200 años del primer dinosaurio
Desde su descubrimiento, en promedio, cada dos semanas una nueva especie se suma a las casi 2000 conocidas
Hace exactamente dos siglos, mientras el poeta Lord Byron languidecía y el continente americano se fracturaba en naciones soberanas y recién independizadas, nació una obsesión, un fenómeno cultural inagotable: la dinomanía. Fue por entonces, en febrero de 1824, cuando el naturalista y teólogo inglés William Buckland realizó la primera descripción científica de un dinosaurio: aquella mandíbula y enormes extremidades desenterradas en los siglos XVII y XVIII en una cantera cerca de Oxford, al sur de Inglaterra, no eran los restos de gigantes, dragones, grifos y otras de criaturas mitológicas como se especuló durante miles de años cada vez se encontraban materiales similares. Eran, más bien, fragmentos de un gran reptil. En las páginas de la revista de la Sociedad Geológica de Londres, este clérigo lo llamó Megalosaurus —justamente «gran reptil»— casi 20 años antes de que el biólogo Richard Owen acuñara en 1842 la palabra «dinosaurio».
Fue el despegue. En una época en la que se pensaba que la extinción era una idea descabellada, estas criaturas maravillosas capturaron la imaginación del público con mucha más fuerza que otros animales desaparecidos. Fue un enamoramiento inmediato: en 1852, el escritor Charles Dickens mencionó al Megalosaurus en el primer párrafo de su novela Bleak House y en 1854 el escultor Benjamin Waterhouse Hawkins creó varias estatuas enormes de animales prehistóricos —incluido este depredador de 6 metros de largo que, como se supo tiempo después, vivió hace 166 millones de años— para los jardines del Crystal Palace en Londres.
Además de gestar una industria millonaria —promovida por infinitas películas, documentales, juguetes, parques de atracciones, libros, o destinos turísticos—, este grupo de animales de todos los tamaños y formas conquistaron todos los continentes y constituyen un gran enigma científico, un misterio en pleno auge. Como repiten los paleontólogos, vivimos en la edad de oro del estudio de los dinosaurios.
En todas partes del mundo se están descubriendo nuevos fósiles a un ritmo asombroso. En promedio, cada dos semanas una nueva especie se suma a las casi 2000 conocidas. «La paleontología aún es un campo en el que realizamos continuamente nuevos hallazgos», dice el paleontólogo Steve Brusatte de Universidad de Edimburgo y autor de Auge y caída de los dinosau rios: La nueva historia de un mundo perdido. «Nunca puedes predecir lo que vas a encontrar».
Un estudio estimó que se habían encontrado menos del 30% de todos los dinosaurios no aviares y que aumentar el recuento hasta el 90% requeriría más de un siglo de exploración. Es decir, la mayoría de las especies aún no se han descubierto. «Estudiar dinosaurios es como tratar de armar un rompecabezas de mil piezas pero contar solo con diez», cuenta a SINC la paleontóloga argentina Ariana Paulina Carabajal. «Cada hallazgo es una nueva pieza que nos ayuda a tener una imagen un poco más clara».
La fascinación por los dinosaurios no se acaba. Científicos quieren saber cómo vivían, qué hacían, cómo nacían, de qué color eran, qué sonidos hacían, cómo morían, por qué desaparecieron. Nuestra comprensión de estos animales ha avanzado mucho en los últimos dos siglos. Hoy sabemos que ciertos dinosaurios se movían en manadas. Algunos tenían parásitos en los huesos y en los intestinos, cáncer y tumores, marcas de mordeduras y rasguños, trastornos del desarrollo, fracturas, amputaciones. Los dinosaurios podrían haber contraído malaria y otras enfermedades transmitidas por insectos.
«Mediante tomografías computadas, confirmamos que miembros de los abelisáuridos, un familia de depredadores de América del Sur, presentaban enfermedades congénitas de desarrollo y marcas de mordiscos con infecciones», revela el paleontólogo italiano Mattia Baiano, investigador del Museo Municipal Ernesto Bachmann en Neuquén, Argentina, autor de un artículo sobre el tema publicado recientemente en BMC Ecology and Evolution. «Estudiar estas enfermedades abre una ventana para conocer más sobre la biología de estos animales».
