Por qué la Navidad sí importa
«Porque ha sabido cambiar sin vaciarse de sentido. Porque sigue ofreciendo algo escaso: tiempo»

Un Belén. | Nikolai Mikhalchenko (Zuma Press)
La Navidad no celebra una idea ni un valor abstracto. Celebra un acontecimiento. Para el cristianismo, lo que irrumpe en la noche de Navidad es algo radical y profundamente desconcertante: la Encarnación. Dios no se manifiesta como poder ni como victoria, sino como fragilidad. Se hace niño. Asume el tiempo, la carne, la dependencia, la pobreza. En esa escena —un recién nacido expuesto al frío y al cuidado ajeno— se condensa una de las intuiciones más hondas de nuestra tradición cultural: que la grandeza puede habitar en lo pequeño y que la esperanza no necesita imponerse para ser verdadera.
Por eso la Navidad es, desde sus orígenes, un tiempo de recogimiento y silencio, de espera más que de conquista. La esperanza cristiana que nace en Belén no promete la supresión inmediata del dolor ni una solución mágica a la fragilidad humana, sino su redención desde dentro. Es una esperanza humilde, paciente, encarnada en un niño que no habla, que no manda, que no gobierna. Y quizá por eso, más allá de las creencias personales, la Navidad ha seguido tocando fibras profundas incluso en sociedades secularizadas: porque habla de comienzo, de posibilidad, de una luz que no niega la oscuridad, pero no se resigna a ella.
Ahora bien, si ese es el significado profundo de la Navidad, surge una pregunta inevitable: ¿por qué la celebramos como la celebramos hoy? ¿Cuándo aparecieron la mesa familiar, los regalos, el hogar como centro emocional, la infancia como protagonista indiscutible? La respuesta no está en los primeros siglos del cristianismo, ni siquiera en la Edad Media, sino en un momento mucho más reciente de nuestra historia.
Durante siglos, la Navidad fue ante todo una celebración litúrgica y comunitaria. No era una fiesta íntima ni doméstica, ni mucho menos sentimental. El calendario cristiano otorgaba mayor centralidad a la Pascua que al nacimiento de Cristo, y la vida social se organizaba en torno a la comunidad más que al hogar. La Navidad se celebraba en la iglesia, en el pueblo, en el espacio compartido. No existía la idea de la «Navidad familiar» tal y como hoy la entendemos, ni la infancia ocupaba el lugar simbólico que ahora le atribuimos.
Tampoco el intercambio de regalos era un rasgo central, ni el hogar el escenario principal de la celebración. Las sociedades preindustriales vivían de manera mucho más colectiva, y sus rituales reflejaban esa lógica. La Navidad no era un refugio emocional frente al mundo exterior; era una fecha más del calendario litúrgico, importante, pero no decisiva en términos afectivos.
El gran punto de inflexión llega en el siglo XIX, en paralelo a tres procesos decisivos: la industrialización, la consolidación de la burguesía y la redefinición de la familia como núcleo afectivo y moral. En un mundo marcado por el trabajo fabril, la movilidad, la ruptura de los vínculos tradicionales y la creciente secularización, la Navidad se transforma profundamente. El hogar sustituye a la plaza, la familia a la comunidad, y la infancia se convierte en el centro emocional de la celebración.
La Navidad empieza entonces a ser el tiempo de la pausa, del calor doméstico, de la reconciliación frente al ritmo impersonal del mundo industrial. No es casual que en ese contexto surja la idealización de la infancia, ni que se refuercen los valores del cuidado, la generosidad y la compasión. La Navidad moderna nace como respuesta cultural a la modernidad, no como simple continuidad de la tradición religiosa.
Charles Dickens desempeñó un papel decisivo en la fijación de este imaginario. A Christmas carol (Cuento de Navidad) (1843) no inventó la fiesta en sí, pero sí que le dio su forma moderna: redención moral, memoria, compasión, comunidad, segunda oportunidad. A partir de entonces, la Navidad se convirtió en un relato accesible incluso para quienes ya no vivían la fe de manera estricta. No desapareció con la secularización; se transformó para sobrevivir.
Este proceso explica uno de los fenómenos más llamativos de la cultura europea contemporánea: la resistencia de la Navidad allí donde otras festividades religiosas se diluyen o pierden relevancia. Sobrevive porque logra desplazarse del plano estrictamente doctrinal al plano simbólico sin perder del todo su origen. Sigue hablando de nacimiento, de comienzo, de esperanza, incluso cuando ya no se enuncia explícitamente en términos teológicos.
En España, este proceso fue más tardío y más condicionado por el siglo XX. Muchas de las tradiciones que hoy consideramos «de toda la vida» se consolidaron en realidad hace apenas unas décadas. La radio primero y, sobre todo, la televisión después desempeñaron un papel decisivo en la construcción de un imaginario navideño común: canciones, anuncios, retransmisiones, programas especiales, rituales compartidos. La Navidad se convirtió así en uno de los pocos momentos del año capaces de generar una experiencia colectiva transversal.
El franquismo, como otros regímenes europeos, utilizó la Navidad como elemento de cohesión simbólica, reforzando su dimensión familiar y emocional. Pero incluso al margen de su instrumentalización política, fue la sociedad de consumo la que terminó de fijar el imaginario contemporáneo: luces, escaparates, regalos, cenas ritualizadas. La Navidad se convirtió en un tiempo excepcional dentro del año ordinario.
Paradójicamente, cuanto más secular se volvió la sociedad, más se aferró a la Navidad como espacio de continuidad emocional. En un mundo acelerado, fragmentado y cambiante, la repetición del rito ofrece una sensación de permanencia. Tradición no es inmovilidad: es adaptación. Las tradiciones que sobreviven no son las que permanecen intactas, sino las que saben transformarse sin perder su núcleo simbólico.
Y ese núcleo sigue siendo, en el fondo, el mismo: el nacimiento como promesa. Incluso cuando se olvida el lenguaje de la Encarnación, la Navidad continúa girando en torno a la idea de que algo nuevo puede comenzar, de que la historia no está cerrada, de que hay una luz posible en medio del invierno. La esperanza, en la tradición cristiana, no nace de la fuerza ni del éxito, sino de la fragilidad asumida.
Por eso la Navidad no es menos auténtica por ser moderna. Lo es precisamente porque ha sabido cambiar sin vaciarse de sentido. Porque sigue ofreciendo algo escaso: tiempo, pausa, recogimiento, esperanza. Y porque, incluso cuando se banaliza o se comercializa, continúa remitiendo —a veces de forma casi inconsciente— a su origen.
Más allá de credos personales y de cambios históricos, la Navidad forma parte de ese sustrato común que ha dado forma a Europa: una cultura que aprendió a pensar la dignidad humana, la esperanza y el sentido del tiempo a partir de la imagen de un Dios hecho niño, y que, incluso cuando lo discute o lo olvida, sigue reconociéndose en él.
