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Sociedad

El colegio que apostó por cambiar vidas en el epicentro de la violencia de El Salvador

La Fundación Padre Arrupe lleva más de tres décadas en Soyapango, una de las comunidades con mayor riesgo de exclusión social

El colegio que apostó por cambiar vidas en el epicentro de la violencia de El Salvador

Fundación Padre Arrupe.

Soyapango es una ciudad tropical, donde los días laten bajo la luz de un sol constante. Ubicada a menos de diez kilómetros de la capital, San Salvador, es una de las zonas más estigmatizadas del país. Sus calles están pobladas por casas de láminas y por sus más de 241.000 habitantes, lo que supone una densidad de 8.122 habitantes por kilómetro cuadrado, según las cifras recopiladas por la fundación en 2023. Durante años, Soyapango fue conocido como el epicentro de crimen de la república; las maras o pandillas urbanas, La Mara Salvatrucha (MS-13) y el Barrio 18, libraban una guerra constante que sembraba terror entre los vecinos.

En medio de este ecosistema de violencia y necesidad, se encuentra un oasis de paz: la Fundación Padre Arrupe, establecida en 1992 por el jesuita zaragozano Juan Ricardo Salazar-Simpson. En sus tres décadas de labor, la fundación ha brindado educación y atención médica a miles de alumnos y pacientes cada año, ofreciéndoles una alternativa a la delincuencia y precariedad que han caracterizado al municipio.

La guerra civil que despertó un proyecto de esperanza

Era 1983 y El Salvador llevaba cuatro años sumergido en una cruenta guerra civil, entre el Gobierno de ideología conservadora y la guerrilla izquierdista, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). El Padre Juan Ricardo, ingeniero de profesión, partió al país para asumir la dirección de la facultad de ingeniería de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). 

La violencia invadía cada rincón del país: nadie resultaba inmune, ni siquiera los sacerdotes que llegaban desde España para intentar mediar entre el gobierno salvadoreño y la guerrilla. El 16 de noviembre de 1989 ocurrió uno de los episodios más oscuros y recordados del conflicto: la masacre de los mártires de la UCA. Ocho sacerdotes jesuitas, entre ellos cinco españoles, fueron ejecutados dentro de la universidad por miembros del batallón Atlácatl del ejército salvadoreño. Los asesinaron bajo acusación de ser partidarios de la Teología de la Liberación y, por ende, de simpatizar con las creencias izquierdistas de la guerrilla. Esa noche el Padre Juan Ricardo Salazar-Simpson no se encontraba en la UCA; estaba en la ciudad de San Tecla cuidando al Padre Fermín, un jesuita mayor. Aquel giro del destino le salvó la vida.

Rodeado por el sufrimiento humano y en duelo por la muerte de sus compañeros, el Padre decide liderar un cambio. Observaba que el conflicto armado había dejado a muchos niños huérfanos y que, incluso con la llegada de la paz, la nación carecería de la capacidad para hacerse cargo de ellos. Con la firma de los Acuerdos de Paz en 1992, el sacerdote propuso crear una fundación que ofreciera a niños de escasos recursos un futuro a través de una educación de calidad «como la que él mismo había recibido», nos cuenta su sobrina y actual directora de la institución, Aurora Rato Salazar-Simpson. Convenció a sus hermanos de comprar unos terrenos en Soyapango, donde levantarían mucho más que un colegio, un proyecto de esperanza. La construcción culminó en 1998 dando vida a la Fundación Padre Arrupe.

Una calle de Soyapango.

Las maras y la educación como alternativa

El fin de la guerra civil no trajo paz a El Salvador. Durante el conflicto, miles de salvadoreños emigraron a Estados Unidos, especialmente a California, donde jóvenes en barrios empobrecidos se integraron a las pandillas locales. Tras el acuerdo de armisticio en 1992, Estados Unidos inició la deportación masiva de exconvictos extranjeros, devolviendo miles de pandilleros a El Salvador, donde se consolidaron el MS-13 y el Barrio 18. 

En Soyapango establecieron colonias, barrios vallados, donde les cobraban a los vecinos por entrar y salir y les exigían una «renta» diaria de lo que lograban obtener en la economía informal. «La gente tiende a creer que las maras viven solo de las drogas, del tráfico de personas o de extorsionar al rico», afirma Aurora Rato. «La realidad es que donde hacen dinero de verdad es extorsionando al pobre. Si el 70% de la población vive extorsionada, aunque sea por un dólar, estamos hablando de millones cada día». 

Graduación Colegio Padre Arrupe.

