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Estonia y Suiza: el camino hacia la democracia directa que ningún partido quiere en España

Habilitado tanto en las elecciones como en los congresos políticos, el voto electrónico eliminaría el riesgo de pucherazo

Estonia y Suiza: el camino hacia la democracia directa que ningún partido quiere en España

Una estación de voto en Narva, Estonia. | Sergei Stepanov (Xinhua News) | Sergei Stepanov (Xinhua News)

El debate en torno a la democracia directa ocupa en España un lugar suburbial. Ni la clase política parece dispuesta a ceder ciertas parcelas decisorias, ni la ciudadanía se moviliza exigiendo más protagonismo. Existe, sin embargo, un argumento perenne para reforzar esta vía: si una parte de la administración del país (o de la región o del municipio) recae sobre los electores, la porción equivalente del terreno ganado ya no quedará ahogada en el desencanto de las siglas antagónicas, los cruces de declaraciones y la corrupción en sus infinitas variantes. 

Este periódico inició hace unos días una serie de capítulos donde la tecnología se pone a disposición de la política precisamente para intentar corregir sus errores. En el primer artículo se sugiere recurrir al blockchain para reforzar la transparencia: sus señorías dispondrían así de un perfil público donde constarían todos sus datos y esa ficha se complementaría con un registro de actividades que dejaría escaso margen para la fechoría. En el segundo artículo, se da una vuelta de tuerca adicional al futuro sistema con la inclusión de herramientas de inteligencia artificial, big data y scraping automatizado de páginas web para diseñar una plataforma de verificación de declaraciones, promesas, anuncios y acusaciones. 

Aplicada progresivamente y con ciertos límites, la democracia directa (y con ella la generalización del voto electrónico) vendría a reforzar este círculo regenerador. A pesar de que la memoria a menudo frágil hace olvidar que los suizos sólo permitieron votar a la mujer a nivel federal a partir de 1971, el país helvético es hoy la principal referencia en Occidente. Allí los ciudadanos participan en la toma de decisiones hasta cuatro veces al año y pueden también proponer referéndums (50.000 firmas) y reformas parciales de la constitución (100.000). 

Desde 2005, Estonia habilita el voto electrónico a través de un certificado digital de identidad. El sistema deja incluso margen para el cambio de idea, ya que se puede votar varias veces durante el periodo de votación anticipada, aunque sólo será válido el último voto emitido. Para que no haya dudas, existe una app llamada Valimisrakendus que permite verificar a qué partido se apoyó, aunque sólo durante los 30 minutos posteriores a depositar la papeleta virtual. 

La capa de seguridad que implica el voto electrónico se podría extender a los congresos de los partidos y evitaría, tanto a nivel nación como a nivel siglas, sospechas de pucherazo. Los votos con criptografía homomórfica blindan un recuento fiable garantizando de paso la privacidad del votante. Las votaciones pueden someterse a auditoría pública. La identificación con firma digital es compatible con los datos biométricos del elector, duplicándose de este modo las garantías. Además, tanto en Madrid como en Barcelona, por citar dos casos españoles, se han promovido plataformas deliberativas como Consul y Decidim. La primera, nacida originalmente en 2016 como idea del Ayuntamiento de la capital española, se ha expandido a urbes como León, Tenerife, Múnich, Glasgow y São Paulo. La segunda, propulsada en enero del mismo año desde la ciudad condal, ha sido utilizada por la Comisión Europea, el Senado francés, la Generalitat, Nueva York y Helsinki. 

Argumentos en contra

Durante el periodo de coalición que aupó al PSOE e IU al Gobierno andaluz (mayo de 2012-enero de 2015), la federación de izquierdas que comandaba Antonio Maíllo (hoy coordinador general de IU) intentó sin éxito aprobar una ley de participación ciudadana. Este fracaso retrata las reticencias que provoca en la política clásica abrir el melón del poder. El PSOE nunca creyó en el proyecto y la ruptura del bipartito decidida por Susana Díaz sepultó para siempre el texto. El ramillete de excusas a disposición de cualquier partido es obvio: contra la aspiración de la democracia directa pueden oponerse razones como la brecha digital que afecta a las generaciones más veteranas, incapaces de adaptarse a un marco tecnológico; la parálisis de la acción política (como si sus ritmos fuesen acaso dinámicos); la volatilidad que generarían decisiones contradictorias entre normas de calado; o la fragmentación del país en micro-consultas que obstaculizarían la visión a largo plazo (cosa que, por otra parte, tampoco existe). 

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