reír o llorar. Porque, en efecto, «Charo» es un término peyorativo, una caricatura que reduce a una persona a un estereotipo. Describe o caricaturiza a mujeres de más de cincuenta, con el pelo teñido de colores estridentes, solteras o separadas, funcionarias o activistas, que abrazan el feminismo actual con una devoción que roza lo sectario. Y sí, a menudo se usa para burlarse de esa figura que defiende lo indefendible: cuotas obligatorias, leyes que borran el sexo biológico, campañas que convierten cualquier discrepancia en odio. Pero el informe olvida convenientemente un detalle, que esa misma tribu que ahora se siente ofendida por el término «Charo» ha hecho del insulto su arma favorita contra los demás.

Aquí viene la contradicción que clama al cielo, la hipocresía que define al feminismo institucional de nuestros días. Mientras «Charo» es violencia misógina, estructural, patriarcal, digna de monitoreo estatal, términos como «machirulo», «señoro», «cuñao» o «Cayetano» circulan libremente, bendecidas por las mismas que ahora se rasgan las vestiduras. ¿Cuántas veces hemos visto a ministras, diputadas y tertulianas progresistas calificar de «machirulo» a cualquier hombre que ose cuestionar sus dogmas? Ese «machirulo» que pinta al varón como un troglodita patriarcal, un facha disfrazado, un ser inferior que necesita ser reeducado en «nuevas masculinidades». ¿Dónde está el informe sobre «machirulo» como violencia simbólica androcéntrica? ¿Y sobre «señoro», ese insulto que reduce al hombre de mediana edad conservador a un misógino irredento? ¿O «Cayetano», que estigmatiza a toda una clase social como privilegiada y reaccionaria?

Esta contradicción no es casual. Es el núcleo del feminismo hegemónico actual. Una ideología que se presenta como víctima eterna mientras ejerce poder sin contrapesos. Un feminismo que ha perdido toda conexión con la igualdad real, esa que lucharon nuestras madres y abuelas por salarios justos, derechos reproductivos, independencia, y se ha convertido en un instrumento partidista, un negocio subvencionado donde se gastan millones en informes sobre palabras mientras algunas mujeres sufren violencia de verdad, sin recursos para defenderse.

Porque, ¿cuánto ha costado este informe? No lo dicen, pero imaginemos. Investigadoras, redactoras, diseñadoras, difusión. Todo para concluir que una palabra es violencia. Mientras, las pulseras antimaltrato fallan, las casas de acogida cierran por falta de fondos, y los casos de violencia intrafamiliar crecen. Pero no, la prioridad es monitorear «Charo». Es el efecto Streisand en estado puro, gracias al ministerio, ahora todo el mundo habla de «Charo», y el término se ha multiplicado por mil.

El feminismo actual es una secta. Dogmática, intolerante, ciega a sus propias contradicciones. Reúne a las más radicales, aquellas que ven patriarcado en todo, excepto en sus propios privilegios. Donde la inteligencia brilla por su ausencia, sustituida por eslóganes y victimismo profesional. Y el Ministerio de Igualdad es su santuario, financiado con nuestros impuestos para defender no a las mujeres, sino a una ideología que las usa como escudo. Charo mal, machirulo bien. Esa es la regla aceptada. Una regla que revela la estupidez profunda de un ministerio. De un feminismo que ha olvidado la igualdad por el revanchismo.

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