Mi hijo se ha autodeterminado torero
«El juego del toro y el hombre es natural en los niños, dispuestos a teatralizar el riesgo ante la amenaza de lo incierto»
A sus tres años, mi hijo Javier se ha autodeterminado torero. El otro día, una agente de la policía municipal le dijo, cariñosa: «Eres guapo», y él respondió «Soy torero». Javier es un niño como de antes, aunque no sabemos de antes de qué. Es un niño literario en todo caso; ayer hizo pis desde el balcón del apartamento de vacaciones como aquel niño niño de Camilo José Cela que orinaba desde el tejado en Viaje a la Alcarria.
Un buen día, no hace mucho, Javier abrió el cajón de la cocina, tomó un trapo blanco con cuadros azules, estiró los brazos, extendió en el aire el cuadrado de tela sucia, vieja y algo quemada, y dijo: «capote». Empezó a llevarlo con él a todas partes y donde fuera lo desplegaba y ejecutaba capotazos mostrencos como si hubiera conocido el toreo de oídas. Cómo iba a saber torear bien, si ni siquiera sabía hablar.
Yo no le decía mucho. Acaso, si me miraba después del capotazo, le jaleaba: «Biennn», y él se sonreía. Otras veces, salía de las series circunspecto, agotado, vaciado, habitando la nada como un pequeño torero nihilista. De pronto, se quedaba más quieto que la puñeta, absorto en la faena que en su imaginación sucedía y en las cosas que pasaban alrededor de él, sin verse. Sólo después de un rato mirando algo que solo él estaba viendo, movía una pierna de un golpe seco, pegaba un zapatillazo y decía ‘jé’, citando un toro que vivía en su magnífica cabeza hecha de sueños y de imaginaciones.
Por las noches, dormía abrazado a su capotillo de trapo como un maletilla con pañales y, al despertar, regresaba al ruedo de la casa y echaba allí el día entre lances y carreras. A veces triunfaba y sonreía al personal, y otras tiraba el capote al aire y quedaba inerte en el suelo durante un tiempo tras el que explicaba con lengua de trapo: «Mamá: ese toro me ha matado».
Decidí comprarle una muletita y un capote en la tienda de Zings de la Calle Alcalá al lado de Las Ventas, el local de souvenirs que los antitaurinos pretendían destrozar y que se convirtió en reserva espiritual de la libertad y de tantas cosas. «Vengo a por un capote y una muleta para un niño de tres años», dije y, al verme diciéndolo, recorrí una extraña memoria del amor en la que estaban sin estar mi abuelo, mi padre, el niño Adrián, yo mismo, el propio Javier y el dueño de la tienda.
Desde entonces, Javier no hace otra cosa que torear. Despliega la muletilla ahí donde le quieran mirar, en la iglesia de la boda de su tía Marta, en los sanfermines, en la playa, en el súper en el que cita con el medio pecho un montón de sandías ante la mirada horrorizada de la pobre dependienta a la que presumo pidiendo las sales por animalista, antitaurina y contraria a ofrecer a un hijo a la metáfora salvaje de la tauromaquia, que es la representación de la muerte misma.
Algunos en el tanatorio les dicen a sus hijos que el abuelito está dormido y son libres de hacerlo, pues en esto de educar cada uno lo hace como buenamente sabe. Una tarde en la plaza, Paloma, la mediana, se me volvió muy seria con los ojos muy abiertos y me dijo: «Papá: el toro te mata para siempre», y me pareció una manera preciosa de acercarse al concepto de lo definitivo.
En realidad, el juego del toro y el hombre que ya pintó Goya es natural en los niños siempre dispuestos a teatralizar el riesgo, el arrojo y la posibilidad de la belleza ante la amenaza de lo incierto que, de momento, solo alcanzan a imaginar. El juego del toro es una manera de comprender el mundo como cualquier otra, a través de lo lúdico y del traspaso entre generaciones de una idea del mundo.
Sin saberlo, Javier ensaya para el día en el que le llegue el toro de la vida y, cuando se vea delante del de las patas negras, el de verdad, digo, el de las barbas y los ojos brillantes de azabache, cuando se enfrente al infortunio, la desgracia y la tragedia que le toque, ay, sepa que se pueden clavar los talones en el suelo, citar con un trapillo rojo, y concebir la belleza, pese a todo.