Las prácticas violentas de las maras incluían la reclusión forzada de niños y la explotación sexual de niñas, obligadas a casarse o a tener hijos con mareros. Además, muchos de los habitantes de las zonas eran desplazados y despojados de sus viviendas por las maras.

Frente a este panorama, la educación de la Fundación Padre Arrupe se convirtió en una alternativa para los niños de Soyapango. Optar por estudiar en vez de entrar a una vida de crimen, señala la directora, requiere una valentía inmensa: «Nuestros niños tienen un mérito extraordinario porque logran abstraerse del mundo que los rodea y apostar por un modelo completamente distinto al que tienen en casa. Nadie les dice que tienen que estudiar, pero ellos saben que es la única forma que tienen de salir de donde están y no la desaprovechan». 

La escuela incluso llegó a convertirse en protección frente a las maras: «Unos exalumnos me contaron que el uniforme los protegía, porque cuando los mareros los veían entendían que no eran parte de ninguna pandilla. Sabían que si tú haces el esfuerzo de ir a Arrupe, no quieres estar ni en la 13 ni en la 18», relata Rato. Algunos padres pidieron que el colegio otorgara carnés escolares para que sus hijos pudieran atravesar las colonias sin sufrir extorsión, y funcionó: «Creo que las maras respetaban el compromiso que supone venir a Arrupe y entonces los dejaban tranquilos». La directora añade que a pesar de la constante violencia que azotaba a la ciudad, la fundación nunca sufrió acoso por parte de las maras: «Entiendo que es porque educábamos a los niños que les rodeaban y eso lo respetaban. Por eso a nosotros, gracias a Dios, nos han dejado siempre en paz». 

Alumnos del Colegio.

Las estadísticas enseñan que ofrecer educación como alternativa funciona: tras treinta años, el colegio registra cero casos de pertenencia a las maras, drogadicción y embarazo adolescente, en un país donde, según cifras recopiladas por la Fundación Padre Arrupe, en 2022 más del 60% de las jóvenes entre 10 y 19 años había tenido al menos un hijo. 

Construyendo un futuro a través de becas

La directora explica que una forma de medir el compromiso de las familias con la educación de sus hijos es el sistema de becas. La matrícula, de 160 dólares mensuales, funciona a base de becas cofinanciadas; cada hogar aporta lo que puede según sus recursos y la fundación cubre el resto. Para Rato, esta participación es esencial: «Desde el primer año nos dimos cuenta de que lo gratis no lo valora nadie. No tiene nada que ver con cuántos recursos tengas».

Además de los aportes de las familias, la fundación se financia con los ingresos de la clínica y comisiones por gestiones de la cafetería y el transporte escolar, así como con el apoyo de empresas salvadoreñas y españolas. Adicionalmente, recibe donaciones privadas, muchas en Estados Unidos, de personas que eligen apadrinar a estudiantes, algunas estableciendo una relación con ellos. En España, la fundación también organiza eventos benéficos, como el concierto navideño, que desde hace 20 años se celebra el 29 de noviembre en el Auditorio Nacional de Música de Madrid. 

El mayor financiador, sin embargo, siempre ha sido el gobierno salvadoreño. Durante más de dos décadas, la organización recibió un aporte de 350 mil dólares anuales. Con la llegada de Nayib Bukele a la presidencia en el 2019, el gobierno paralizó la financiación de las ONG, estableciendo auditorías para evaluar el manejo de fondos dentro de estas organizaciones. Tras pasar las auditorías sin incidencias, el gobierno no solo reanudó el apoyo a la Fundación Padre Arrupe, sino que lo incrementó considerablemente. En el 2024, la fundación recibió 798.880 dólares, con los cuales se becaron a 1.110 alumnos.

En un país donde décadas de corrupción gubernamental han dejado los colegios en estado de abandono, la directora explica que el incremento en el apoyo estatal se debe a la capacidad de gestión de la organización: «El gobierno nos dijo: ustedes tienen infraestructura y un modelo educativo tan robusto que es mucho más eficiente darles fondos para que continúen y lleguen a más niños».

Educación integral e historias de éxito: abogados, empresarios y premios Emmy

El colegio abrió sus puertas con 150 alumnos de bachillerato en 1998. Tres décadas después, los 150 estudiantes se han convertido en más de 2.000 al año. 

El colegio está reconocido por el Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes de España, lo cual significa que todos los bachilleres se gradúan con titulación española y salvadoreña, siguiendo ambos currículos. Además, dentro del campus los estudiantes reciben comida de calidad, uniformes, libros y clases de refuerzo.

El énfasis, sin embargo, no es solo académico; la fundación prioriza la educación integral, «para mí es tan importante que los niños aprendan valores como que aprendan matemáticas», explica Rato. 