Una carrera hacia grandes hallazgos
Desde el siglo XIX, el interés por los dinosaurios fue tal que impulsó en el oeste estadounidense duras competencias entre cazadores de fósiles, ávidos de celebridad y riquezas. «La élite industrial de Estados Unidos se apresuró a abrazar a los dinosaurios como las criaturas extintas más emblemáticas de su nación», señala el historiador Lukas Rieppel en su libro Assembling the Dinosaur: Fossil Hunters, Tycoons, and the Making of a Spectacle. «Como resultado, estos animales llegaron a simbolizar el poder económico del país, ofreciendo prueba material de su historia excepcional y su extraordinaria promesa».
Así, el hallazgo de los primeros fósiles de Tyrannosaurus rex en Montana fue celebrado como un triunfo comercial y político más que científico. En su primer reportaje sobre este icónico depredador publicado en 1905, The New York Times lo describió como «el animal de combate más formidable del que haya registros», «el rey de todos los reyes en el dominio de la vida animal», «el caudillo absoluto de la tierra», un «devorador de hombres de la jungla», «el señor absoluto de la guerra de su época hace 8.000.000 de años», lo cual expone lo poco se sabía a comienzos del siglo XX.
Tras un impasse provocado por la depresión económica de 1930 y dos guerras mundiales, la paleontología de dinosaurios renació. En especial, gracias a un investigador que cambió la imagen de estos animales para siempre: en 1964, el científico John Ostrom cuestionó la creencia generalizada de que los dinosaurios eran especies de movimientos lentos, pesados, que arrastraban la cola como cocodrilos. El hallazgo de un pequeño depredador bípedo al que llamó Deinonychus lo llevó a proponer que muchos dinosaurios habían sido ágiles, inteligentes, capaces de cazar en grupo.
«Cada descubrimiento trae consigo nuevas preguntas», explica la paleontóloga Cecilia Apaldetti de la Universidad Nacional de San Juan, quien investiga algunas de las especies más antiguas de dinosaurios en el Parque Provincial Ischigualasto. «Los enigmas que tenemos están en constante cambio».
En 1980, por ejemplo, el geólogo Walter Álvarez y su padre, el físico Luis Álvarez, plantearon una hipótesis audaz: el impacto de un asteroide habría causado la muerte de la mayoría de estos animales hace 66 millones de años. Recién en los noventa, se confirmó que el cráter dejado por este asteroide —conocido como Chicxulub, que tenía entre 10 y 15 kilómetros de diámetro— yacía bajo la costa de Yucatán, en México. Si bien la colisión fue devastadora, varios científicos piensan que seis familias principales de dinosaurios ya estaban en declive en los 10 millones de años anteriores al gran impacto.
Pero, pese a lo que muchos creen, el asteroide Chicxulub no aniquiló a todos estos animales. Algunos grupos de depredadores o terópodos —que incluyen al imponente T. rex y el Velociraptor— sobrevivieron. Su tamaño corporal disminuyó gradualmente, una tendencia que, junto con muchos otros cambios en sus esqueletos, condujo finalmente a la aparición de las aves. Tras años de controversias, el descubrimiento del primer dinosaurio emplumado en el noreste de China en 1996 (Sinosauropteryx prima), concluyó el debate: «Durante mucho tiempo se había pensado que los dinosaurios eran un grupo evolutivo sin salida», recuerda el paleontólogo canadiense Philip Currie. «Hoy la mayoría de los biólogos y paleontólogos reconocen que las aves modernas son descendientes directas de los dinosaurios».
Misterios sin resolver
Los dinosaurios constituyen un fenómeno cultural complejo. Su popularidad actual adopta varias formas. Por un lado, al transmitir la emoción del peligro sin representar una amenaza real, fascinan a niños y niñas e inspiran vocaciones científicas, al mismo tiempo que nos incitan a imaginar un mundo sin nosotros y a presagiar las posibilidades de nuestra extinción. Y por el otro, sus esqueletos se han convertido en artículos de lujo: constituyen un negocio que ha engendrado un voraz mercado negro con caza furtiva de fósiles, contrabando ilegal y polémicas subastas visitadas por millonarios ansiosos por colocar el esqueleto de un Triceratops o un Gorgosaurus en el vestíbulo de una de sus mansiones.
Y no solo eso. Los dinosaurios también incitan roces diplomáticos, como el causado por los restos del pequeño Ubirajara jubatus, llevado irregularmente a Alemania en 1995 y devuelto a Brasil en 2023, tras la presión de paleontólogos sudamericanos.
