La izquierda odia la Navidad, yo no
«Si eso me convierte en ‘fachosfera’, en consumista o en carca a ojos de la inquisición progresista, que así sea»

Navidad en familia.
Dicen que la Navidad es esa época del año en la que la gente finge tener buenas intenciones para con los demás, pero, a juzgar por el panorama cultural y mediático que nos asola cada diciembre, parece más bien la época en la que la izquierda decide, con una honestidad brutal, que lo que realmente detesta es vernos felices. No falla. En cuanto se enciende la primera luz en la calle Preciados, se activa un resorte pavloviano en el progresismo patrio que les obliga a fruncir el ceño, a sacar la calculadora de agravios y a impartir catequesis laica sobre por qué nuestra alegría es, en el fondo, una estructura opresora heteropatriarcal y capitalista.
El pistoletazo de salida —o, más bien, el escupitajo de salida— lo dio hace poco Eduardo Casanova. El actor y director, en un alarde de «originalidad», se autoproclamó ‘el Grinch’. Decía en una entrevista que detesta la Navidad, que huye de Madrid para no ver a su familia y que le horroriza esa «obligación autoimpuesta de ser felices». Casanova, que se declara «amigo de Satán» y que considera que tener hijos es un acto de egoísmo —mientras anhela, textualmente, «el fin de la humanidad»—, representa la quintaesencia de un nihilismo de salón muy de moda.
Lo fascinante no es que a un señor no le gusten los villancicos; lo fascinante es la superioridad moral con la que nos perdona la vida a los que sí nos gustan. «Para las familias creyentes, que lo disfruten», dice con condescendencia, «pero para el resto es un elemento consumista». Ah, el consumismo. Ese viejo espantapájaros que agitan quienes viven subvencionados por el dinero que genera, precisamente, ese consumo.
Pero Casanova es solo el síntoma de una patología más profunda. La izquierda oficial ha desarrollado una alergia psicosomática a la palabra «Navidad». Prefieren hablar de «solsticio de invierno» o de «las fiestas», en un ejercicio lingüístico que roza lo ridículo. Felicitan las «fiestas», todo muy laico, sí, pero se olvidan de que, si tenemos vacaciones, paga extra y turrón, es porque hace 2.000 años nació un judío en Belén, y no porque el sol esté en una posición astronómica específica respecto al ecuador celeste.
Como dice con agudeza mi amigo Rafael Núñez Huesca: «En España no arranca la Navidad hasta que sale El País a decir que Jesús de Nazaret no existió y que todo es una gran mentira». Es la liturgia anual del laicismo: cada Semana Santa, cada 12 de octubre y cada Navidad, el diario de referencia de la progresía nos regala su particular homilía para recordarnos que nuestras raíces son un mito y que deberíamos avergonzarnos de ellas.
Este año, el relevo en la amargura lo ha tomado también elDiario.es de Ignacio Escolar, con un titular que parecía diseñado en un laboratorio de ingeniería social: «Odio las Navidades desde que soy madre: mujeres agotadas por la carga de trabajo durante las fiestas». El artículo, previsible hasta el bostezo, nos explica que detrás de la magia navideña solo hay explotación femenina, carga mental y estrés logístico. Cocinar, decorar, el calendario de Adviento, la gestión emocional… todo es un calvario impuesto por el patriarcado. Como si los hombres nos tocásemos las pelotas a dos manos en estos días.
Esta narrativa no es nueva. Ya la intentó Ángela Rodríguez Pam desde aquel Ministerio de Igualdad que pasará a la historia por su ineficacia, con su campaña Charo de 2022. «¿Qué pasaría si las mujeres parasen en Navidad? ¿Habría Nochebuena?», se preguntaban.
La respuesta a esa demagogia institucional la dio, brillante como siempre, la columnista Rebeca Argudo: «Acoge un progre en Navidad. Los pobrecillos provienen de familias tan anacrónicas y disfuncionales que creen que el resto de la sociedad es como ellos y deben protegerles». Y tiene razón. Con tanto colectivizar sus propios ‘traumitas’, acaban haciendo el ridículo al proyectar sus neuras sobre la sociedad entera.
