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Opinión

No eres nadie si esta Navidad no te llegó la tarta de Tom Cruise

«En Hollywood no se ruega por amor ni por papeles (salvo Bette Davis); por esta tarta, sí»

No eres nadie si esta Navidad no te llegó la tarta de Tom Cruise

El actor Tom Cruise.

Todo Hollywood sabe que hay algo casi tan importante como ganar el Oscar: recibir en Navidad el regado con el que Tom Cruise te mete directamente en la lista más top de la industria. Y es un regalo sencillo, pero especial: una tarta de coco. Dicen que la mejor del mundo. Si esta Navidad te has encontrado en la puerta de tu mansión una caja blanca, refrigerada, con una tarjeta escrita a mano por el actor, enhorabuena. Si no, persevera en tu miserable carrera hacia el éxito en la Meca del cine.

Porque la famosa coconut cake de Tom Cruise no es un simple detalle navideño: es la prueba de la creación de un sistema de castas. Desde principios de los años 2000 —y de forma casi industrial desde 2008— el actor envía cada diciembre una bundt cake de Doan’s Bakery, una pastelería discreta de Woodland Hills, a su círculo elegido. El pastel es excesivo, denso, cubierto de glaseado de queso crema, chocolate blanco y una capa de coco tostado que parece diseñada para brillar bajo los focos de una alfombra roja.

No es saludable (de hecho, Henry Cavill decidió no probar bocado de semejante bomba calórica, pero al final, hasta Superman cayó en la tentación y la devoró días después), no es moderno, no es irónico. Es clásico. Como Cruise.

Los elegidos agradecen el gesto y el reconocimiento que conlleva: Kirsten Dunst ha dicho que es «el mejor pastel de coco que he probado en mi vida», y en su casa llegan dos cada año porque tanto ella como Jesse Plemons han trabajado con el actor en momentos muy especiales. Glen Powell organiza directamente una Cruise Cake Party cuando llega la caja: amigos, café y el corte ceremonial del pastel como si fuera un sacramento. Rosie O’Donnell la mostró en redes con entusiasmo casi infantil: «¡Mi Tommy me envió una tarta de coco!». Y Brooke Shields, cuando dejó misteriosamente de recibirla, pidió públicamente que la devolvieran a la lista, inaugurando el único caso documentado de alguien suplicando por Instagram para volver a recibir un pastel.

En Hollywood no se ruega por amor ni por papeles (salvo Bette Davis, la única capaz de publicar hasta un anuncio); por esta tarta, sí.

Incluso las excepciones engrandecen el mito. Cuando Jake Johnson confesó que no podía comerla por intolerancia a la lactosa, Tom no lo borró de la lista: al año siguiente le envió una casa de jengibre personalizada con los nombres de sus hijos. El mensaje es inequívoco: no es el coco; es el reconocimiento.

Ese gesto aparentemente doméstico explica mejor que cien entrevistas quién es Tom Cruise hoy. Porque no es solo un actor famoso: es un centro de gravedad de la industria, alguien que entiende que el poder, en Hollywood, se ejerce con símbolos pequeños y constantes. La tarta es una forma educada de decir «sigues contando» en un negocio que olvida rápido y castiga sin remordimientos.

Por eso no es exagerado decir que salvó a Hollywood tras la covid. Cuando los estudios dudaban, cuando el streaming parecía haber ganado la guerra y las salas estaban medio vacías, la estrella cargó con el peso de la industria y se plantó con el masivo estreno en salas de Top Gun: Maverick. Con un par. El resultado fue un fenómeno cultural: cerca de 1.500 millones de dólares en taquilla y la sensación compartida de que el cine-evento seguía vivo. No estrenó una película; restauró la fe en un negocio que presentía su agonía. Hollywood volvió a creer en sí mismo gracias a un tipo que corre, salta, conduce o lo que haga falta para conquistar al espectador, siempre sin dobles de acción, arriesgándolo todo en cada secuencia de riesgo.

Ese contexto explica el Oscar honorífico que acaba de recibir. No es un premio de consolación ni una reparación tardía. Es la Academia reconociendo que, más allá de no haber ganado nunca un Oscar por sus actuaciones (se la merecía en, al menos, Magnolia), Tom Cruise ha defendido algo más grande: el cine como experiencia colectiva. En tiempos de pantallas pequeñas y atención fragmentada, eso es casi un acto ideológico.

Su carrera es una anomalía estadística. Ha envejecido sin retirarse, ha cambiado sin diluirse y ha convertido su obsesión por el control —como actor y productor, con aliados clave como Skydance— en una ventaja estratégica. Su empeño en hacer sus propias acrobacias, colgarse de aviones, saltar de edificios o romperse huesos no es solo ego: es coherencia con una idea del cine basada en el cuerpo, el riesgo y la verdad física. Aunque ese empeño le haya costado accidentes, fracturas y más de un rodaje detenido por pánico de los aseguradores.

Claro que el mito tiene sombras. Está la cienciología, omnipresente, influyente y nunca del todo explicada. Está una vida sentimental que, desde hace décadas, alimenta rumores persistentes: relaciones que aparecen y desaparecen con precisión quirúrgica, noviazgos que parecen diseñados para apagar especulaciones sobre su orientación sexual y un hermetismo absoluto que solo aviva la curiosidad. En Hollywood se ha hablado —siempre en voz baja— de contratos, acuerdos de confidencialidad y romances estratégicos. Nada probado, todo insinuado, pero se ha convertido en una de las mayores fábricas de rumores del mundo precisamente por su empeño en controlarlo todo. Basta con repasar su último noviazgo, con Ana de Armas, que parecía más de promoción que de salida romántica.

Ay, si Penélope Cruz quisiera hablar…

A eso se suman los divorcios traumáticos, la relación inexistente con algunas ex (Kate Holmes y Nicole Kidman evitan el tema con evidente desagrado y, lo poco que han dicho, ha sido tremendo), la distancia casi fantasmagórica con su hija Suri y esas apariciones públicas que desconciertan: sonrisa congelada, energía de gurú motivacional, frases que suenan a manual de autoayuda premium. A Oprah Winfrey le montó un show que hizo historia por su desconcertante actitud, fuera de sí. Y es que su leyenda también fascina porque algo no encaja del todo. Esconde algo turbio, pero la duda le beneficia.

Y mientras otros iconos se diluyen, él prepara nuevos proyectos, incluido un giro radical en una comedia dirigida por Alejandro González Iñárritu, decidido a demostrar que todavía puede sorprender, que no se despide tras el final de Misión Imposible, al contrario, se reafirma.

Por eso la tarta importa. Porque en ese envío anual hay una declaración silenciosa de poder: Tom Cruise sigue aquí, sigue mandando, sigue eligiendo. Si esta Navidad no te llegó, no es nada personal, solo es jerárquico. Y es que no pintas nada.

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