Uno de los pilares del colegio es el programa Artes por la Paz, que nace de la convicción de que las artes son una herramienta fundamental para pacificar sociedades. El teatro, la música y la pintura son materias obligatorias: «En estos entornos tan vulnerables, las artes sirven muchísimo para exponer y curar heridas», detalla la directora. 

En 2008, al detectar que muchos estudiantes no alcanzaban los estándares educativos por problemas médicos no diagnosticados, la fundación estableció una clínica asistencial para brindar cobertura sanitaria gratuita a alumnos y profesores. Ante la alta demanda, la clínica extendió su ayuda sanitaria a toda la comunidad de Soyapango, con precios un 70 % más bajos que los de los centros de salud privados del país. Quince años más tarde, la clínica ha atendido a más de 60.000 pacientes y realizado 7.000 tratamientos, con una media de 300 consultas diarias.

Los resultados hablan por sí mismos. El Colegio Padre Arrupe figura entre los tres mejores de la república, junto a instituciones exclusivas como el Colegio Americano de El Salvador y la Escuela Alemana. El 100% de los bachilleres del colegio van a la universidad, en un país en el que, según cifras del 2023, solo 15,2% de la población recibe educación superior. Además, sus alumnos han ganado olimpiadas académicas internacionales y nacionales, sumando catorce medallas solo en el 2023. La directora señala que en el colegio fomentan la participación en competencias porque «es una forma de que entiendan que sí que pueden, que ante un papel en blanco da igual quién sea papá, quién sea mamá, todos somos iguales». 

Las historias de éxito abundan; entre los exalumnos figuran abogados, comunicadores, empresarios e incluso profesores del colegio. Entre ellos está David Urías, periodista en Estados Unidos y ganador de cinco premios Emmy. «Hace un año una prima mía me dice: Aura, están hablando de la fundación en los Emmy en Estados Unidos. David nos había dedicado uno de sus premios», recuerda Rato, emocionada.

Los hijos de los mareros, nuevo desafío 

Las realidades de El Salvador han cambiado significativamente con el ascenso de Nayib Bukele a la presidencia. Para finales del 2024, su Plan de Control Territorial encarceló a 84.000 mareros. Aunque estas medidas han sido condenadas por organizaciones de derechos humanos, el plan transformó a la nación de tener la mayor tasa de homicidios del mundo, a ser considerado el país más seguro de la región.

Sin embargo, Aurora Rato advierte que «asumir que los problemas de la república han desaparecido con la reducción de violencia es no entender lo que es un país en vías de desarrollo». Los problemas estructurales de El Salvador persisten, porque no cuenta con la capacidad financiera para realizar las inversiones que se necesitan en educación y salud, ni para reducir la pobreza.

La directora también alerta sobre un nuevo desafío social: atender a los hijos de los mareros encarcelados. En colaboración con otras organizaciones, la fundación busca establecer programas para acogerlos: «Ningún país tiene capacidad de asumir de la noche a la mañana miles de niños que de repente no tienen ni padre ni madre. Muchas veces ni siquiera se sabe su nombre o sus apellidos reales, porque no están censados en ningún sitio». Para Rato, es urgente crear iniciativas que impidan que estos niños se conviertan en la siguiente generación de violencia. 

La educación, un refugio frente al exilio

Ante la ola nacionalista en Europa, algunos se preguntarán por qué una fundación española debe ocuparse de ayudar en El Salvador. Aurora Rato señala que la cooperación es una cuestión de equilibrio global: «O nos tomamos en serio que hay que ayudar a los países en vías de desarrollo o ellos no sabrán salir de donde están y nosotros tampoco vamos a poder seguir manteniendo este supuesto estado de bienestar». 

Al referirse al tema de la migración, habla desde la experiencia personal: «Cuando caminas por Soyapango, cuando entras en comunidades que estaban tomadas por las maras, entiendes perfectamente que alguien quiera huir. Huiríamos nosotros también y más si tenemos niños».

Sin embargo, insiste en que la migración no es la única respuesta: «Si quiero que un niño salvadoreño compita a nivel global, debe tener las mismas oportunidades. Solo así cambiará su realidad y no tendrá la necesidad de migrar; es su derecho». Por ende, opina que los países más desarrollados deben apoyar iniciativas que generen cambios a largo plazo, como la educación.

Aurora Rato sostiene que «en ayudar está el sentido de la vida», y el impacto de la Fundación Padre Arrupe demuestra que esa ayuda, cuando se convierte en proyectos completos y sostenibles, tiene el poder de transformar países.

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