Los aterradores torpedos y misiles nucleares rusos no asustan a los expertos
Los análisis técnicos no casan con las amenazas expuestas en público por el Kremlin

Imagen del USS Georgia estadounidense | U.S. Navy (Zuma Press)
Es como en la película «Lo que hacemos en las sombras». En ella y en un documental ficticio, unos pintorescos vampiros se enfrentan, se acercan, se gruñen y meten ruido con las caras pegadas, pero no ocurre nada más. Muchos analistas piensan que las afirmaciones de Vladímir Putin son algo parecido. No son más que bravatas de este tipo cada vez que amenaza con armamento exótico, poco o nada probado, y más teórico que práctico.
No debería caber duda de que muchas de las armas rusas sí que funcionan. La familia de misiles Kalibr ha demostrado un alto grado de eficacia, su fusil AK-47 es legendario por una ausencia casi total de fallas, y los cazas MiG o los más recientes Sukhoi Su-35 siempre han sido temidos por sus capacidades. Tampoco hay que olvidar que sus submarinos empezaron a ser fabricados en titanio mucho antes de que los americanos echasen mano de ese material.
Pero, de un tiempo a esta parte, el Kremlin ha estado haciendo anuncios acerca de «superarmas» que casan poco y mal con las posibilidades técnicas y las propias de los materiales conocidos. El Kremlin ha recurrido en los últimos años a una estrategia comunicativa centrada en el impacto y lo simbólico de sus capacidades armamentísticas. En el centro de este esfuerzo figuran dos armas con una proyección retórica tan superlativa como sus interrogantes técnicos: el torpedo autónomo nuclear Poseidón y el misil de crucero Burevestnik.
Vladimir Putin las airea cada poco y las denomina sus «superarmas». Según el mandatario, ningún adversario podría contrarrestar su poder y capacidades. Sin embargo, desde la óptica de los técnicos e ingenieros occidentales, lo expuesto plantea más incógnitas que certezas, y sus aparentes capacidades se diluyen ante la realidad conocida.
El Poseidón es un sistema de ataque submarino que combina la autonomía de los vehículos no tripulados con las fortalezas del armamento nuclear. Según las declaraciones públicas, se trata de un torpedo de dimensiones colosales: veinte metros de largo, casi dos metros de diámetro y unas cien toneladas de masa. Un torpedo considerado grande rara vez pasa de los seis metros, tiene un alcance máximo de unos 50 km y su peso tampoco va más allá de las dos toneladas. Del Poseidón se dice —siempre según Rusia— que tiene un alcance superior a los diez mil kilómetros, su velocidad de crucero es de hasta 185 kilómetros por hora y la capacidad de navegar sin descanso gracias a una planta de propulsión nuclear.
Sobre el papel, este sistema presenta un diseño revolucionario. Estamos hablando de un dron submarino capaz de recorrer océanos enteros, eludiendo sensores y defensas, para detonar una ojiva nuclear frente a costas enemigas. Sin embargo, la idea deja sobre la mesa más preguntas y dudas que respuestas y certezas. Encajar un reactor nuclear operativo y seguro dentro de una estructura tan compacta representa un reto aún no resuelto. Aunque existen reactores de pequeño tamaño utilizados en satélites o sondas, su funcionamiento estable bajo el agua, sin intervención humana y durante semanas, obliga a un nivel de automatización y fiabilidad que nadie ha dominado.
Los torpedos convencionales no alcanzan ni de lejos las velocidades prometidas. Aumentar esa cifra significa multiplicar los problemas hidrodinámicos, generar mayores niveles de ruido y arriesgar la integridad del casco por la cavitación. Operar a grandes profundidades exige materiales muy resistentes a la presión, cuya supervivencia a altas velocidades bajo el agua sigue sin estar del todo garantizada. Un sistema que combine profundidad extrema, alta velocidad, estabilidad de reactor y sigilo acústico es algo que la industria naval y militar aún no ha logrado.
Otro aspecto que alimenta el escepticismo es la supuesta capacidad para detonar una carga nuclear en el mar con el objetivo de generar un tsunami radiactivo. Los estudios en dinámica oceánica y explosiones submarinas no avalan esta posibilidad. La energía liberada por una detonación nuclear se disipa en el entorno marino con rapidez. Su conversión en energía cinética capaz de levantar una ola devastadora sería mínima en escenarios realistas. El resultado más probable sería una importante contaminación local, pero no una ola apocalíptica.
