La sonrisa de Baltasar
Dicen que escribir la carta a los Reyes es un momento mágico para un niño. Para mí era una tortura…
Amazon lo inventaron los niños. Concretamente, Amazon lo inventaron los niños haciendo la carta a los Reyes. Esa lista de deseos materiales, esos pedidos impulsivos a Asia que te llegan sin moverte de tu casa es una carta a los Reyes en toda regla, así que Jeff Bezos debería pagarnos derechos a todos.
Dicen que escribir la carta a los Reyes es un momento mágico para un niño. Para mí era una tortura. Nunca he sido buena comercial en general ni buena comercial de mí misma en particular, así que todas mis cartas empezaban con: «Queridos Reyes Magos: este año me he portado regular». Tenía muy claro que eso no era un buen arranque, pero también estaba convencida de que era absurdo maquillar nada porque a los Reyes Magos no los iba a engañar una niña de Cuenca.
Nunca he sido buena comercial en general ni buena comercial de mí misma en particular, así que todas mis cartas empezaban con: «Queridos Reyes Magos: este año me he portado regular»
Como tiendo a ponerle muchos neones a mis carencias y a mimar poco mis virtudes, ahí estaba yo, redactando aquella carta con la poca fe del que aplica a una oferta de trabajo para la que no se ve preparado. No era muy optimista, pero ser hija de familia numerosa me había enseñado que en la vida quien no llora, no mama. Así que había que intentarlo.
Para ahorrarles trabajo a los Reyes, ordenaba mis regalos por gamas. Prefería dejarles claro que todo no me hacía la misma ilusión y, de paso, iniciaba una negociación implícita. Era mi manera de decirles que yo voy a pedir oro, pero también les comentaba que me gusta el incienso y la mirra, incluso el carbón si era dulce. Primero les solía pedir la bici, la videoconsola o el futbolín y se los subrayaba con los colores que yo consideraba más bonitos. Luego enumeraba regalos de gama media: los Pinypon o juegos de mesa. Utilizaba una letra más sobria pero colorida, que notasen que mi ánimo había decaído, pero no del todo. Por último, les pedía con menos ilusión y colores más apagados ropa para mis muñecos, algún cuento o un estuche con rotuladores. Para estas sugerencias tenía peor letra y apretaba menos el lápiz. Estaba convencida de que si mis abuelos llevaban gafas para leer, los Reyes, teniendo miles de años, andarían bien surtidos de dioptrías y pasarían esos regalos por alto.
Por si acaso a los Reyes se les ocurría dejarme sin regalos o surgía algún imprevisto, les decía muy elegantemente que en España se considera de mala educación venir a una casa con las manos vacías: «Si no encontráis lo que os he pedido, me podéis traer lo que queráis, porque como vosotros me vigiláis, sabréis lo que me gusta». Para mí, los Reyes Magos eran las cookies.
Lo que encontraba divertido era el momento de documentarme antes de redactar la carta. Esas tardes con mis hermanos y mis primos delante de la tele de mis abuelos viendo minutos y minutos de anuncios de juguetes era estar en el Gran Bazar. En el momento en que empezaba la publicidad, nos desbocábamos. Nos abalanzábamos a la tele al grito de «¡me lo pido!». Compulsivamente. A lo loco. Pensábamos que era una rifa: sólo hay uno y se lo lleva quien lo toque. Nos enfadábamos y peleábamos con quien se pedía aquello que queríamos nosotros. Vivíamos en la sección de oportunidades de El Corte Inglés, duelo a muerte por un zarrio.
Sin duda, lo mejor de todo era la tarde del 5 de enero. No me cuadraba nada ver a los Reyes tan bien vestidos en la cabalgata de la tele y que en mi pueblo siempre les asomase un chándal debajo de la capa, pero tampoco me iba a poner exigente con el dress code de quien se ha cruzado el mundo en camello para traerme juguetes. Así que bloqueaba ese pensamiento argumentándome que yo también vestía chándal en Horcajo y me ponía más guapa cuando iba con mis padres a Madrid.
Desde que yo recuerdo, los Reyes se paseaban por mi pueblo en remolques agrícolas con luces y espumillón tirados por tractores. Era el momento más bonito del año. Antes de lanzarme al suelo a recoger caramelos, buscaba la cara de Baltasar, que era mi Rey favorito. «Si me sonríe, me trae lo que he pedido», pensaba. Y Baltasar sonreía siempre.