Rusia tiene un antídoto contra los misiles norteamericanos Tomahawk: el S-400
El S-400 es una de las cartas más poderosas en la baraja que usa el Kremlin

Misiles rusos S-400 Triumf. | Alexander Demianchuk (Zuma Press)
El vocablo «tomahawk» es un término genuinamente norteamericano. Cuando el vehículo por antonomasia por aquellas latitudes era el caballo, el hacha de los indios nativos era una de las armas más temidas. Salía volando y arrancaba cabelleras. Hoy, la denominación de aquel instrumento legendario da nombre a uno de los misiles más amenazadores del arsenal de EEUU. Pero Rusia tiene, o cree tener, un antídoto: el S-400.
La Casa Blanca, con Donald Trump a la cabeza, juega con los misiles Tomahawk como moneda de cambio ante la invadida Ucrania. Los letales proyectiles estadounidenses no sirven para defenderse, sino que su utilidad última estaría más bien dirigida a ataques en profundidad en suelo ruso. Este prodigio técnico no suele usarse ante amenazas entrantes, sino que esta suerte de flecha supersónica fue diseñada para atravesar defensas antiaéreas y fundir silos a cientos de kilómetros.
Para plantar cara a este mecanismo que aúna rasgos de aquella antigua brutalidad y una nueva tecnología, aparece el sistema ruso S-400 Triumf. El antídoto ruso promete convertirse en un escudo aerotransportado que deshaga al hacha voladora en un puñado de astillas antes siquiera de alcanzar su objetivo. El S-400 representa un salto cualitativo en la defensa aérea rusa, heredero y superador de generaciones previas como el S-300, y afirma poder hacer esto.
Su origen se remonta a las últimas décadas de la Unión Soviética, cuando los diseñadores del consorcio Almaz-Antey comenzaron a trazar un nuevo sistema capaz de enfrentarse no solo a aeronaves tradicionales, también a misiles de crucero y amenazas balísticas, en una época en la que los drones como los conocemos hoy eran casi inexistentes. Adoptado de manera oficial por las fuerzas rusas en 2007, desde entonces su despliegue ha tenido tanto impacto estratégico como diplomático: la sola instalación de una batería de S-400 es ya un mensaje a potenciales adversarios. El Triumf dejaba escrito en el aire un «no pasarán».

Pero el S-400 no es un misil ni es una única pieza. Es un ecosistema que integra radares de largo alcance, plataformas de mando y control, vehículos de lanzamiento, misiles de distintas capacidades y una logística diseñada para ser operada en movimiento.
Una pieza importante en su arquitectura es el radar de vigilancia principal, designado 91N6E y apodado «Big Bird», que puede detectar objetivos hasta 600 kilómetros de distancia. A su lado trabaja el radar 92N6E, también conocido como «Gravestone», encargado de la adquisición final del blanco y la guía de misiles. Estos componentes permiten al sistema una cobertura aérea de 360 grados, con capacidad para detectar, seguir y atacar blancos que vuelan a muy alta velocidad, muy baja cota o incluso en escenarios de alta saturación electrónica.
Una de sus características es la amplia variedad, y por tanto, la versatilidad de los misiles que el S-400 es capaz de disparar. No se trata de una única munición, sino de una familia que abarca distintos alcances, velocidades y perfiles de amenaza. Entre ellos está el misil 40N6E de largo alcance, capaz de alcanzar unos 400 kilómetros de distancia para objetivos estratégicos como aviones de alerta temprana o bombarderos pesados. Ese sería el destino de sus proyectiles de mayor capacidad.
A su lado figuran los 48N6, con alcance intermedio, y los 9M96, en sus distintas variantes, en principio disponibles para detener amenazas más ágiles o de menor escala, como drones o aeronaves no excesivamente rápidas. Esta estructura permite al S-400 operar en capas: el adversario puede combatir los misiles de largo alcance, pero luego toparse con una segunda y tercera línea de defensa.

