Antes de los seis años aprendemos mejor sin pupitres
En la etapa que abarca de los 3 a los 6 años, sentarse es una limitación para moverse y, con ello, de aprender

Niños jugando. | Oksana Kuzmina (Shutterstock)
La maestra manda callar y pide a los niños (de tres y cuatro años): «¡Ssshhh! Silencio, sentaos bien y, por favor, quedaos quietos». Es una escena tan cotidiana que pocas veces nos paramos a pensar en ella. Las aulas escolares suelen estar organizadas en torno a mesas y sillas: en infantil, la etapa que abarca de los 3 a los 6 años, esto es una limitación para moverse y, con ello, de aprender.
A medida que avanzan los cursos, la dimensión cognitiva gana protagonismo y el cuerpo va desapareciendo del aula, como si el aprendizaje solo dependiera de la mente. Presionados por las demandas de primaria, orientamos a los niños y niñas hacia actividades sentadas y de carácter escrito, olvidando que el movimiento es su modo natural de explorar, expresarse y pensar.
Entender el desarrollo del cerebro
Esta prisa por lograr aprendizajes cada vez más abstractos ignora las condiciones reales del desarrollo infantil. Para pensar bien, primero hay que sentir, moverse y vivir. El desarrollo cognitivo solo florece cuando el cuerpo y la afectividad crecen en armonía con la mente.
Los niños y niñas aprenden con todo su ser: cuerpo, emoción y pensamiento forman un todo inseparable. Reconocer esta globalidad del niño implica repensar la educación: los espacios, las metodologías y la mirada docente deben permitir que el cuerpo vuelva a tener presencia, movimiento y sentido en la escuela.
¿Por qué es tan importante el movimiento?
Mediante la acción y la experimentación con sus cuerpos, los niños toman conciencia de sí mismos y construyen su identidad. El cuerpo es su primera herramienta de conocimiento y su principal lenguaje: a través de él, los niños y niñas exploran, se expresan, piensan y sienten. Por ello, en esta etapa vital, el juego se convierte en un gran aliado, ya que integra movimiento, emoción y pensamiento, y les permite aprender de manera auténtica y significativa.
Lo que aprendemos en esta etapa, lo que realmente deja huella, es lo vivido desde el cuerpo. Por eso, para facilitar el desarrollo y la transformación, es fundamental situar al niño y a la niña en una dinámica de placer: el placer de moverse, de actuar, de jugar. Esto, de forma natural, conduce al placer de hacer, de pensar y de saber.
Movimiento y aprendizaje
Diversos estudios muestran que el desarrollo motor está íntimamente ligado al desarrollo cognitivo y emocional y que, como señalaba el pediatra y psicoanalista británico Donald Winnicott, el niño madura a través del juego y la acción. Es como explora, crea, se afirma y construye su mundo interno.
Antes que Winnicot, a finales del siglo XIX, el filósofo y psicólogo francés Henri Wallon buscó la relación entre procesos cognitivos y motricidad: el niño se relaciona con el ambiente por medio del movimiento. Sus acciones se convierten en pensamiento y así pasa de lo concreto a lo abstracto, de la acción a la representación, de lo corporal a lo cognitivo.
Más adelante, el psicólogo suizo Jean Piaget defendió que el pensamiento nace de la acción y se desarrolla al compás de ella, en un diálogo constante entre ambos.
De ahí la importancia de hacer, de experimentar: asimilar los contenidos que nos enseñan en la escuela de forma aislada y puramente conceptual no resulta tan significativo, mientras que la acción nos impulsa a mover el cuerpo, y ese movimiento facilita una comprensión más profunda y duradera de los aprendizajes cognitivos.
¿Se tiene esto en cuenta en educación infantil? ¿Qué lugar ocupa hoy el cuerpo en las aulas? ¿Cómo se trabaja, cómo se vive y cómo se cuida en las aulas?
Los espacios en la escuela infantil
Estas preguntas nos invitan a repensar la escuela, reconociendo que cuerpo, emoción y mente forman un todo inseparable.
Un maestro o maestra convencidos de que un niño o una niña debe aprender en silencio, quieto y con formalidad, enseñará a sus alumnos para contener su movimiento, tratando de que su cuerpo se vuelva discreto, controlado, casi invisible.
Hacerlo, sin embargo, implica negar parte de lo que el niño es y dejar su desarrollo incompleto. Cuando empezamos a comprender esa globalidad, también nuestras formas de enseñar y de acompañar se transforman. Necesitamos, eso sí, que el aula también se transforme.
Un aula de infantil que permita el movimiento
Los espacios escolares no son neutros: comunican, condicionan y educan. La forma en que se organizan las aulas refleja nuestra concepción de la infancia y de la educación. Si disponemos las mesas en filas o centramos la actividad en tareas sentadas, transmitimos un modelo de aprendizaje donde pensar está separado de actuar y donde el cuerpo apenas tiene lugar.
Cuando el espacio invita al movimiento, a la exploración y al encuentro, se amplían las posibilidades de aprender y de relacionarse.
Partiendo de que el juego en esta etapa es esencial para el desarrollo global y el aprendizaje, los espacios de la escuela deben estar pensados para favorecerlo ofreciendo variedad de alturas, recorridos y posibilidades corporales que estimulen la exploración y la expresión.
La maestra podrá así diseñar experiencias que inviten a hacer, a sentir, a explorar y a pensar desde el cuerpo, de manera que el aprendizaje se construya a través de la acción y la vivencia.
El cuerpo de maestras y maestros
Para los docentes de estas etapas el cuerpo es también una herramienta de trabajo. El cuerpo de la maestra constituye un recurso fundamental en Educación Infantil. Puede ser refugio y sostén para aquellos niños y niñas que necesitan un regazo.
Cuando una maestra coge a un niño en brazos para calmarlo, su cuerpo también comunica: si está tenso o relajado, transmite seguridad o inquietud. Lo mismo ocurre con la mirada, el tono de voz o la manera de acercarnos o de esperar.
Un lugar para sentir y vivir
La escuela debe ser un lugar para pensar, pero también para sentir, moverse y vivir. No debería seguir siendo un espacio donde se entrena la mente y se silencia el cuerpo, especialmente en las primeras etapas del desarrollo.
Una visión global del escolar, como mente y cuerpo, permite a los profesionales de la primera infancia reconocer y respetar la diversidad, la singularidad y el carácter cualitativo de las acciones motrices de cada niño, entendiendo que en ellas se expresa su manera única de estar, sentir y aprender.
Eider Salegi Arruti, Profesora-investigadora, Mondragon Unibertsitatea; Markel Maia Sadaba, Profesor investigador, Mondragon Unibertsitatea y Susana Cabello Perez, Profesora investigadora, Mondragon Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
