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Tecnología

Vuelven los cazas de hélice: por qué los ejércitos usan tecnología de hace un siglo

El uso de estas aeronaves abarata los costes en operaciones para los que no se necesitan aviones modernos

Vuelven los cazas de hélice: por qué los ejércitos usan tecnología de hace un siglo

Aviones de hélice Embraer EMB-314 Super Tucano.

Como diría Arturo Pérez-Reverte, «la guerra cuesta un huevo de la cara». A esto se puede añadir que la defensa de un país es mucho más barata que no tenerla o tenerla mala, y hay ejemplos recientes. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, lo militar viaja en dos caminos divergentes que están acelerando: la digitalización, por un lado, y la optimización de sus costes, por otro. Lo llamativo es que lo segundo está recuperando tecnologías propias de la Segunda Guerra Mundial, como los cazas de hélice.

Los aviones de combate suponen en muchos aspectos el culmen de la ciencia militar contemporánea. Disponen de pieles que los hacen invisibles a los radares, llevan alojados sensores capaces de detectar movimiento a cientos de kilómetros, y sus pilotos se entrenan con sofisticados simuladores 3D. Los más avanzados tocan sus cabezas con costosísimos cascos dotados de realidad virtual que hacen transparentes a sus aparatos.

La paradoja estriba en que, al mismo tiempo, se está volviendo al avión de hélice, pero no al gran aparato de carga, que nunca desapareció, sino al mono o biplaza, y con funciones propias de cazas de combate. Si, por una parte, la punta de lanza se ha tecnificado hasta límites impensables, muchos ejércitos están apostando por aeronaves que cuestan diez veces menos para otro tipo de misiones.

Lo mejor de todo no es el coste unitario, o que cumplan funciones genéricas muy habituales y no las muy específicas propias de aeronaves furtivas. La verdadera guinda de esta jugada es el coste de uso. Calcular la hora de vuelo de una aeronave es una tarea compleja. Hay que sumar el combustible, personal técnico aparejado o coste de mantenimiento y reparaciones; eso sin incluir las horas de vida útil del aparato, la formación de los pilotos o la nunca barata munición guiada de alta tecnología. Pero hay cifras orientativas basadas en los presupuestos.

Esos números pueden fluctuar y dependen de diversos factores locales, pero salen más o menos las cuentas que siguen. El coste de operar un helicóptero Apache como los que tienen norteamericanos, ingleses o marroquíes se ha abaratado mucho. Las últimas generaciones han logrado rebajar la hora de 10.000 a unos 5.500 euros, todo un chollo para sus usuarios. La hora de Eurofighter sale por una cifra que ronda los 20.000 euros, una ganga comparada con los más de 30.000 de un F-35. A diferencia de todos estos, los aparatos de hélice de última generación están saliendo por entre 1.000 y 1.500 euros la hora.

La defensa cuesta mucho menos que el ataque, porque requiere medios distintos, menor proyección, una logística basada en una zona circundante y elementos menos avanzados. Por otra parte, en la guerra asimétrica, ir a bombardear un poblado insurgente en el interior de —por ejemplo— Afganistán o el centro de África, sin enemigo, con capacidades contra una fuerza aérea, raya en lo absurdo desde el punto de vista técnico remitir aviones furtivos. Esta es la razón por la que muchos países, y entre ellos Portugal o España —de momento con aparatos de entrenamiento—, están acudiendo al mercado en busca de alternativas de bajo coste para atender ciertas tareas en las que no merece la pena complicarse demasiado.

Los vecinos lusos acaban de recibir sus primeros Super Tucano A-29N de la brasileña Embraer. Su factura por unidad con toda la dotación necesaria sale por unos 16,6 millones de euros, unas cinco veces menos que un Eurofighter. El aparentemente modesto aparato brasileño fue diseñado para operar en entornos austeros, con pistas no pavimentadas y escaso apoyo logístico, y cuenta con aviónica de última generación.

Dispone de un sistema de enlace de datos que lo integra en redes de combate modernas, está equipado con sensores electroópticos, gafas de visión nocturna y puede portar una amplia variedad de armamento. El país vecino cuenta con F-16, cuyo coste operativo sale por unas veinte veces más por hora de vuelo.

