Narbona, o cómo convertir el dolor personal en veneno colectivo
El escritor ha levantado un búnker digital impermeabilizado contra la discrepancia

El escritor Rafael Narbona. | Bigusdogus (Wikimedia Commons)
Mientras el rey Felipe VI, en la solemne víspera de Navidad, hacía un llamamiento casi desesperado a la concordia y alertaba contra la polarización como el gran disolvente de nuestra democracia, el escritor Rafael Narbona ya había pulsado el botón nuclear. Media hora antes de que el monarca pidiera abandonar el dogma y el ruido, Narbona tuiteaba su particular mensaje navideño. No pedía paz, ni pan, ni siquiera salud; pedía un agujero negro. Su sueño húmedo, confesado ante la plaza pública digital, consistía en meter a todos los «fachas» —categoría taxonómica donde el escritor incluye a cualquiera que no comulgue con su catecismo— en una nave espacial para que se «espaguetizaran» al traspasar el horizonte de sucesos.
Resulta enternecedor que el autor de manuales sobre la felicidad y el amor (tomos que se han vendido muy bien, por cierto) dedique la Nochebuena a fantasear con un genocidio cósmico. Narbona, que se vende como un repartidor de bondad, termina siempre enseñando la patita de inquisidor. Su condena a muerte de media humanidad llevaba aparejada la felicitación a las «personas de buena voluntad». Aunque cabe la sospecha de que ni siquiera pretenda salvar a su propia parroquia, a esa que tanto jalea sus exabruptos; uno intuye que, en el arca de Noé de Narbona, el único pasajero con billete asegurado es su propio ego.
El caso de Rafael Narbona es el síntoma perfecto de una España que ha decidido sustituir el diván por Twitter. Hijo de Rafael Narbona Fernández de Cueto, un prohombre que se movió con soltura por las moquetas del régimen —de El Alcázar a la vicepresidencia del Banco Exterior—, el vástago parece haber decidido expiar los pecados paternos mediante una sobreactuación antifascista. Es un complejo de Edipo mal resuelto que pagamos los demás. Cuanto más se integró el padre en la maquinaria franquista, con más ahínco desea el hijo que se mueran las personas que él etiqueta de nazis para poder odiarlos sin remordimientos.
Narbona afirma que «odiar es un pasaporte a la infelicidad», una frase que parece sacada de una galleta de la fortuna y que él mismo desmiente cada vez que aporrea la tecla. Quien escribió en 2009 aquel manifiesto bilioso que comenzaba con un «Odio a este puto país» describiendo a España como un cementerio de caspa y tortura no es un observador de la realidad, sino un prisionero de su propia amargura. Su tragedia no es política, es vital. Se queja de la soledad, de la falta de familia, de la desafección de los hermanos, y convierte su aislamiento en una medalla al mérito civil, como si estar solo fuera la prueba irrefutable de tener razón. Pero la soledad de Narbona no es la del genio incomprendido; es la del que ha tapiado las ventanas para que no entre la luz de la discrepancia.
Es cierto que el propio escritor ha narrado con una crudeza encomiable su batalla contra el trastorno bipolar. Hay un dolor genuino en sus relatos sobre la enfermedad mental, y cualquiera con un gramo de empatía —esa que él niega a sus adversarios— debería sentir compasión por el sufrimiento mental. Sin embargo, una cosa es el diagnóstico clínico y otra la impunidad ética. La enfermedad explica el funambulismo emocional, pero no justifica la maldad destilada. No es la química cerebral la que te lleva a desear que muera medio planeta o a llamar asesinos a Ayuso, a Mazón o a Aznar; es el sectarismo.
El escritor ha levantado un búnker digital impermeabilizado contra la discrepancia, manteniendo su atmósfera viciada a salvo de cualquier ventilación que pueda traer ideas nuevas, ideas incómodas. Decidió hace tiempo cerrar las ventanas. Desde esa cámara de eco, desde esa soledad autoimpuesta, llora muy fuerte porque el mundo no le abraza, confundiendo el aislamiento del censor con el del incomprendido. Narbona cree encarnar la Resistencia, pero solo es el apóstol amargo de la discordia, la prueba viviente del fracaso de la convivencia que denunció Felipe VI.
Si tras décadas de lecturas y escritura su conclusión intelectual es que la mitad de sus compatriotas merecen ser triturados dentro de un agujero negro, entonces Narbona no ha aprendido nada. Ha tirado su biblioteca a la basura. Al final, su «buena voluntad» no es más que una trinchera desde la que disparar a todo lo que se mueve: políticos, periodistas, escritores… A cualquiera que se aleje del camino del bien. Lo mejor sería dejarle solo con sus fantasmas, que ya son bastantes, pero conviene señalarlo no por inquina, sino como advertencia: el odio disfrazado de virtud es la peor de las ponzoñas. Ojalá algún día encuentre la paz que niega a los demás.
