Juan Carlos, el rey que no rabió
«No rabia don Juan Carlos, solo se queja; lo hace sobre todo de los que no le quieren ver»

Ilustración de Alejandra Svriz.
El que rabió fue protagonista de una famosa zarzuela escrita por Ramos Carrión y Vital Aza con música del maestro Ruperto Chapí. Casa nada a babor. Fue, era, según un crítico de la época, Amiron, una «comedia grotesca, casi apayasada», pero que retrataba con descaro la relación, por ejemplo, del rey Alfonso XIII con sus políticos de entonces, de la Restauración hasta la República. El monarca mandaba y, al fin, no tuvo una gran opinión de sus «duques», como les llamaba él.
Contra ellos rabió mucho, pero se cuidó de no dejarlo por escrito. O sea, todo lo contrario que lo que ha hecho su nieto Juan Carlos I. Al que, digámoslo pronto, no le han redactado unas memorias, como pomposamente se nos advierte, sino una crónica. Una crónica periodística al cien por cien, lo cual es inteligible porque la «escribidora» ha sido una señora del oficio: Laurence Debray. Lo más probable es que el título del libro, Reconciliación, sí haya sido parido por el propio rey padre, que tenía una cuenta pendiente con la historia, historia de España sobresaliente, y parcialmente la ha cumplido. En las páginas prolijas del libro a veces se atisban otras intenciones que también empiezan con erre: «Revancha», «Ratificación», «Rectificación», «Reinserción», «Recuperación», «¿Rabia?»… De todo hay en la confesión de Don Juan Carlos.
Lo peor del libro es el prólogo titulado precisamente A mi pesar, donde ya se atisba que el protagonista nunca hubiera querido serlo en los peores acontecimientos de su vida. El rey larga ahí un exordio para advertir a los lectores: «Vosotros sabréis si queréis seguir leyendo». Y la decisión es leer: el dolor que «Juanito» sintió cuando se le disparó la pistola que mató a su hermano; el frío que le heló cuando fue enviado como un paquete infantil a España, rodeado de señores mayorcísimos todos en funciones de «padre-bis»; la espera silente que practicó cuando, durante años y años, tuvo que soportar el mutismo amenazante del Caudillo; el asombro que le embargó (lo cuenta él) cuando el general, enfrentándose a su propio padre, don Juan —Juan III para los chicos monárquicos—, se saltó a la torera toda una dinastía y le designó heredero de la dictadura; la habilidad de entomólogo que tuvo que desplegar cuando hizo encaje de bolillos para, de acuerdo con un maestro casi ininteligible, Torcuato Fernández Miranda, elegir un presidente, Adolfo Suárez, que parecía un «penene» sin ilustración alguna; la traición que sufrió cuando a los pocos años parte de la milicia le organizó un golpe de Estado «a lo Primo de Rivera» que él sorteó admirablemente, lo cual le convirtió en héroe democrático; los dos sentimientos, el miedo y el asco que sufrió cuando, casi a diario, se levantaba con un nuevo atentado terrorista de ETA que llenaba España de sangre e irritación; su tranquilidad evidente cuando, con cierta complacencia, constató que los republicanos de toda la vida, los socialistas, ganaban las elecciones y le dejaban reinar confortablemente; y, viceversa, la alegría cuando regresaron las derechas, aunque con estas, paradójicamente —esa es una clave—, no podía hacer todo lo que le venía en gana; el ya por inesperado rocambole con que abordó el poder Zapatero, tras una tragedia no aclarada que volvió a España como un calcetín; y por fin el gran desmán que han perpetrado contra él, cuando, cumplidos todos sus pecados con disculpas insuficientes, tomó un avión «a lo clandestino» y se exilió gracias a la presión de su propio hijo y del Gobierno de Sánchez.
Por todos estos episodios pasa el rey Juan Carlos sin romperse ni mancharse, porque sus arrepentimientos son parcos, lo cual es perfectamente comprensible porque, en el balance, lo mejor arrasa a lo peor. No se detiene el rey en los detalles minuciosos que hubieran excitado la curiosidad de las marujas; no, a sus devaneos, más carnales que amorosos, les dedica muy escasos y reflexivos párrafos. No cuenta sus amores, entre otras cosas porque, ya a la altura casi de los noventa, él mismo cree que no le han ayudado en nada. Su forma particular de pedir comprensión a su mujer legal, la reina Sofía, es llenarla de elogios probablemente merecidos, quizá para intentar —en este pasaje sí— una reconciliación que aún no se ha producido. Su penitencia de ahora mismo, que él describe tan notoriamente, es su soledad de lujo en una islita arábiga, donde al fin ha podido construir su casa porque desde aquí, desde la Zarzuela y la Moncloa, ya le han comunicado con suficiente y cruel énfasis que nunca más volverá a pisar un solo edificio del Patrimonio Nacional. Él afirma desconocer qué harán con sus huesos una vez muerto, pero el entorno de su hijo, al que quiere tanto, pero con enorme distancia, asegura, por el contrario, que ya le han comunicado cuál será su destino final.
La crónica no desvela secretos que no sepamos, por lo menos los que hemos seguido su trayectoria durante todos los años que ha durado su reinado. Nada que no se sepa se cuenta ahí, como no sean pequeños pormenores nimios para defender toda su actuación real. No hay morbo que llevarse a la boca: las Corinas permanecen en la penumbra, otras ni siquiera son oblicuamente mencionadas. El capítulo esencial, del que podríamos haber recibido información más personal, transcurre en un relato en el que queda clara una constancia: que él, un monarca que empezó con toda la mochila cargada de poderes, trajo a España la democracia y muchos más denarios de los, contados (podemos decirlo así), que él se llevó en comisiones. Ahora se siente en paz con el insoportable, asfixiante Fisco español y, en consecuencia, no entiende por qué no se le deja habitar en España, su sueño permanente desde hace cinco años. El Gobierno y probablemente la Zarzuela le mienten: «Sí, puedes venir», le dicen, pero a continuación añaden: «No te juntes con nosotros». Y ni siquiera en el comentario a este episodio destila nuestro rey el menor rencor, solo nostalgia, y dolor, mucho dolor.
No rabia don Juan Carlos, solo se queja; lo hace sobre todo de los que no le quieren ver, de los que le han proclamado como el gran anatema nacional. ¿Su hijo Felipe VI? Los lectores pensamos que efectivamente es así. Otra pregunta: ¿Es este libro la crónica total de la vida de don Juan Carlos I? Pues no: algún otro, como la biografía de un historiador de izquierda, Paul Preston, contiene mejor y mayor información que esta «reconciliación» del que ha sido rey extraordinario de España en el período más revolucionario de nuestra historia contemporánea. Una afirmación final: en una sola cosa se parecen estas memorias a la zarzuela contada al principio, El rey que rabió: en el comportamiento grotesco de los que, por ridiculizar a don Juan Carlos, le utilizan como instrumento para denostar y acabar con la Corona.
