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La Armada queda en una situación muy incómoda ante el rechazo europeo al F-35

Decisiones retrasadas por diversos ejecutivos por costosas pueden acabar saliendo más caras aún

La Armada queda en una situación muy incómoda ante el rechazo europeo al F-35

Un F-35 del Ejército estadounidense. | Reuters

La Armada se encuentra en una postura incómoda. La marina española pide con insistencia, y desde hace años, la llegada de aeronaves Lockheed Martin F-35B para sustituir a los muy veteranos Harrier AV-8 de manera infructuosa. Ahora, los desencuentros con el gobierno de Donald Trump, pueden dejarla sin esta opción. La alternativa en el plano aéreo es ninguna. El Plan B pasaría por una reconfiguración de la doctrina, y portaaviones nuevos, al menos uno, y puede que dos.

Una armada moderna y de cierto calado tiene al menos ala fija y ala rotatoria embarcada. De un tiempo a esta parte se le añaden los drones navales, que complementan en diversas funciones, y que no sustituyen a lo conocido. España dispone de diversos navíos capaces de cargar helicópteros y aparatos no tripulados, pero solo uno que pueda llevar aviones, el L-61 Juan Carlos I.

Si con los helicópteros no hay demasiado problema, no puede llevar cualquier tipo de avión. Debido a sus dimensiones, capacidad y diseño, solo puede operar aparatos dotados de despegue vertical, o capaces de despegar en pistas muy cortas; son los denominados SVTOL. Carente de catapulta de lanzamiento, solo el actual Harrier, comprados de segunda mano y en servicio desde 1996, y el F-35B —la versión de despegue vertical— cumplen con los requisitos técnicos necesarios. No hay más.

Las diferencias surgidas entre miembros de la OTAN con el nuevo habitante de La Casa Blanca han disparado las alarmas. Portugal ya ha dicho que no quiere el F-35 y ha cancelado su pedido, Canadá está barajando trocar los 88 aparatos encargados por el Gripen sueco, y países como Suiza, Alemania o Noruega estudian abandonar la adquisición.

En el viejo continente, únicamente Reino Unido e Italia disponen del F-35B de despegue vertical, y en programas ya en marcha, con todas o la mayoría de las entregas ya realizadas. Con los dos países dentro del proyecto desde el primer día, y con España indecisa, a la industria europea no le pareció interesante desarrollar nada parecido.

Ahora España podría quedar fuera de juego en esta asignatura y abocados a perder el ala fija embarcada. Si el mercado se cerrase o se tomaran decisiones en bloque en defensa de la soberanía tecnológica, el problema se convertiría en un callejón sin salida.

El aparato se presentó en 2006 y España, entonces, decidió no entrar en el programa. Hacerlo hoy se torna en muy complicado por las connotaciones políticas y técnicas, al haber colaboración y traslación de tecnologías, desarrollos, y el viaje cruzado de piezas y elementos. Si esto era natural y obvio hasta hace poco, el cariz que están tomando las cosas limita mucho el margen de maniobra.

Por su parte, en Lockheed Martin no paran de emitir comunicados y mensajes positivos, de unidad, y concordia entre la compañía, su país y sus clientes, porque ven que los pedidos previstos pueden ser suspendidos con el consiguiente descalabro económico. Lo más caro de este tipo de proyecto no es fabricar el producto, sino desarrollarlo. Cuantas más unidades se coloquen, más se diluye el gasto, y menos difícil es hacerlo rentable.

Desde la llegada de Trump a la presidencia, la Lockheed Martin ha perdido un 5 % de su valor; no es una barbaridad, pero hay nerviosismo, sobre todo desde que se ha anunciado que el futuro F-47, el caza de sexta generación, será construido por su competidor Boeing.

Dependencia americana

Por otra parte, parece demostrado que el «Switch kill», ese botón que «apagaría» estos aparatos desde Washington, no existe. Tampoco sería necesario. La avanzada tecnología que utiliza, las actualizaciones requeridas a cada poco, y la dependencia de piezas, repuestos, revisiones y renovación de software es tan frecuente que los aparatos podrían quedar obsoletos o sin muchas de sus funcionalidades y ventajas técnicas en un breve espacio de tiempo.

