La despiadada batalla por hacerse con los despojos de Hollywood
«La Warner es el último estudio con un aura, un catálogo y una memoria digna de museo»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Streaming killed the movie star. La venta de Warner —creada por cuatro hermanos judíos, polacos y testarudos para vender proyectores por ferias y que jamás imaginaron influir en el imaginario colectivo a partir de la loca idea de producir la primera película sonora— se ha convertido en un espectáculo digno de llevarse a la pantalla: un duelo de ofertas millonarias, opas hostiles y maniobras políticas donde hay en juego mucho más de lo que parece.
Se avecina, posiblemente, un cambio de paradigma en el mundo del cine.
Uno sabía que el viejo Hollywood estaba amortizado, pero prefería imaginarlo respirando en algún rincón de nuestra nostalgia, sostenido por el brillo artificial de las galas y los homenajes. Sin embargo, con esta operación que ocupa portadas en medios financieros y culturales, se apaga la última luz del estudio que aún conservaba una identidad propia. Y no, no hay fundido a negro, sino una encarnizada guerra entre Netflix y Paramount por quedarse con los restos del naufragio. Se dirime la muerte de los cines o el nacimiento de un monopolio en manos de fondos árabes y unos millonarios amigos de Donald Trump, ese presidente que quiere decidir la operación obviando que su yerno, Jared Kushner, tiene intereses en este negocio.
Para entender el carácter de esta noticia hay que volver al origen, cuando Hollywood era, más que una industria, un fenómeno glorioso. Allí surgieron las majors, los grandes estudios. Cada uno con un temperamento tan marcado que resultaba fácil reconocer sus películas por el tono de sus historias o la forma de iluminar un rostro.
Paramount era la señorita refinada del grupo. Apostaba por la sofisticación, por los diálogos inteligentes, por un glamour casi europeo. Sus comedias tenían la ironía justa y sus melodramas olían a perfume caro. Era la casa de Lubitsch y de algunas de las estrellas mejor vestidas de la historia.
MGM, en cambio, era el Vaticano del espectáculo. Todo en ella era grandioso, pulido, brillante. Musicales que parecían coreografías celestiales, dramas impecables, comedias tan luminosas que convertían cualquier martes triste en una fiesta. «Más estrellas que el cielo», decían. Y era verdad: si no las encontraban, las fabricaban.
20th Century-Fox vivía entre la épica y el melodrama. Le gustaban los grandes espacios, las historias familiares que parecían durar generaciones y los rostros magnéticos. Allí reinó Shirley Temple, que prácticamente rescató la compañía durante la Depresión, y más tarde Marilyn Monroe, que la convirtió en leyenda universal.
Columbia era la pequeña que se hacía grande. Una cenicienta en la que nadie confiaba demasiado hasta que Frank Capra convirtió la humildad en virtud rentable. Su sello era la humanidad, el humor, el idealismo sin ingenuidad. Podía carecer del lujo de MGM, pero le sobraba alma.
Universal era el taller de criaturas inmortales: Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo. Su identidad estética mezclaba sombras, belleza gótica y un romanticismo extraño. Sin proponérselo, creó la iconografía de todo un género.
La RKO era el genio indisciplinado: quebraba y resucitaba en ciclos, producía maravillas y desastres, apostaba por lo imposible. Pero fue la cuna de King Kong y Ciudadano Kane, lo cual es suficiente para asegurarle un rincón en el Olimpo.
Y la Warner Bros. representaba la América real, la que sudaba, hablaba rápido y no se cortaba ante nada. Sus películas tenían ritmo de rotativa, nervio urbano, personajes que parecían arrancados del mundo diario. Fue el estudio del cine social, de los gánsteres, del drama con una esquina rota.
El sistema de estudios funcionaba con una férrea disciplina: contratos de siete años, talleres capaces de construir Roma en tres semanas y escritores de renombre buscando la gloria. Nombres como Faulkner, Fitzgerald, Parker… Hollywood era un imán para la literatura, aunque escribir para un productor exigente era más duro que escribir para un crítico despiadado.
A eso se sumaba el star system. Ningún lugar ha fabricado tantas estrellas: nombres inventados, acentos neutralizados, biografías pulidas con una maestría que haría sonrojar a cualquier gabinete de comunicación moderno. Los departamentos de prensa eran auténticas centrales de propaganda: borraban escándalos, inventaban romances, pactaban exclusivas, alimentaban a columnistas que vivían de esos destellos. Y de esa maquinaria nació la prensa del entretenimiento tal y como hoy la entendemos, desde los gossip columnists hasta las revistas especializadas, con sus críticos de cabecera.
El impacto cultural era inmenso. Hollywood dictaba moda, imponía formas de hablar, vendía estilos de vida enteros. Enseñó a millones a fumar, a vestir un traje, a llevar ondas en el pelo, a besar inclinando ligeramente la cabeza. La mejor propaganda del American way of life: un escaparate optimista, elegante y profundamente persuasivo.
Y entonces llegó la televisión. Fue el primer meteorito. Los espectadores descubrieron que podían entretenerse sin pagar una entrada y sin salir de casa. La audiencia se fragmentó y el negocio se volvió menos estable. Se derrumbó el sistema de contratos exclusivos, los actores se independizaron, los directores exigieron libertad y los estudios tuvieron que negociar con nuevas figuras de poder: agentes, productores externos, sindicatos reforzados. Aquella fábrica perfecta empezó a parecerse a un bazar donde cada pieza reclamaba su propio espacio.
Luego llegó la gran época de las fusiones. Los estudios dejaron de ser reinos cinematográficos y pasaron a formar parte de conglomerados que entendían el cine como un departamento más, no necesariamente el más rentable. Tras la moda de los videoclubs y el alquiler de cintas, el golpe definitivo llegó con la irrupción del streaming, un flujo interminable de contenidos, inversiones desmesuradas y una rapidez incompatible con los tiempos que necesita el cine de autor. La pandemia, con sus estrenos simultáneos y sus salas vacías, aceleró la caída.
La Warner es el último estudio con un aura, un catálogo y una memoria digna de museo. La operación no solo cierra un capítulo: acaba con una forma de entender la cultura. Marca el fin del sistema que convirtió a Hollywood en un ideal colectivo: la fábrica de sueños. Ahora solo quedan dos opciones: el cine de Hollywood ya no será cine o el cine de Hollywood ya no será de Hollywood.
The end.