Porque ¿en qué mundo vive esta gente? ¿De verdad creen que en las familias normales los padres se sientan en el sofá con un puro mientras la madre se desuella las manos en la cocina? En mi casa, y en la de la inmensa mayoría de mis amigos —gente de orden, trabajadora, normal—, las tareas se reparten. Yo soy el encargado del Belén (con su río de papel de plata, faltaría más), de montar el árbol y de currarme toda la logística de los elfos para que mis hijos mantengan la ilusión un año más. Mi mujer se encarga de los regalos y de otras gestiones. Y lo hacemos no por obligación, sino porque queremos construir un hogar feliz.
Pero, claro, explicarle el concepto de «corresponsabilidad espontánea por amor» a quien vive de la guerra de sexos es como intentar explicarle la física cuántica a una piedra.
Lo más hilarante es la contradicción en la que incurren. Por un lado, nos dicen que la Navidad es una farsa consumista y opresora. Pero, por otro, La Sexta titulaba el otro día: «La ultraderecha se apropia de la Navidad para engalanar su discurso entre villancicos». ¿En qué quedamos? ¿No era una fiesta horrible? ¿Cómo que nos la «apropiamos»? No se puede acusar a alguien de apropiarse de lo que ustedes han tirado a la basura. Si la derecha defiende la Navidad, es porque la izquierda ha decidido regalar ese espacio cultural, despreciándolo sistemáticamente.
La guinda del pastel depresivo la pone Ismael Serrano, ese cantautor que ha hecho de la melancolía un modelo de negocio. Esta semana nos deleitaba en El Intermedio (de La Sexta) con «Navidad roja», un villancico con la melodía de Mariah Carey —el capitalismo pop en vena— pero con una letra crítica, triste y de actitud ceniza. Es la metáfora perfecta de la izquierda actual: incapaz de crear algo alegre por sí misma, parasita las formas del éxito occidental para inyectar su contenido depresivo. Son más tristes que un domingo por la tarde. ¿Tanto les cuesta, simplemente, ser felices?
La respuesta es que sí, les cuesta. Y les cuesta por una razón filosófica de fondo. Roger Scruton, el gran pensador conservador británico, popularizó el término «oikofobia»: el odio al hogar, a lo propio, a la herencia. Scruton argumentaba que la izquierda intelectual no odia la Navidad por el consumismo —eso es la excusa—, sino porque la Navidad celebra el hogar, la familia tradicional y la pertenencia a una cultura. Y esas son las instituciones que ellos consideran el origen de todos los males. La izquierda posmoderna ve en la familia un núcleo de resistencia al Estado; ve en la tradición un freno a su ingeniería social; y ve en la fe un rival para su religión política.
Por eso, paradójicamente, la izquierda moderna se parece cada vez más a los puritanos del siglo XVII. Recordemos que quien prohibió la Navidad en Inglaterra no fueron los conservadores, sino Oliver Cromwell, un revolucionario puritano. A la izquierda radical actual, como a Cromwell, le molesta la alegría desordenada. Les molesta que comamos carne, que bebamos vino, que gastemos dinero en regalos «inútiles» y que encendamos luces. Son los nuevos curas, armados no con crucifijos, sino con agendas decrecentistas y el boletín oficial del Estado, dispuestos a medir nuestra huella de carbono mientras nos amargan el polvorón.
Supongo que habrá mucha gente de izquierdas, votantes de a pie, que no odian la Navidad. Gente que pone el árbol y canta villancicos. Pero deberían darse cuenta de que su élite gobernante y mediática está empeñada en manipularles para que odien lo que son. Les quieren tristes, aislados y culpables. Porque un ciudadano feliz y arraigado en su familia es mucho más difícil de controlar que uno amargado y dependiente del Estado.
Así que, frente a tanta tristeza impostada y tanta superioridad moral, voy a decir algo verdaderamente revolucionario, un acto de disidencia política total en estos tiempos oscuros:
Me gusta la Navidad. Me gusta poner el árbol. Me gusta montar el Belén y recordar que venimos de Roma y de Judea. Me gustan las luces que derrochan energía porque celebran la vida. Me gusta el turrón, el polvorón y el exceso calórico. Me gusta la cabalgata de Reyes y la cara de asombro de los niños. Me gusta consumir, comprar regalos a la gente que quiero. Y, sobre todo, me gusta pasar tiempo con mi familia.
Si eso me convierte en fachosfera, en consumista o en carca a ojos de la inquisición progresista, que así sea. Yo brindaré con champán mientras ellos brindan con vinagre.
Feliz Navidad a todos. Incluso a los que se empeñan en que no lo sea.