El diseño estructural también contempla rapidez de reacción y movilidad. Una batería típica puede desplegarse, estabilizar los lanzadores, activar los radares y alcanzar su estado operativo óptimo en cuestión de minutos. Los lanzadores, montados sobre chasis de camiones o remolques tirados por ellos —son bastante grandes—, pueden dispersarse en el terreno para evitar que un ataque enemigo pueda destruirlos. Esto supone una enorme ventaja, porque las plataformas pueden reposicionarse antes de que el enemigo detecte su ubicación.
Capacidades superlativas
En términos de capacidades reales, el S-400 exhibe cifras contundentes: detección de blancos a distancias de hasta los citados 600 kilómetros, misiles con velocidades superiores a Mach 10 –dato estimado, pero nunca confirmado–, altitudes de interceptación de decenas de kilómetros y la capacidad de guiar en simultáneo decenas de misiles contra múltiples blancos. Estas cifras se traducen en disuasión real, cambios de planes operativos y rutas de vuelo alteradas por el temor a una emboscada desde tierra.
Una de las razones por las que el S-400 puede convertirse en un obstáculo crítico frente a misiles de crucero como el Tomahawk reside en su capacidad para detectar, seguir y neutralizar amenazas de baja altitud y vuelo sigiloso. Aunque los Tomahawk fueron diseñados para penetrar defensas por medio de un vuelo rasante, trayectoria programada y autonomía electrónica, el S-400 dispone de sensores capaces de rastrear estos perfiles.
Además, su surtido de misiles permite actuar en diferentes fases del vuelo enemigo. Puede responder a misiles entrantes con antelación, lanzar una primera línea de interceptores y conservar munición para una segunda oleada, lo que dificulta cualquier intento de saturar el sistema. Si un primer misil interceptor falla, le espera otro más adelante.
De momento, sin Tomahawks para Ucrania
Donald Trump ha manifestado su negativa –de momento– a suministrar misiles Tomahawk a Ucrania y, según diversos observadores, el trasfondo técnico de esa decisión se vuelve más claro. El problema no es solo político: también lo es estratégico. Si Ucrania lanzara una ofensiva con misiles de crucero contra objetivos protegidos por S-400, el resultado podría ser catastrófico desde el punto de vista militar.
Sin la adecuada supresión de defensas antiaéreas previas, los Tomahawk se arriesgan a ser derribados uno tras otro y mostrarían al mundo su vulnerabilidad, que no serían invencibles, porque tampoco se han enfrentado a un enemigo de su talla, y Trump promete serlo. El S-400 se ha convertido en una pieza clave en este tablero: su mera existencia obliga a repensar tácticas, invertir más en guerra electrónica y planificar ataques más complejos.
Las posibilidades del S-400 tampoco acaban ahí, porque no actúa como una isla. Su integración con otros sistemas de defensa y su coordinación con medios terrestres, aéreos y espaciales hacen de él un nodo en una red de combate más amplia. Esa capacidad de operar como parte de un entramado es lo que lo vuelve especialmente peligroso: no solo intercepta, sino que comunica, alerta y colabora. La arquitectura rusa de defensa antiaérea no se basa en una sola tecnología, sino en la superposición de capas: desde sistemas de corto alcance como el Pantsir hasta sistemas de teatro como el S-400, pasando por dispositivos portátiles y radares móviles.
A pesar de todo, ni el mejor sistema es inmune y tiene alguna debilidad. La guerra en Ucrania ha demostrado que incluso una plataforma de misiles S-400 puede ser vulnerada. Drones suicidas, misiles de largo alcance guiados por inteligencia artificial en tiempo real y ataques de saturación han alcanzado algunos de sus componentes, sobre todo los más visibles y estacionarios, como los radares. El punto débil, como en casi toda defensa, son sus ojos: una vez que el radar es neutralizado, la batería queda ciega y el sistema pierde su capacidad reactiva. Es ahí donde Ucrania ha centrado parte de sus esfuerzos, atacando no el lanzador, sino la antena.
Como el F-25, fuente de dolores de cabeza
En otras latitudes, el S-400 también ha sido fuente de fricción. Turquía, miembro de la OTAN, firmó su adquisición en 2017, lo que provocó una crisis diplomática con Estados Unidos, que canceló la entrega de aviones F-35 a Ankara. El argumento era sencillo: si el S-400 opera junto a cazas occidentales, sus sensores podrían aprender cómo detectar y rastrear aeronaves furtivas. Esa idea de que el S-400 no solo actúa, sino que aprende, ha elevado su perfil estratégico, haciéndolo más que un mero interceptor.
Por todo ello, el S-400 sigue siendo una de las cartas más poderosas en la baraja que usa el Kremlin. No es infalible, pero sí excepcionalmente difícil de sortear sin una preparación adecuada. El Triumf –«triunfo» traducido del ruso– significa la negación del acceso a su territorio y un enemigo formidable para todo aquel que quiera traspasar las líneas marcadas. Hasta que salga un hipotético S-500, este es el antídoto que tiene Moscú para con el arma que pide Volodímir Zelenski y que Donald Trump, al menos de momento, le niega.