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Más población no basta: el desafío demográfico que amenaza la sostenibilidad del sistema

Ni el cierre migratorio ni la inmigración indiscriminada resuelven el problema del modelo de pensiones

Más población no basta: el desafío demográfico que amenaza la sostenibilidad del sistema

La proyección demográfica para España hasta 2050 pone de manifiesto una realidad incómoda pero ineludible: el actual modelo de pensiones y, por extensión, el Estado de bienestar, no es sostenible bajo las dinámicas previstas si no se actúa con realismo en materia migratoria. Los resultados del modelo de cohortes-componentes, alineados con las proyecciones del INE y de organismos internacionales, muestran que tanto un escenario de inmigración cero como la continuidad del ritmo migratorio actual generan tensiones severas, aunque de naturaleza distinta.

En el escenario de inmigración cero, la población total apenas se mantiene estable y el peso de los aquí nacidos desciende en términos absolutos. El problema central no es solo la reducción demográfica, sino el rápido envejecimiento. Con una fecundidad persistentemente baja (1,12 hijos por mujer), la población en edad de trabajar se contrae mientras aumenta el número de pensionistas gracias a la mejora constante de la esperanza de vida. Esto erosiona directamente la base de cotizantes del sistema de reparto. El resultado previsible es un desequilibrio estructural creciente entre ingresos y gastos públicos, que obliga a elegir entre mayores cotizaciones, menores prestaciones, más deuda o una combinación de las tres. En este escenario, el sistema de pensiones pierde viabilidad financiera y el Estado de bienestar se ve forzado a un ajuste permanente a la baja.

El escenario de inmigración libre, equivalente a mantener la situación actual, evita el colapso demográfico cuantitativo, pero introduce otro tipo de riesgos. La población crece con fuerza hasta superar los 64 millones en 2050, impulsada casi exclusivamente por flujos migratorios. Sin embargo, esta solución aparente al problema de las pensiones no es neutra. Una parte significativa del crecimiento procede de grupos con mayor fecundidad y fuerte «momentum» demográfico, en particular los procedentes de países de mayoría musulmana, cuyo peso podría acercarse al 13% del total. Si la integración laboral, educativa y cultural no es rápida y, sobre todo, efectiva y real (y, desgraciadamente, nuestro entorno europeo anuncia el fracaso), el aumento poblacional no se traduce automáticamente en una base sólida de cotizantes netos, sino que puede generar mayores necesidades de gasto social, presión sobre servicios públicos y tensiones en la cohesión social.

Desde el punto de vista financiero, una inmigración elevada pero mal alineada con las necesidades del mercado de trabajo puede reducir la productividad media, mantener salarios bajos y limitar las bases de cotización. Desde el punto de vista social, la concentración de grupos culturales con pautas demográficas y valores distintos, sin políticas de integración exigentes, puede alimentar procesos de segmentación y conflictividad que también tienen un coste económico y político. El Estado de bienestar no solo requiere ingresos suficientes, sino también un marco social estable que legitime la redistribución.

El escenario intermedio, basado en una inmigración selectiva ligada a contratos laborales y necesidades reales de la economía, aparece como la opción más equilibrada. Permite compensar parcialmente el envejecimiento, sostener la población activa y reforzar las cuentas públicas sin provocar un crecimiento desordenado ni cambios demográficos abruptos. No se trata de negar la inmigración, sino de reconocer que no toda inmigración contribuye del mismo modo a la sostenibilidad financiera y social. Y, sobre todo, que no hay dinero para resolverlo todo.

La conclusión es clara: ni el cierre migratorio ni la inmigración indiscriminada resuelven el problema del modelo de pensiones. España necesita una política demográfica y migratoria explícita, orientada a la estabilidad presupuestaria y a la cohesión social. Ignorar esta realidad supone trasladar un coste creciente a las generaciones futuras y poner en riesgo los pilares básicos del Estado de bienestar. Actuar ya no es una opción ideológica, sino una exigencia estructural.

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