Ecuador: el país más diverso del mundo donde se descubre una especie cada cinco meses
Hasta el momento, se han descubierto alrededor de 1,2 millones de especies pertenecientes a los cinco reinos: animal, vegetal, fungi, chromista y protozoo
Ecuador es un país megadiverso, con uno de los mayores índices de biodiversidad del planeta: una pequeña fracción de su territorio puede contener más especies que todo un país. Esa exuberancia natural hace que no pasen más de cinco o seis meses sin que se descubra una especie desconocida. Son hallazgos estimulantes que, sin embargo, deben tener un claro correlato taxonómico; es decir, una clasificación y una ordenación sistemática, que empieza por dar un nombre al nuevo espécimen. Poseer o carecer de nombre puede ser la condición de su conservación.
En el periodo 2014-2022, por ejemplo, se publicaron 15 artículos científicos en revistas de alto impacto, en los cuales estuvieron involucrados docentes de la Universidad Técnica Particular de Loja (UTPL). En ellos se dieron a conocer los descubrimientos de 20 especies nuevas para la ciencia, es decir, una especie nueva cada 146 días.
Estos hallazgos se han producido en terrenos de la herpetología (13), de la botánica (cuatro), de la mastozoología (uno), de la entomología (uno) y de la paleontología (uno). En este último campo, gracias a la revelación, en el año 2020, de que una especie de titanosaurio, denominado Yamanasaurus lojaensis, había habitado hace 85 millones de años en la provincia de Loja. Cabe destacar que este ha sido único dinosaurio descubierto en Ecuador hasta el momento.
En este punto, los investigadores reflexionan sobre sus aportaciones al saber y sobre el modo más diligente de continuar estas exploraciones.
Según Paúl Székely, docente investigador de la UTPL, que ha participado en la descripción de 11 especies de anfibios nuevos para la ciencia, estas condiciones (de riqueza biológica) han propiciado, paradójicamente, un contexto de déficit de conocimiento.
En su criterio, avanzar en el hallazgo de nuevas especies «es importante para saber qué hay». Esto es, sin duda, fruto de la curiosidad científica, pero, a su vez, tal revelación debe tener una función práctica y conducir a la mejor conservación de las nuevas especies descubiertas.
«Si hay especies que no tienen nombre, no pueden ser catalogadas ni determinados su estado de conservación ni su grado de amenaza», afirma el investigador. Esto significa que no podrán implementarse acciones para su protección. «La supervivencia de toda una especie puede depender del nombre», enfatiza.
El valor de la palabra
Todo conocimiento tiene un punto de partida y comienza con un nombre, un nombre que otorgamos a un fenómeno, un concepto, una planta, una característica, una propiedad, un animal o una acción. Lo que no tiene nombre no existe en nuestra realidad percibida y, mucho menos, podrá ser parte de nuestro sistema de conocimiento.
Hasta el momento, se han descubierto alrededor de 1,2 millones de especies pertenecientes a los cinco reinos: animal, vegetal, fungi, chromista y protozoo. Cada año se describen cerca de 18 mil especies nuevas, aunque la mayoría aún resulta desconocida: se calcula que el 86% del total de las especies todavía no ha sido hallado (ni nombrado), mientras la tasa de extinción se acelera.
Carl von Linneo, el padre de la taxonomía moderna (la clasificación jerárquica de seres vivos, desde niveles más amplios hasta los más exclusivos, según sus características evolutivas), decía que «si ignoras el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabes de ellas».
Así, la descripción de una nueva especie aporta una ficha más en un puzzle del que tenemos que seguir descubriendo otras incógnitas.
Santiago Ramón y Cajal, Premio Nobel de Medicina y Fisiología, reflexionaba sobre las aptitudes del investigador frente al descubrimiento, afirmando que «el descubrimiento no es fruto de ningún talento originariamente especial, sino del sentido común, mejorado y robustecido por la educación técnica y por el hábito del meditar sobre los problemas científicos».
En efecto, muchos descubrimientos científicos han sido fruto de un trabajo sistemático; en otros, la fortuna o casualidad han sido importantes para hallar la clave, pero, siempre, como diría Louis Pasteur, «la suerte solo favorece a la mente preparada».
Multiplicidad de vidas
Una vez dado un nombre a la especie, esta será catalogada. A partir de su pertenencia a un grupo, dentro de un catálogo sistematizado, la siguiente fase debe centrarse en conocer más detalles como el tamaño poblacional, sus necesidades, relaciones simbióticas y distribución, entre otras.
En Ecuador hay especies de anfibios a las que se considera microendémicas, es decir, que únicamente se encuentran en una quebrada o en una zona de una montaña, debido a las barreras entre poblaciones que surgieron con la elevación de los Andes. Estos fenómenos llevaron a procesos evolutivos diferenciados. A su vez, también se describen casos de especies ampliamente distribuidas, como sucede en las regiones Costa o Amazonía.
Debido a la falta de recursos económicos y humanos para la conservación, «debemos centrar esfuerzos en casos superurgentes», advierte Székely. Esto implicaría, justamente, algunos casos de fauna microendémica que habita en un único lugar muy específico que, de modificarse, podría conllevar la extinción de toda una especie. «Aunque tenemos que ser conscientes de que esto no significa que las especies de mayor distribución no tengan también sus problemas», matiza.
Se trata de dos caras de una misma moneda, en palabras del científico. Por un lado, «una biodiversidad increíble» y, al mismo tiempo, figurar «entre los países sudamericanos con mayor tasa de deforestación». Cada día, prosigue, «con cada bosque que se destruye, desconocemos incluso lo que estamos perdiendo». De ahí su cuestionamiento y su reivindicación: «No veo que los datos científicos se estén usando para tomar decisiones».
Székely recuerda que tanto él como otros niños de su generación crecieron en un momento en el que todavía podían «disfrutar de una rica biodiversidad, con abundantes mariposas y colibríes», y se lamenta de que, posiblemente, «en dos generaciones», los niños ni siquiera los Székely conozcan. El investigador juzga esta situación como inaceptable, lo que le lleva a una pregunta que es un clamor: «¿por qué no conservar?».