Del turista de pulsera al viajero que se implica: el futuro del turismo se juega en los barrios
Este giro no se sostiene si la oferta de alojamiento sigue anclada en el modelo de gran hotel en zona hipercéntrica

Ilustración de Alejandra Svriz.
Queremos turistas que respeten los barrios, que se gasten el dinero más allá de la postal de siempre, que valoren la cultura y la naturaleza… pero seguimos planificando como si el único modelo posible fuera el del turoperador de pulsera. Algo no cuadra.
En Europa y América crece un turismo que huye de las hamacas del «todo incluido» y busca entender dónde está, quién vive allí y de qué vive. Es el turismo experiencial: viajeros que prefieren aprender, interpretar y conocer el territorio. Y están dispuestos a pagar más por ello.
De la postal al contacto real
Cada vez más, la gente que viaja busca un contacto directo —y real, no de catálogo— con la cultura y el modo de vida de las comunidades que visita. La autenticidad, la ausencia de masificación, la ruptura con el «todo igual en todas partes» se han convertido en criterio de elección del destino.
Por ejemplo, en Mallorca, el pescaturismo permite subirse a una barca con los pescadores locales, aprender sus técnicas y entender que ese pescado viene de un oficio duro. En esta línea, en El Ejido (Almería), algunos invernaderos abren sus puertas para enseñar el pasado y el presente del campo almeriense, las técnicas de cultivo bajo plástico y el peso real de la agricultura en la economía provincial.
Entre Jaén y Granada, la ruta de los Castillos y las Batallas recrea combates medievales, organiza visitas a fortalezas, almazaras y castillos y estancias en pueblos llenos de historia que nunca aparecen en los folletos al uso.
A esto se suma el auge del turismo del vino y del aceite de oliva: visitar olivares y viñedos, participar en la recogida, ver cómo se elabora el producto y terminar en la mesa.
Y en grandes ciudades como Madrid, Barcelona o París, una parte del turismo empieza a huir del circuito de siempre —centro histórico en trenecito, tres museos y hotel en zona acotada— para buscar barrios con poca tradición turística, mercados de barrio, talleres de cocina, bibliotecas y bares de toda la vida. Quieren vivir donde los locales.
Sin camas en los barrios no hay turismo experiencial
Este giro no se sostiene si la oferta de alojamiento sigue anclada en el modelo de gran hotel concentrado en zonas hipercéntricas. Para vivir un destino desde dentro, hay que poder dormir en él, no asomarse desde un autobús.
Ahí entran las viviendas de uso turístico y los pequeños hoteles familiares o rurales. Nos gusten más o menos, son —según la investigación académica— la modalidad que mejor encaja con la demanda de turismo experiencial: permiten ajustar la estancia a las necesidades del viajero, facilitan el contacto cotidiano con los vecinos y abren la puerta a barrios y municipios que jamás verían un gran hotel.
Impulsan el desarrollo de destinos emergentes con poca infraestructura hotelera tradicional y llevan ingresos al comercio de proximidad, también fuera de temporada.
El Ejido es un buen ejemplo: en mayo de 2024 contaba con 184 viviendas de uso turístico —62 más que en 2021— con 824 plazas. Los últimos datos disponibles hablan de 13 hoteles y 920 plazas. Dos realidades que se complementan: donde el sector tradicional no llega o no crece, la oferta flexible cubre parte de la demanda y permite que el turista que visita un invernadero pueda quedarse a dormir, cenar y gastar allí mismo.
En Jaén, más del 80% de la oferta de pisos turísticos está fuera de la capital. Esto significa que el visitante del «mar de olivos» puede alojarse en los pueblos donde se produce el aceite y no solo pasar de largo.
Y el contraste es todavía más claro en el medio rural: mientras los hoteles están ausentes en el 73% de los municipios muy rurales, las viviendas turísticas ya están presentes en casi la mitad de ellos. En Madrid, según PwC, hay viviendas turísticas en todos los distritos, frente a una planta hotelera mucho más concentrada.
La cama flexible ha llegado antes que la tradicional para conseguir que el turismo se reparta por el territorio.
Demonizar el alojamiento alternativo es pegarse un tiro en el pie
¿Significa esto barra libre? En absoluto. Pero el discurso de «prohibamos las viviendas turísticas y se solucionan todos los males» es una simplificación equivocada.
Las investigaciones sobre turismo experiencial apuntan a que cuando se introducen actividades creativas y participativas, las comunidades locales diversifican sus fuentes de ingresos, preservan tradiciones y encuentran alternativas económicas.
La alternativa no puede ser entre parque temático para turistas o expulsión total. Es una falsa dicotomía que solo beneficia a los destinos de siempre, hiperconcentrados, saturados y cada vez más caros.
La clave está en una regulación inteligente. Hay que apostar por definir umbrales razonables según la capacidad real de cada territorio, no copiar y pegar la misma receta para un centro histórico saturado y para un pueblo en riesgo de despoblación.
Garantizar que el turismo contribuya a fijar población, generando empleo y actividad económica local, y contemplando estándares de convivencia y sostenibilidad.
El turismo experiencial no es la varita mágica que arregla todos los problemas, pero sí es una oportunidad para cambiar el guion: menos turista de paso, más visitante que entiende dónde está; menos gasto concentrado, más riqueza distribuida.
