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Tecnología

Menos asesores y más agentes autónomos: un arma de doble filo para la política

La IA puede ayudar a los gobernantes a mejorar su mensaje, pero también sirve para atacar al adversario

Menos asesores y más agentes autónomos: un arma de doble filo para la política

Ilustración. | Nicoelnino (Zuma Press)

Inundada de nuevos usos, la economía mundial se transforma día a día en un templo de la supereficacia. La IA es el reactor de un cambio que habilita a los grandes modelos de lenguaje (LLM) como creadores incansables de textos, imágenes, vídeos y voces. Día sí y día también, una startup surge con herramientas diseñadas para facilitarle al humano sus tareas y agrandar la productividad de todo tipo de organizaciones. ChatGPT abrió la veda y hoy todos los protagonistas del mercado tecnológico (véase el caso de Google y su buscador) y cada una de las capas que integran el tejido empresarial mueven ficha en la misma dirección. También lo hacen muchos profesionales, incluidos programadores, matemáticos, diseñadores, abogados, ambientalistas y esa cohorte de estudiantes felices por hacer más con menos. 

Una de las funcionalidades más celebradas es la de los agentes autónomos; por ejemplo, el chatbot que atiende al cliente o aquel que echa una mano al doctor. Pero entre los sectores beneficiarios de esta revolución de la automatización no se halla, de momento, la política, alérgica a todo cambio que suponga una pérdida de poder o un deterioro de la impunidad con que suelen resolverse determinados asuntos públicos. THE OBJECTIVE culmina con este cuarto artículo un recorrido a lomos de la tecnología que permite convertir el ejercicio político, las dinámicas de partido y el funcionamiento de las instituciones en elementos más transparentes y dinámicos. 

A diferencia de ChatGPT, un agente autónomo es un sistema que toma decisiones y ejecuta acciones por sí mismo para alcanzar un objetivo, sin necesidad de una intervención humana constante. Si cada partido o institución dispusiera de sus propios agentes, se propiciarían de inmediato varias ventajas. Una -frecuente en cualquier ámbito- sería la automatización de tareas de escaso valor añadido, permitiendo a los estrategas del partido o a los rectores de la institución emplear sus recursos en asuntos de mayor calado, aun a riesgo de que esos asuntos consistiesen exclusivamente en el desprestigio del contendiente. 

La interacción con los votantes sería asimismo más directa, incluso sin el factor personal que tanto decanta las adhesiones u odios del votante. A diferencia de lo que ocurre con los propios militantes o dirigentes, un agente bien entrenado aprenderá de cabo a rabo el programa del partido, interiorizará sin ningún titubeo las consignas y personalizará la narrativa en función de la audiencia a la que se dirige (así hay que hablarle al pensionista, así al parado de la minería, así al pequeño ahorrador). 

¿Adiós a los asesores?

Como guardianes del conocimiento partidista, de la estadística arrojadiza y de los embustes del rival, esos agentes lo harían mejor que cualquier costosísimo asesor. La figura del Rasputín de turno, la sombra del Fouché del momento daría paso al implacable recolector de informaciones, presente 24 horas al día y siete días a la semana y capaz por si fuera poco de fabricar contenido en redes sociales como X o LinkedIn en nombre de su representante y quizás con mejor prosa y reflexión. 

Implacable, el agente que no duerme puede responder a alusiones maliciosas en Meta o Instagram, detectar fake news, identificar temas de candente actualidad para permitir al líder reaccionar lo antes posible y aglutinar datos demográficos, socio-económicos y electorales para afinar tácticas y hojas de ruta. Se resumirían las leyes más relevantes con un lenguaje accesible, se compararían velozmente las métricas españolas con las de otros países vecinos, se evitarían errores embarazosos ante periodistas o en sede parlamentaria, se redactarían mejores discursos, se simularían posibles preguntas del enemigo en un debate televisivo y se verificaría que lo que se afirma es cierto.   

Líneas rojas

Tales ventajas quedarían opacadas si se abusa del agente autónomo, hipótesis nada descartable en el ruedo político. Un agente no es un ministro, luego la máquina no releva al humano en la toma de decisiones. Los partidos caerían en la tentación del adoctrinamiento con el que ya atiborran a militantes y simpatizantes, convirtiendo al agente en un artista del sesgo. Y podría ocurrir que la irregular democracia occidental se transforme poco a poco en una horrible tecnocracia sin alma, con normas creadas desde las matemáticas y diputados, candidatas, concejales y vicepresidentas más pendientes de trabajar contra el otro que de regenerarse y progresar.  

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