Navegar miles de kilómetros sin detección ni mantenimiento, mantener operativo un reactor sin intervención humana, eludir la vigilancia y lograr un impacto preciso constituyen una tarea de gran complejidad. Aunque se han producido ensayos y lanzamientos anunciados por medios estatales rusos, no existe evidencia de que el Poseidón haya completado una misión integral que demuestre su operatividad. La existencia de este torpedo es indudable, pero su viabilidad está comprometida por limitaciones técnicas, falta de pruebas concluyentes y un perfil más cercano al de un arma de propaganda que al de una amenaza inmediata.
Por el aire, también
La otra pieza de esta arquitectura de disuasión mediática es el misil Burevestnik, bautizado por la OTAN como Skyfall. Su diseño parte de una idea ambiciosa: un misil de crucero con propulsión nuclear que permanezca en el aire durante días o incluso semanas, maniobrando de forma errática para eludir defensas y atacar donde se le antoje. El concepto fue explorado en los años cincuenta por Estados Unidos, pero fue finalmente abandonado por razones medioambientales, de seguridad y de viabilidad técnica.
La clave de su funcionamiento es el empleo de un reactor nuclear miniaturizado que, en lugar de servir para generar electricidad o propulsar turbinas clásicas, calienta el aire que atraviesa el motor para producir empuje. La radiación emitida durante el vuelo, el riesgo de accidente y el enorme peso del blindaje necesario convirtieron aquella iniciativa en un callejón sin salida.
Rusia ha retomado esa idea y afirma haberla actualizado con éxito. Sin embargo, el historial de pruebas del Burevestnik es inconsistente. Entre 2017 y 2019 se realizaron múltiples ensayos, muchos de los cuales fallaron, con el vuelo más largo confirmado que no superó los 35 kilómetros. En 2019, una operación de recuperación de uno de estos misiles terminó con una explosión en el mar Blanco que provocó la muerte de varios científicos y dejó niveles de radiación elevados en los alrededores.
Técnicamente inviable
Pero hay más dificultades. Un misil con reactor nuclear activo volando sin rumbo fijo, sobre zonas habitadas o rutas comerciales, plantea un nivel de riesgo altísimo. A diferencia de un misil balístico, que cumple su misión en cuestión de minutos, el Burevestnik prolonga el tiempo de exposición al fallo mecánico, a la detección y a la dispersión de materiales radiactivos en caso de accidente.
Las funciones que pretende cumplir ya están resueltas por otros sistemas del arsenal ruso. Sus capacidades evasivas no compensan su vulnerabilidad durante el vuelo, y el riesgo que implica mantener un reactor activo en el aire durante tanto tiempo es muy alto. Por su complejidad, imprevisibilidad y precedentes fallidos, el Burevestnik representa una anomalía más que un avance.
A todo esto hay que añadir un elemento político-temporal. Los sistemas de armas más avanzados que se construyen en la actualidad dependen de piezas sensibles, fabricadas por proveedores occidentales. Con las sanciones actuales, presentes desde 2022, Rusia no tiene acceso a lo último ni a lo mejor, y estos elementos, de fabricación propia u origen chino, ya le han dado problemas por su falta de calidad. Cuanto más avanzados son, más complejos se vuelven, y delatan la dependencia de terceros, poco accesibles de un tiempo a esta parte.
Mucho ruido, pocas nueces
El anuncio público del Poseidón y el Burevestnik proyecta una imagen de innovación radical, capacidad autónoma y amenaza ineludible para Rusia. Son armas que no han sido diseñadas únicamente para ser empleadas, sino para ser temidas. Pero, en el contexto de sanciones internacionales, una guerra prolongada en Ucrania y el deterioro industrial ruso, su valor reside más en lo que sugieren que en lo que hacen.
Por eso, muchos analistas técnicos del bloque occidental ven en ellos más signos de desesperación que de supremacía. Su despliegue real no ha sido verificado, y los supuestos beneficios estratégicos que ofrecen se ven anulados por la imprevisibilidad, el coste y el riesgo operativo. Antes que herramientas efectivas de guerra, se asemejan a artefactos propagandísticos. Por eso es mejor concentrarse en temer lo tangible que en lo prometido.
