Por qué nos tienen que matar los toros en los encierros
«Superar voluntariamente y por puro placer el instinto de supervivencia constituye un signo de sofisticación. Poner la vida en juego por amor a la vida»
El 13 de julio de 1995 vimos morir a Mathew Peter Tassio en el encierro de Pamplona. La manada de Torrestrella nos había adelantado en la cuesta de Santo Domingo dejando tras de sí una estela de calor, de polvo y de olor a toro. Un poco más allá, cuando el encierro entraba en la plaza del Ayuntamiento, escuchamos el grito sobresaltado del público y supimos que había habido una cogida. Al pasar por allí un buen rato después, los sanitarios atendían a un herido. Pensamos que no sería grave, pues habían tardado en trasladarlo. Entre la gente se apareció Mathew tumbado boca arriba, levantada la camiseta que dejaba ver su abdomen ensangrentado, mirando el cielo de la Plaza del Ayuntamiento en el que, unos días antes, había estallado la fiesta.
Sobre él, una chica de las asistencias intentaba contener lo incontenible. Cuando ella levantó la mirada, nos dimos cuenta de que estaba llorando y, en ese momento, caímos en la cuenta de que el chico había muerto. O estaba muriendo. Las secuencias que definen la vida de un hombre son a veces tan sencillas. Mathew Peter Tassio había vivido una existencia modesta en un pequeño pueblo de Illinois. Al terminar sus estudios, había conseguido su primer trabajo en una empresa de telecomunicaciones, había viajado con unos amigos a ver el mundo, había corrido su primer encierro en los sanfermines, había tropezado, se había incorporado en la cara de la manada, Castellano le había partido la aorta y había muerto delante de nosotros. Todo el día anduvimos arrastrando los pies que habían pisado su sangre. Por la tarde, en el tendido de Sol, detenido el paseíllo sobre la arena de Pamplona, sorprendidos los caballos de picar ante aquella quietud sobrevenida, una trompeta interpretó el toque de Silencio de los funerales de los militares de los EEUU. Después, cantamos como nunca, bebimos, comimos, bailamos y reímos en su memoria.
La gente anda a vueltas con la escandalera de que este año en la Comunidad Valenciana han muerto siete personas por asta de toro. El año pasado, fallecieron 46 ahogadas en esa misma región. No sé si son muchas o pocas. El sobrepeso, la falta de deporte o su exceso se llevan por delante a tanta gente… La contaminación, el estrés, trabajar demasiado, beber demasiado, ponerle los cuernos a tu mujer y no conciliar el sueño por la mala conciencia crean las condiciones perfectas para sentir un pinchazo en el pecho en ese hotel de Zurich al que viajas tres veces al mes por motivos de trabajo. Teclear mientras conduces, no salir a andar, no reír con los amigos, dejar que se te agríe el carácter o siquiera intentar alcanzar de puntillas en la bañera la toalla que te dejaste en el lavabo constituyen una serie de condiciones a las que llamamos mala suerte. Te puede tocar.
Ando escuchando que los muertos de los encierros se lo han buscado. Sobre este asunto se ciernen dos paradojas. La de más allá consiste en que los que más piden el final de los encierros para evitar la muerte de otro corredor más son algunos de los animalistas que de normal andan deseando que nos atraviese un toro. Si me hubieran pegado todas las cornadas que me han deseado, ahora sería un queso gruyère.
La segunda consiste en que la muerte en el encierro es un accidente y al tiempo, no lo es. Uno no se va a nadar o conduce por una carretera secundaria para acercarse a la muerte lo máximo posible, pero eso es exactamente de lo que trata un encierro donde el triunfo se sustenta en salir vivo solo en la medida en que se podría salir muerto. Hablamos de una metáfora perfecta de la vida en la que la felicidad incluye la consciencia de la posibilidad de la desgracia. Vivir sabiendo que al segundo puedes estar muerto es vivir; lo demás es esperar al viernes y creernos el cuento de que siempre seremos guapos, jóvenes, tendremos pelo, correremos la media maratón en menos de dos horas y asumir el resto de la chatarra de los memes color pastel.
«En la Estafeta y en la consulta del médico esperan el miedo y el infortunio, sombras de una luz que hace posible el milagro de la alegría y de la fiesta»
No, no siempre serás joven, estás a un volantazo de la eternidad y lo importante del golpe es levantarse aunque dependiendo de cómo sea el golpe. Hay golpes de los que uno no se levanta, y más vale que lo sepas o echarás tu vida por el agujero del váter. En la Estafeta y en la consulta del médico esperan el miedo y el infortunio, sombras de una luz que hace posible el milagro de la alegría y de la fiesta. La noción de la muerte ha hecho trascender al hombre. Claro que nadie quiere que muera nadie, mucho menos uno mismo, pero los toros nos tienen que matar para que vivamos cada día como si fuera el último o el primero: que elija cada uno.
A cada muerto nos dicen que somos gente primitiva. Muy al contrario, superar voluntariamente y por puro placer el instinto de supervivencia constituye un signo de sofisticación de nuestra especie: poner la vida en juego por amor a la vida. Julen Madina, uno de los mayores corredores de la historia del encierro, me dijo que corríamos para sentirnos vivos. Un año después, a Julen lo mató una ola en la orilla de la playa de la Zurriola en San Sebastián.
Como el otro día me echó mano un torillo en San Sebastián de los Reyes, llamé a mi amigo Fernando Ardura, dueño de uno de los mejores pares de piernas de la historia del encierro. Fernando tiene 78 años y, al decirle que había salido ileso del lance, me respondió: «Estarás contento porque lo habrás visto cerca [al toro]». Y lo estaba. Fernando, que en su día fue legionario, me contó que los mejores días de su vida eran aquellos en los que el toro lo había cogido y no le había herido demasiado, pues pasaba el día festejando como yo mismo festejaba, en brazos de la adrenalina, el desinfectante, los antiinflamatorios y el recuerdo vivísimo de la testuz rizada del animal detrás de mi muslo. «Supongo que la adrenalina existe -puntualizó mi querido amigo-, pero yo no sé de adrenalina: yo sé de la alegría interior que siente un hombre».
Hace medio siglo, en un encierro en Sangüesa, Fernando vio cómo un toro cogía a un amigo estadounidense y le abría el vientre. Cuando llegó a donde él, el herido palpaba el suelo buscando: «Las gafas, las gafas…» «Aquí están», le dijo. Fernando le metió las gafas en el bolsillo de la camisa, le recogió las tripas esparcidas y lo tomó en brazos. Cuando el corneado se dio cuenta de la dimensión de la cogida, le rogó con su acento gringo: «Fernando: no me quiero morir», y Fernando le respondió: «Chico, eso hay que pensarlo antes».
Quién va a querer morirse. Menuda tontería. Los corredores construimos las razones más extrañas para convencernos de que estamos haciendo lo correcto, pero en el fondo sabemos que si nos llega la hora, nos sentiremos unos idiotas y quizás lo seamos. Supongo que hay un momento en que todos los muertos, los de los toros y los demás, caen en la cuenta de que, de alguna manera, podrían haber vivido más. Quién no ha desperdiciado una vida. Al amigo de Fernando le dio la extremaunción un cura que le esperaba en la puerta de las urgencias del hospital de Navarra, pero terminó por salvarse, tanto que por la cornada se libró de montarse su avión de vuelta a casa, un aparato de Spantax que se estrelló camino de Nueva York. El toro, que había estado a punto de matarlo, le había salvado la vida.