Los países europeos están virando su mirada hacia el Eurofighter, el Rafale francés o el Gripen sueco. Estos aparatos son muy capaces y de eficiencia muy reconocida, pero sin ser tan avanzados como el norteamericano, ninguno dispone de una versión de despegue vertical que pueda operar desde el L-61 Juan Carlos I. Tan solo el avión galo dispone de una versión navalizada, pero requiere de una pista equipada con el llamado sistema CATOBAR.

El CATOBAR se compone de dos piezas fundamentales. Una es la catapulta de lanzamiento, consistente en un riel encastrado en la cubierta de vuelo. El mecanismo, impulsado por un pistón de vapor o por un gigantesco electroimán, arrastra el aparato en el despegue para que adquiera mayor velocidad y pueda elevarse con mayor carga de combustible y munición.

Un mecanismo del que carecemos

En ausencia de este riel, los aviones tienen limitada su carga, tanto en capacidad de ataque como en horas de vuelo. El otro hecho diferencial es el sistema de cables que el avión caza al aterrizar con un gancho y con el que frena en un espacio reducido.

El navío insignia de nuestra marina carece de estos dispositivos, y los aviones que pueden operar sobre su cubierta atienden a la modalidad STOVL de despegue corto y aterrizaje vertical. Puede despegar y aterrizar en un modo análogo al de un helicóptero, o de forma convencional, con una carrera por la pista, para lo que se ayuda de la rampa de despegue visible en la proa.

Modificar el Juan Carlos I y equiparlo de todo esto llevaría tiempo, dinero y muchas dificultades técnicas, y aquí llega la alternativa que los marinos acarician desde hace años: un portaaviones pequeño, o mejor aún, dos.

Estos hipotéticos navíos sí deberían estar equipados con los sistemas de lanzamiento y recogida, y las aeronaves que operasen necesitarían tener un diseño específico, al modo del F-35C, o los Rafale M de tipo naval. Alas con mayor superficie de sustentación, plegables en sus extremos para facilitar su manipulación y almacenaje, trenes de aterrizaje reforzados, anclajes para la sujeción, o el gancho de recogida, entre otras modificaciones con respecto a los aparatos homónimos que operan desde tierra.

Una decisión multiretrasada

Los F-35B de despegue vertical llevan en el mercado desde hace casi dos décadas, y a pesar de las solicitudes, ningún gobierno desde entonces ha tomado una decisión en firme. La política del Ministerio de Defensa es desde hace años operar dos tipos de avión de combate de acuerdo con su origen, americanos y europeos.

Los Eurofighter de Airbus son excelentes, pero carecen de opciones navales. En ausencia de una versión hábil para este tipo de operativa, el espacio se reduce al Rafale francés, siempre y cuando se disponga de navíos más grandes, con la pista dispuesta en diagonal, y con catapulta y cableado de recogida en el apontaje. Sería poner dos aparatos europeos en el arsenal, algo inédito.

Por otra parte, nadie piensa en portaaviones nucleares como los inmensos buques americanos o los franceses, sino en algo más discreto, y con motores convencionales, con algo similar al Trieste italiano. Es algo más largo que el español (245/231 metros), más ancho (47/32 metros), y desplaza cerca de un 30 % más de peso (38.000/26.000 toneladas). Puede albergar en sus bodegas el doble de aviones (20/12) y su tripulación es casi el doble (460/261 marinos).

El buque español es menos capaz según sus cifras, aunque permite una mayor flexibilidad, y capacidades más amplias con más autonomía. Pero las necesidades, nuevos planteamientos de la defensa y la proyección de futuro, empiezan a solidificarse alrededor de nuevos buques militares con capacidades superiores a las actuales. En resumen: antes no se quiso gastar dinero en los F-35, ahora habrá que gastar mucho más en esos o en otros y unos barcos que los admitan.

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