Por qué, a pesar del calor, a nuestro cerebro le gusta el verano
El verano aporta numerosos beneficios al organismo, y todo lo que sea bueno para el cuerpo es bueno para el cerebro
Decía la escritora estadounidense Ursula K. Le Guin que «cuando enciendes una vela, también proyectas una sombra». Es decir, de todo existen dos polos opuestos, el yin y el yang, y precisamente de esa dicotomía surge el equilibrio.
Cuando el calor aprieta, el equilibrio de temperaturas se mantiene gracias a la termorregulación. Pero por más que se esfuerce el hipotálamo, la región del cerebro encargada de mantenernos todo el año a una temperatura constante, cuando el cuerpo alcanza temperaturas por encima de los 40 grados no hay manera de resistir. Y el calor acaba teniendo efectos negativos en el sistema nervioso.
Evidentemente, una de las partes más sensibles al calor extremo es el cerebro. La pérdida de sales y líquidos puede hacernos sufrir agotamiento, mareos, náuseas y sudoración excesiva. O estrés térmico, que disminuye el estado de alerta, la memoria o la coordinación motora. Por no hablar de las alteraciones del sueño, que además de cansancio y somnolencia diurna nos deleitan con un maravilloso estado de irritabilidad. En el peor de los casos podemos sufrir un golpe de calor, y aquí la cosa ya se pone seria, porque nos puede matar.
Este es el yin del verano. Pero ¿hay yang? ¿Podemos encontrar algo positivo en la llegada de los meses cálidos? Tiene que haberlo, porque si no, no habría equilibrio. El verano aporta numerosos beneficios a nuestro organismo, y todo lo que sea bueno para el cuerpo es bueno para el cerebro.
Más animados con el aumento de la serotonina
El verano trae más horas de luz, y eso significa mayor producción de serotonina, el neurotransmisor que permite que determinadas neuronas se comuniquen entre sí. El resultado de esa comunicación es muy variado, puesto que la serotonina influye en los estados de ánimo, el aprendizaje, la memoria, la regulación de la temperatura corporal, el sueño, el comportamiento sexual o el hambre. Con esta variedad de funciones es lógico pensar que cantidades anómalas de este neurotransmisor puedan provocar alteraciones.
Por ejemplo, bajos niveles de serotonina se asocian con depresión, ansiedad, problemas para dormir, trastorno obsesivo-compulsivo, esquizofrenia o distintas fobias. Y cuando circula en demasía encontramos temblores, sudoración excesiva, confusión, inquietud, presión arterial elevada o espasmos.
Por eso, quedémonos con las palabras de Aristóteles: «En el término medio está la virtud». Y es que, en su justa medida, la serotonina influye positivamente en nuestro estado de ánimo. Aquí es donde entra en juego el verano, puesto que la luz solar promueve la unión de este neurotransmisor (como una llave) con su receptor 5-HT1A (la cerradura) en las regiones cerebrales que controlan las emociones. Y de esta manera, mejora nuestro estado de ánimo. No en vano es una de las llamadas «moléculas de la felicidad».
Tomar el sol (con precaución) también beneficia al cerebro
Pero no sólo de serotonina vive el ser humano: la luz solar también acarrea otros beneficios. Por ejemplo, estimula la producción de vitamina D, que entre otras cosas mejora la salud neuronal y previene las enfermedades neurodegenerativas.
Cuando la luz del sol incide sobre nuestra piel, los queratinocitos (las células más abundantes de la epidermis) producen este compuesto, necesario para el correcto funcionamiento del cerebro. Y como al final todo está relacionado, la vitamina D generada en la piel por acción de la luz solar también aumenta los niveles del precursor y transportador de serotonina. O, dicho de otra manera, la vitamina D promueve la formación de serotonina.
En este punto es conveniente recordar dos cosas. La primera, que para que la piel produzca vitamina D es necesario exponerse a la luz solar directamente. Es decir, si estamos en casa con la ventana cerrada, no estimulará su producción. En segundo lugar, aunque el uso de cremas solares disminuye la producción de vitamina D, tomar el sol sin protección promueve la aparición de cáncer de piel. Recordemos que para activar la síntesis de vitamina D, con quince minutos es suficiente.
Cercanía al mar, garantía de felicidad
Otra de las alegrías que nos trae el verano son las piscinas y el mar, y con ellos la natación. Esta completa actividad no solo nos aporta beneficios físicos, sino también mentales: contribuye a luchar contra el estrés oxidativo y los radicales libres, estimulando nuestro sistema inmunitario y mejorando nuestra capacidad cognitiva y la memoria.
Si nadar es bueno, imagínense hacerlo en el mar, que produce efectos positivos sobre el sistema inmune, cardiovascular y estado de ánimo. Porque el mar es sinónimo de vacaciones, para nuestro cuerpo y nuestra mente.
En las grandes ciudades vivimos rodeados de un caos de estímulos que sobreexcitan nuestro cerebro. Por contra, pasar tiempo cerca del océano puede ayudarnos a relajarnos y a reducir los niveles de estrés y ansiedad. El sonido de las olas, la brisa marina y el color de las aguas tienen un efecto relajante que disminuye los niveles de cortisol y la actividad nerviosa simpática. Estar junto al mar aumenta la secreción de serotonina y endorfinas, que producen sensación de felicidad y tranquilidad.
En resumen, a nuestro cerebro le gusta el verano, también quizá porque promueve una conexión social que aporta enormes beneficios a nuestra salud mental.
Aún queda estío por delante, así que, como dice la canción, «Let the sunshine, let the sunshine in, the sunshine in…».
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Sobre el autor:
Investigador científico en enfermedades neurodegenerativas y Profesor de la Facultad de Medicina, Universidad Complutense de Madrid