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China construye una muralla bajo el agua para contener los submarinos occidentales

El dragón quiere tener un control exhaustivo de las aguas que le circundan

China construye una muralla bajo el agua para contener los submarinos occidentales

Submarino. | Europa Press

Le tuvo que caer una bronca monumental. Yang Liwei fue el primer chino en volar al espacio. Nada más aterrizar, un periodista le preguntó si había visto la Gran Muralla China, y respondió que no. Seguramente, estaba ocupado en otras cosas. Si volviera a subir al espacio, tampoco vería la nueva Gran Muralla China que su país está construyendo… bajo el agua.

El país del dragón está ganando un peso enorme en el plano militar, pese a no ser especialmente belicoso. Su ejército crece de forma exponencial y, aunque sus frentes están cerca de casa, concentra buena parte de su atención en una amenaza externa, sobre todo en un terreno que escapa a la vista: el fondo marino.

Es el dominio de los submarinos, máquinas diseñadas para desaparecer. Se desplazan invisibles, armadas con torpedos, misiles de crucero e incluso cabezas nucleares. Son el brazo más sigiloso de las principales potencias navales, y su sola presencia redefine las estrategias disuasorias en cualquier parte del mundo.

Pero ese equilibrio está cambiando. China, enfrentada a un entorno estratégico cada vez más tenso, ha comenzado a desplegar una infraestructura sin precedentes: una red de sensores submarinos, cables y estaciones de control instaladas en el lecho marino, con el objetivo de impedir que ningún submarino enemigo penetre en sus aguas sin ser detectado. Una muralla submarina que, si funciona como se prevé, podría alterar el equilibrio naval en el Indo-Pacífico.

Desde 2016, China está desplegando sensores acústicos activos y pasivos, estaciones nodales conectadas mediante cables de fibra óptica, sistemas de alimentación eléctrica y, según algunas fuentes, muelles de recarga para drones submarinos. Todo este entramado tiene un único objetivo: controlar el espacio marítimo que rodea al país y, en particular, el mar de China Meridional, una de las zonas más militarizadas del planeta.

Los primeros indicios del sistema se remontan a dos sensores colocados por Pekín en ubicaciones estratégicas: uno en la fosa de las Marianas —el punto más profundo del planeta— y otro frente a la isla de Yap, en Micronesia. Ambas posiciones permiten vigilar el tráfico naval que se aproxima a las bases chinas en el Pacífico occidental y se sitúan en la ruta directa hacia Guam, la principal base militar estadounidense en la región.

Durante casi una década, estos sensores han funcionado como nodos experimentales. Ahora, China está ampliando el sistema para cubrir todas las vías de entrada a sus aguas territoriales. Según cifras oficiales difundidas por medios estatales, el coste estimado de este despliegue alcanza los 278 millones de euros.

El esfuerzo no es solo técnico o financiero, también es político. Pekín ha difundido vídeos del proceso de instalación, ha presentado maquetas del sistema en exposiciones públicas y ha mostrado imágenes de robots submarinos conectando cables a cada sensor. La intención resulta evidente: disuadir cualquier incursión extranjera bajo sus aguas. Es un aviso a navegantes.

Cómo funciona esta red de sensores

Cada nodo está formado por tres sensores activos que operan por triangulación y por un número variable de sensores pasivos. El sistema se alimenta mediante cables submarinos que transmiten corriente continua de alta tensión —10 kV—, lo que permite un funcionamiento constante sin apenas mantenimiento. La fibra óptica asegura una transmisión de datos rápida y segura hacia los centros de control en la costa.

Se estima que cada conjunto de sensores cubre un radio de hasta 160 kilómetros. En términos prácticos, esto permite a China monitorizar de forma continua los accesos naturales al mar de China Meridional, entre ellos el estrecho de Luzón, el estrecho de Malaca y otros corredores estratégicos. La red también parece contar con estaciones de carga para drones submarinos, lo que indica que su propósito no se limita a detectar amenazas, sino que incluye la capacidad de respuesta inmediata.

Uno de estos dispositivos fue identificado recientemente frente a la isla de Hainan, un enclave clave en la estrategia naval china. Allí se encuentra una de las principales bases de submarinos del país, con capacidad para albergar tanto submarinos de ataque como portadores de misiles balísticos. Esta infraestructura complementa las capacidades de disuasión nuclear de China, lo que convierte a la muralla submarina en parte esencial de su doctrina de segundo ataque.