Aunque muchos científicos despotriquen por sus exageraciones y errores anatómicos, la saga de Jurassic Park —cuya séptima entrega ya tiene fecha de estreno: 2 de julio de 2025— ocupa un puesto importante en los dos siglos de dinosaurios. El libro de Michael Crichton —llevado al cine en 1993 por Steven Spielberg— encendió la imaginación de la audiencia, pero también inyectó fondos en la paleontología. «La saga Jurassic Park ha hecho más por la ciencia que muchos gobiernos», dijo una vez el paleontólogo español José Luis Sanz, autor de Dinosaurios y otros animales: paleontología y su impacto en la cultura popular.
La dinomanía lanzó una nueva generación de paleontólogos, que, más allá del marketing que rodea y alienta este campo -al fin y al cabo, depredadores enormes como el T. rex, Spinosaurus y el Giganotosaurus o titanosaurios descomunales de la talla del Patagotitan y el Garumbatitan simbolizan poder—, enfrentan los misterios. Como destaca la paleontóloga Andrea Arcucci, no hay certezas absolutas sobre estos organismos; las inferencias siempre son provisorias.
«Uno de los grandes obstáculos en el estudio de los dinosaurios es no tener análogos más cercanos actuales con qué comparar su biología», indica esta investigadora de la Universidad Nacional de San Luis. «Están las aves y los reptiles vivientes pero la diversidad genética y fisiológica es muy grande».
A esto se le suma otro obstáculo: la gran mayoría de los organismos que han vivido en el planeta no dejaron rastro, no se convirtieron en fósiles. Fueron consumidos, descompuestos. «El número de especies de dinosaurios recuperadas nunca será más que una fracción minúscula del número de especies que debieron haber existido», se lamenta Currie.
A dos siglos de su primera descripción científica, hay tantas preguntas como respuestas. «Aún estamos muy lejos de comprender las razones evolutivas, genéticas y ecológicas que expliquen por qué crecieron tanto», confiesa el paleontólogo Fernando Novas, del Museo Argentino de Ciencias Naturales, en Buenos Aires. «Esta tendencia a un aumento desmesurado del tamaño corporal no se volvió a repetir en la historia natural».
A otros científicos, en cambio, les gustaría conocer más sobre sus comportamientos sociales, incluso las interacciones entre distintas especies. «Que se hayan fosilizado en el mismo sitio muchos restos no implica directamente gregarismo o que hayan vivido en manadas», sostiene el paleontólogo Juan Ignacio Canale del Museo Paleontológico «Ernesto Bachmann» en la provincia argentina de Neuquén. «Otras preguntas importantes aun sin respuesta incluyen las extinciones parciales de ciertos grupos. Se ha trabajado mucho sobre la gran extinción hace 66 millones de años, pero se han producido otras extinciones parciales de las cuales hay pocas evidencias. Por ejemplo, hace unos 90 millones de años desaparecieron varios linajes de dinosaurios en América del Sur, como grupos de herbívoros de cuello largo y feroces depredadores de la familia de los carcarodontosáuridos, como Giganotosaurus y Meraxes».
Si bien saben que nunca conocerán todas las especies de dinosaurios que existieron, la riqueza paleontológica de países como Argentina, Mongolia, Estados Unidos, China y regiones de España y Brasil incita a muchos científicos a salir año tras año al campo a buscar más y nuevos fósiles. Y también a examinarlos con nuevos ojos a partir de avances tecnológicos: tomógrafos permiten el estudio de cavidades y estructuras internas como el cerebro o cavidades neumáticas de estos animales; aceleradores de partículas revelan al detalle el interior de huevos fosilizados; potentes microscopios electrónicos exponen el ritmo de crecimiento de las distintas especies e incluso la edad que tenían al morir. Por ejemplo, se estima que la vida promedio de un T. rex era de solo 20 años.
«Buscamos entender cada detalle de su modo de vida», asegura el paleontólogo Sebastián Apesteguía, de la Fundación Azara (Universidad Maimónides). «En las primeras décadas del siglo XXI vemos un florecimiento de estudios antes considerados raros. Con métodos y tecnologías innovadoras, aportan a la paleontología una visión muchísimo más completa que la que contábamos hace medio siglo».
Tras dos siglos de su debut científico, la magia de los dinosaurios sigue intacta. Así continuará mientras en las próximas décadas sigan emergiendo del olvido nuevos fósiles, tejidos, huellas, dientes y plumas conservadas en ámbar de los animales evolutivamente más exitosos en la historia de la vida terrestre, como los llamó el paleontólogo estadounidense Robert T. Bakker. «Hay tanto que no conocemos, hay tanto por descubrir», afirma con entusiasmo Apaldetti. «Mientras más salgamos al campo, más preguntas y respuestas tendremos».