Beatas de izquierdas
Su hiperfeminismo punitivo actúa como una nueva moral sexual represiva. Necesitan dividir el mundo en puros e impuros

Ilustración de Alejandra Svriz.
No se sabe muy bien por qué (aunque podemos sospecharlo) algunos adjetivos son peyorativos en su género femenino y positivos o neutros en el masculino. Uno es el paradigmático «zorro» y «zorra», otro el de «beata», que nos acerca a la santidad si somos hombres (el santo patrono del clero español es el Beato de Ávila), y a la falta de luces y a una santurrería impostada, cínica e hipócrita, si somos mujeres. Por eso empiezo por decir que cuando hablo de beatas lo hago de beatas y beatos (a veces el lenguaje inclusivo es necesario).
España ha conocido bien a las «beatas de rosario y sacristía». Hoy, en una sociedad secularizada, muchos creen que han desaparecido. Solo han cambiado de altar. Hoy abundan las «beatas de izquierdas y de consigna», que van a los recitales de Ana Belén y Víctor Manuel, de Serrat o Sabina (de este último menos, desde que hizo público que esta izquierda no le representa), asisten a una manifestación (ya sea esta feminista o propalestina), votan lo que tiene que votar, leen El País, y solo por eso se consideran «de izquierdas». Estas nuevas beatas se suelen lamentar, con semblante compungido y gestos de conmiseración, de la actitud de los amigos que procediendo de la misma iglesia se han atrevido a señalar que el Papa de esa cofradía está hoy desnudo y que sus obispos y curas van por ahí con muy poca ropa.
Las nuevas beatas de izquierdas —no hablo aquí de la izquierda como tradición intelectual, moral o política, sino de su versión catequística— reproducen los rasgos de las de sacristía y merienda de chocolate y soletillas con el señor párroco. En lugar de ir a la procesión y situarse lo más cerca posible del obispo, se hacen ahora selfis con el Líder de la Bella Estampa en cualquier manifestación con buenos propósitos o en las múltiples que persiguen la mayor gloria de la secta. Nunca en manifestaciones que denuncian asuntos que «no interesan» como la situación de la mujer en Irán o la de hombres y mujeres bajo la dictadura de Maduro o de Ortega.
Las de hoy no se arrodillan ante imágenes del Señor del Gran Poder, se inclinan ante ese líder y nos miran con asombro a los que no las seguimos en esa adoración. Estas nuevas beatas no han leído nunca un texto de Marx (ni nada que se le parezca). Como mucho han ojeado las solapas de algún libro-catecismo de lo políticamente correcto o la prosa ajena y mercenaria de Manual de Resistencia. La mayoría ni eso. No piensan las ideas, las recitan. Ya no hacen novenas con las amigas, comentan con ellas el último sermón de Àngels Barceló en la Cadena SER. Su referente intelectual es el Gran Wyoming.
La literatura y el cine retrataron a aquellas mujeres hiperdevotas, vigilantes de la moral, celosas guardianas de una ortodoxia que rara vez comprendían y que, más allá del ritual del rosario, de la misa los días de guardar, y de la condena de los muchos pecados (siempre ajenos) nunca practicaban en su vida cotidiana la virtud que predicaban. Galdós, Clarín, Delibes, Berlanga o Buñuel dejaron constancia de estos personajes; de las beatas autoritarias, inquisitoriales, intolerantes y manipuladoras, encarnación del clericalismo reaccionario, de la hipocresía social, el chismorreo, y la represión del deseo.
«Como las beatas de antaño, las nuevas no toleran la ambigüedad, desconfían de la ironía y temen la complejidad»
Hoy el hiperfeminismo punitivo de las nuevas beatas de izquierdas actúa también en muchos casos como una nueva moral sexual represiva. Bajo el lenguaje de la emancipación, reaparece una vigilancia obsesiva del deseo, una sospecha permanente sobre el cuerpo, una reeducación sentimental que recuerda a la vieja castración emocional de las beatas católicas, en las que los hombres somos malos por naturaleza y siempre vamos a lo que vamos. Cambian los términos, pero no la lógica: el deseo sigue siendo algo que hay que disciplinar, no comprender. Como las beatas de antaño, las nuevas no toleran la ambigüedad, desconfían de la ironía y temen la complejidad. Necesitan un mundo dividido en puros e impuros, aliados y enemigos, buenos y malos, «progresistas» y «fachas». La duda —motor del pensamiento— les resulta insoportable. La discrepancia, ofensiva. El pensamiento crítico, sospechoso.
Las beatas de antes no rezaban para comprender y participar en el mundo, sino para blindarse frente a él con certezas simples que les ofrecían una identidad moral de la que carecían; una visión postiza de su interior que les permitía mirar por encima del hombro a vecinas y lugareños. Su impostada caridad y compasión eran ejercicios de autobombo moral que combinaban con una vigilancia inquisitorial del entorno para encontrar almas perdidas a la que salvar de una perdición a la que solo su catecismo las había condenado. Entre las de hoy, si tienen la edad para haberlo vivido, rara es la que movió un dedo contra el franquismo; y, si no la tienen, suelen haber heredado sus ideas (en lugar de tenerlas por sí mismas) junto al patrimonio de sus padres o abuelos. Suelen abundar entre ellas, por tanto, las ricas herederas o las bien acomodadas. El autobombo moral sigue siendo también el mismo.
Su discurso igualitario convive sin conflicto con la confesión de las pequeñas trampas para pagar menos a Hacienda, evadir el IVA en una chapuza, trabajar en negro y cobrar la pensión, o describir interesadamente los defectos de una colega que le impide subir en el escalafón. Cosas así. La encendida defensa de los vulnerables convive con la ausencia de prácticas morales. La ideología cumple de esta manera la misma función que la religión: eximir de la acción. Rara es la beata de izquierdas que puede presentar una buena hoja de servicios profesional o personal a la democracia española.
Su izquierdismo puramente verbal ha sustituido la acción social por la corrección lingüística. Las nuevas beatas se quedan tan contentas si su interlocutor les habla de diputados y diputadas o de jóvenes y jóvenas. Donde antes había compromiso real, ahora hay señalización moral del que piensa distinto; donde había debate y conflicto político, ahora hay indignación ritual ante la derecha, haga esta lo que haga.
Las antiguas beatas protegían el orden nacionalcatólico; hoy, las nuevas protegen una identidad ideológica frágil y en declive, mal construida a base de consignas y estereotipos. Pero eso, en realidad, no importa, porque en ambos casos el objetivo sigue siendo el mismo, aferrarse a un catecismo como una fabulosa fábrica de autoestima; una plataforma desde la que poder elevar la nariz y decir eso de «es que yo soy de izquierdas de toda la vida». Una elevación, que, dicho sea de paso, les ayuda, tanto a las beatas como a los beatos, a no sentir el pestilente olor que hoy se percibe en España al leer la prensa.