También desde el espacio

El dominio submarino ya no se limita a sensores anclados al fondo ni a aviones de patrulla. En 2023, China lanzó al menos cuatro satélites con radares de apertura sintética (SAR) para monitorizar el Pacífico occidental. Estos sistemas pueden detectar alteraciones en la superficie del mar provocadas por objetos sumergidos, lo que permite «ver» submarinos a través de las estelas que dejan al desplazarse.

Esta capacidad es relevante. Lograr una resolución de un metro desde órbita requeriría, en teoría, una antena de más de 25 kilómetros. El radar SAR resuelve ese problema simulando una antena virtual mediante el desplazamiento del satélite, recogiendo ecos desde múltiples ángulos que luego se procesan en tierra. El resultado es una imagen de muy alta definición, utilizable casi en tiempo real.

Esto introduce una nueva dimensión en la guerra submarina. Ya no basta con moverse sin ruido. Ahora también es necesario evitar dejar huellas en la superficie. Es un tipo de guerra en el que incluso la sombra cuenta como pista. Pero detectar un submarino es solo la mitad del desafío. La otra mitad es neutralizarlo.

La respuesta

Durante décadas, Estados Unidos ha mantenido un arsenal antisubmarino que combina sensores, drones, aviones y torpedos. Uno de sus pilares es el Lockheed P-3 Orion, un avión de patrulla marítima operativo desde los años 60, todavía en uso en varias armadas. Su valor no está solo en su capacidad ofensiva, sino en su abanico de sensores y herramientas de vigilancia.

El P-3 puede lanzar boyas sónicas, desplegar torpedos y realizar misiones de inteligencia electrónica. Entre sus sistemas más peculiares está el detector de anomalías magnéticas, ubicado en un mástil trasero. Este sensor busca alteraciones en el campo magnético terrestre provocadas por grandes masas metálicas, como el casco de un submarino. Cuanto más baja la altitud del vuelo, mayor su sensibilidad. Por eso el P-3 suele operar a menos de 150 metros cuando realiza misiones de búsqueda.

Si reducir la firma acústica es clave, evitar la detección magnética es la siguiente prioridad. La solución más radical vino de la Unión Soviética, que fabricó submarinos enteramente en titanio, un metal diamagnético con apenas influencia sobre los campos magnéticos.

Los estadounidenses se quedaron desconcertados al descubrir un submarino con flotabilidad tres veces superior a lo habitual y una superficie inusualmente reflectante. Las sospechas se confirmaron: era de titanio. Esta elección no solo permitía alcanzar mayores profundidades, sino también velocidades superiores. El Proyecto Alfa, como se conocía, alcanzaba 40 nudos —74 km/h—, más rápido que los torpedos estadounidenses de la época, que no podían alcanzarlo. Su respuesta fue el torpedo Mark 48, capaz de alcanzar los 55 nudos —102 km/h— y guiado por cable durante la primera fase de trayectoria.

El futuro es autónomo

Pero el cambio más profundo aún está por llegar. El desarrollo de drones submarinos autónomos puede transformar el equilibrio naval. Un ejemplo es el Manta Ray, desarrollado por Northrop Grumman. Es un vehículo no tripulado pensado para patrullas largas, capaz de anclarse al fondo y entrar en modo pasivo durante semanas.

Estos drones no requieren oxígeno, lo que elimina la necesidad de compartimentos presurizados. Esto permite utilizar materiales más ligeros, plásticos reforzados con bajo perfil magnético y propulsión totalmente eléctrica. Con estaciones de carga sumergidas —como las que ya forman parte del sistema chino— podrían operar de forma indefinida, sin salir a la superficie.

El concepto de «enjambre» cobra aquí una nueva dimensión: una red de drones coordinados, comunicados entre sí y con capacidad de detección autónoma. Un sistema así podría reemplazar, al menos parcialmente, a las flotas tripuladas, mucho más costosas y vulnerables. Perder un dron no tiene el mismo coste —ni simbólico ni estratégico— que perder un submarino nuclear con más de cien personas a bordo.

En los próximos años, el mar de China Meridional seguirá funcionando como laboratorio tecnológico en tiempo real. Allí, cada innovación será replicada, examinada y desafiada. En la oscuridad de las profundidades se juega parte del equilibrio militar global. Y aunque Yang Liwei no pueda verlo desde el espacio, sabrá perfectamente que está allí.

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