Hoy no nos gustará el discurso del Rey
«Con rotundidad pero sin cebarse, se refugiará en dos términos más o menos explícitos: concordia y diálogo»

Felipe VI durante su mensaje de Navidad del pasado año. | Ballesteros (EFE)
Tengo para mí que la intervención de Felipe VI en la Nochebuena es la más difícil, la más comprometida de todo su reinado. Por encima incluso de aquella histórica del octubre del 17 cuando, directamente, tuvo que enfrentarse a los delincuentes separatistas que habían intentado volar España. ¿Por qué? Pues por una sola y poderosa razón: aquel exordio contaba con el apoyo directo de los dos grandes partidos del país, PP y PSOE; ninguno le había recortado el mensaje a Su Majestad, es decir, lo contrario a lo que presumiblemente va a suceder ahora. Por lo que se puede haber trascendido —casi nada, dígase así— la plática de este año encierra un problema añadido: que no insertará seguro los últimos avatares que puedan desencadenarse casi al mismo tiempo de la grabación del discurso. La España destrozada actual corre a ese ritmo. Conocida la puntillosidad con que nuestro monarca prepara sus actos, seguro que este alegato de finales de 2025 lleva cocinándose no menos de dos meses. Una vez, el mejor jefe de la Casa del Rey que haya tenido la Corona, el general Sabino Fernández Campo, confesó: «Ya no sé cuántas idas y venidas ha tenido nuestro papel». Se refería al discurso de una Navidad en un tiempo en que la corrupción del PSOE había regado hasta los lugares más insólitos del país: la Cruz Roja o el Boletín Oficial del Estado.
Entonces, Don Juan Carlos solía tragar con lo que le llegaba de la Moncloa, salvo en una ocasión en que «eché las patas p’alante» (frase textual suya) prorrumpió en una condena expresa de todo lo que estaba ocurriendo en el país. Huelga decir que Felipe González, al que sentó como una coz aquel desahogo real, debe haberse solazado muy recientemente con los comportamientos deplorables de nuestro buen Rey Juan Carlos —que lo fue casi todo el tiempo— ahora en el exilio. Que se sepa, ha sido aquella ocasión la única en que dos palacios, Zarzuela y Moncloa, se pegaron casi literalmente por la insistencia de uno, el Rey, en referirse a la podredumbre que infectaba directamente la Nación, y por la negativa de los otros, los costaleros de González, a soportar una regañina del monarca.
Todos podemos saber que el ambiente de este momento no es mejor o incluso que es mucho peor. Por eso, la gran pregunta es ésta: ¿Qué va a hacer Felipe VI? ¿Sobrevolar la situación con ambigüedades insípidas? ¿Recurrirá, como en el año anterior, a llamadas de atención, más o menos solemnes, a la importancia de una vida pública honrada? ¿Intentará una larga cambiada para no enojar al psicópata que es su interlocutor en el caso?, O, en el mejor de los casos: ¿se mojará en el Ebro pestilente que circula por todo nuestro país? O sea, ¿será capaz de afear la conducta a toda esta piara socialista que ha enmerdado nuestra sociedad? Perdón: si hay que formular una apuesta, la del cronista, es ésta: ¿de ninguna manera el Rey va a vapulear al Gobierno corrupto y amoral de Pedro Sánchez? Si lo hiciera, desde luego, sería tanto como acrecentar el riesgo de una despedida en toda regla: adiós, monarquía, adiós.
Por eso el Rey, con rotundidad pero sin cebarse, se refugiará en dos términos más o menos explícitos: concordia y diálogo. Mucha Transición en suma. Si se atreve, utilizará, casi de rondón, otro vocablo igualmente de moda: polarización. Eso sí, para rechazarla. Más lejos no podrá llegar. Hubo un tiempo, no llegará al año y medio, en que las relaciones entre el jefe del Estado y el del Gobierno estaban casi rotas. Coincidió con la llegada a Zarzuela del diplomático Camilo Villarino, que se las había tenido tiesas, por ejemplo, con el ministro de Exteriores, el pequeño Albares, cuando este le negó el plácet como embajador en Moscú. Ahora las aguas bajan más plácidas y el Rey tiene instruido que conflictos con Sánchez los mínimos. Si puede ser, ninguno. Por esto, el discurso navideño va a defraudar: lo anticipa el cronista aun a riesgo de equivocarse gozosamente. Nada me satisfaría más que sucediera lo contrario; si es así, lo reconoceré con la misma fuerza. En la Casa del Rey está asumido que Sánchez, apóstol de una República Confederal que en nada recordaría a la ancestral España, no toleraría que su oponente, que lo es, se salga una micra de los pírricos cometidos que le otorga la Constitución. Ni una micra, ni un milímetro. Por eso, la cautela que algunos traducirán en pusilanimidad institucional. El Rey va a defraudar, lo que nos confirmará que, salvo los jueces y los periodistas, no hay quien plante cara, a campo abierto, a este desalmado psicópata que ha asaltado el poder.
Opinar desde fuera es un lujo. Desde dentro, es un desafío. Sobre todo, porque Felipe VI sabe, como casi todos los españoles, que ni él es el hombre, ni encarna el sistema que este sanchismo maltratador exige para España. Otra cosa es que su deseo pueda convertirse en realidad. El prestigio de la Monarquía es muy amplio, pero no nos engañemos: este es un país —lo decía Rubalcaba— que entierra muy bien. ¿O no se recuerda en la Historia cómo exilió a Alfonso XIII sin una lágrima en los ojos? ¿O cómo despidió entre llantos a Franco para diez minutos después proclamar que yo no he sido, yo no he sido? La comprensión que debe ejercerse con nuestro Rey actual deriva precisamente de esta realidad: difícilmente puede hacer más de lo que hace. Y lo que hace es verdad que resulta insuficiente. En este momento, querríamos de él un ápice más de audacia. Sin embargo, el pronóstico es que no la va a tener, al menos en esta noche de Navidad. Dicho a lo garrulo: tenemos que arar con los bueyes que tenemos. Este cronista le quisiera pedir al Rey más atrevimiento, más denuncia, más confrontación, pero comprende que no se lo pueda dar. Por eso, en esta situación de anomalía nacional que sufrimos, esta constancia es todo un infarto histórico. Una cosa es segura: el Rey lo padece igual que nosotros. Otra cosa es que lo trasluzca. Si lo hiciera, estos canallas le mandarían a galeras.