España, por su parte, ha adquirido cuatro decenas de Pilatus PC-21 de origen suizo, de los que cinco irán destinados a la Patrulla Águila, con un precio unitario de alrededor de nueve millones de euros. El precio final, si se calcula basándose en la vida útil, se desploma cuando se añaden las horas de vuelo.

Vuelos de bajo coste

Las razones del dispendio estriban en que el coste de mantener un caza de quinta generación implica el uso constante de personal especializado, hangares con requisitos técnicos avanzados, piezas de repuesto altamente tecnológicas y una dependencia crítica de proveedores externos. En cambio, un avión turbohélice puede mantenerse con equipos técnicos más reducidos, con piezas de menor complejidad y, lo más importante, con un nivel de autonomía nacional mucho mayor. Países sin una potente industria relacionada pueden desarrollar sus propias capacidades sin depender de contratistas como Lockheed Martin o Boeing y del aprobado de sus gobiernos.

Además de los costes directos, los aviones turbohélice ofrecen una ventaja crucial en escenarios donde la infraestructura es limitada o inexistente. Su sencillez les permite operar desde pistas más pequeñas o improvisadas, en condiciones climáticas adversas y con escaso apoyo logístico; un caza supersónico avanzado quedaría inoperativo en escenarios como este.

A esta flexibilidad operativa se suma una mayor autonomía estratégica. El uso de cazas de última generación suele requerir coordinación con satélites, bases aliadas o flotas de reabastecimiento; los turbohélice son muy autosuficientes y de rápida disponibilidad. Esta cualidad los convierte en herramientas ideales para operaciones especiales, apoyo a fuerzas terrestres o vigilancia de fronteras, donde la inmediatez y la discreción tienen más valor que la velocidad o el alcance.

Enemigo nuevo, armas nuevas

El tipo de guerra que se combate en la tercera década del XXI también ha transformado el perfil del enemigo. En muchos casos, ya no se trata de enfrentamientos entre potencias con capacidades militares equiparables, sino de conflictos asimétricos, operaciones de contrainsurgencia o lucha contra grupos armados no manejados por gobiernos. Estos entornos no exigen cazas furtivos o bombarderos estratégicos, sino plataformas de bajo coste, alta resistencia y disponibilidad inmediata. El éxito ya no se logra con superioridad tecnológica, sino con permanencia y eficiencia táctica.

Así lo ha comprendido el Mando de Operaciones Especiales de Estados Unidos al dotarse de «sencillos» aviones de hélice con capacidades ISR (Inteligencia, Vigilancia y Reconocimiento) y ataque ligero, como el Skyraider II. Washington ha obligado a racionalizar recursos, y este tipo de avión ha demostrado que puede cubrir un abanico de misiones con un nivel de inversión mucho menor.

Otro elemento clave es la formación de pilotos. El caso del Pilatus PC-21 español ilustra cómo estas plataformas no solo forman parte del entrenamiento, sino que también pueden asumir misiones tácticas cuando sea necesario. El Ejército del Aire utilizaría esos aparatos destinados a la formación como aviones con actividad real si fuera necesario. Su aviónica avanzada y sus capacidades permiten preparar a los pilotos en un entorno realista, sin el coste que supondría emplear un caza. Además, su doble uso como avión de entrenamiento y de ataque ligero aporta una flexibilidad muy valorada.

Paso atrás para avanzar

El regreso a los turbohélice no implica una renuncia a la tecnología más avanzada, sino una redefinición de prioridades. Un conflicto de alta intensidad seguirá exigiendo cazas avanzados; sin embargo, en el día a día de las misiones reales lo que se impone es la eficacia, el coste controlado y la adaptabilidad.

Ante la escalada de costes, la filosofía militar más reciente busca optimizar cada euro invertido en defensa sin renunciar a capacidades operativas clave. Lejos de ser un paso atrás, este giro hacia los turbohélice marca un punto de inflexión: los ejércitos están aprendiendo que no todo se resuelve con velocidad supersónica o tecnología furtiva.

En muchas guerras del presente —y, probablemente, del futuro— el éxito dependerá más de la sensatez con que se gasten los fondos que del lustre y el cartel que da tener lo último. La Segunda Guerra Mundial, con su legado de aviones de hélice resistentes, maniobrables y fáciles de fabricar, dejó una lección fácil de entender: lo simple, cuando está bien pensado, sigue siendo eficaz.

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