Cuando acabe la guerra en Ucrania habrá otro enemigo: el uranio de los proyectiles antitanque
Los proyectiles anticarro llevan uranio empobrecido que queda desparramado tras sus detonaciones

Un tanque Leopard 1A5 del ejército ucraniano durante unas maniobras de combate. | Dmytro Smolienko (Zuma Press)
Una guerra después de la guerra. Será sin ruido, sin tanques ni soldados agazapados en trincheras. No se oirá el zumbido de drones ni la caída de misiles. Otro ejército caminará armado con batas blancas, medidores de radiación y portapapeles para liquidar a un último enemigo vivo, un enemigo invisible: la radiación de los proyectiles de uranio empobrecido.
Son los restos mortales de la munición perforante que haya quedado en suelo ucraniano, depositado de forma indiscriminada en el suelo, en el agua y, por qué no, en el aire. Y no tendrá nada que ver con la imagen cienciaficcionesca y hollywoodiense del polvo verde brillante que comparte Homer Simpson en sus dibujos animados.
Este metal pesado recubre mucha de la munición que han recibido los blindados de Volodímir Zelenski desde el aire, ya sea lanzado desde aviones, drones, artillería o lanzacohetes desde el nivel del suelo. Tiene un aspecto de color gris opaco, es muy denso y su dureza es tal que penetra vehículos acorazados como si estuvieran hechos de plastilina. Tras el impacto, se fragmenta, se incinera y se aerosoliza. Si no se gestiona con rigor, puede dejar una herida permanente.
El uranio empobrecido no es una novedad en los conflictos armados, y es un subproducto resultante del proceso de enriquecimiento de uranio para fines civiles o militares. Su densidad, mucho mayor que la del acero, lo convierte en un material valioso: ha servido como lastre en aeronaves, blindaje en instalaciones radiactivas o quilla en veleros. Hasta aquí sus fines pacíficos. Pero tiene otras utilidades menos amables.
Su dureza adquiere una función letal como núcleo de penetradores antiblindaje, y en especial en los proyectiles usados contra carros de combate. Dentro de las vainas, una fina varilla metálica concentra una enorme energía cinética tras ser disparada y se comporta como una flecha cuando impacta contra su blanco. Ante su llegada a velocidades extremas, poco pueden hacer hasta los escudos móviles más resistentes. Tras la deflagración, se liberan fragmentos y óxidos finos de uranio.
Por su naturaleza pirofórica, el uranio empobrecido tiende a inflamarse tras la explosión. Las partículas que genera pueden depositarse en el suelo, mezclarse con el polvo e incorporarse al agua. Pueden ser arrastradas por el viento o por la lluvia, alojarse en grietas, ser enterradas y reaparecer tiempo después. No hay llamas visibles, pero queda una carga tóxica persistente.
El uso de munición con uranio empobrecido no es un experimento nuevo. Conflictos como las guerras del Golfo, la de los Balcanes o la invasión de Irak dejaron zonas contaminadas. Se realizaron estudios ambientales en algunos de esos escenarios y la mayoría de los informes concluyeron que los niveles de contaminación eran bajos. Sin embargo, también señalaron la existencia de riesgos ante filtraciones subterráneas y la posible reaparición en la atmósfera con la suspensión de partículas en el aire o posibles contaminaciones por exposición prolongada a fragmentos.
La evidencia médica ha sido contradictoria, pero no por ello debería caer en saco roto. Algunos estudios descartan vínculos directos entre exposición al uranio empobrecido y ciertas enfermedades, pero otros apuntan a asociaciones con cáncer, problemas renales o efectos en el desarrollo infantil. Esta ambigüedad no invita a quedarse quietos, sino más bien exige una aplicación de precauciones, medidas de saneamiento efectivas y un seguimiento sanitario prolongado.
En Bosnia, Serbia, Kosovo o Kuwait se realizaron limpiezas específicas en zonas impactadas por proyectiles. En muchos casos se retiraron vehículos destruidos, se aisló el suelo y se llevaron a cabo estudios médicos sobre las poblaciones locales. Son ejemplos que ofrecen experiencia técnica, pero mal encaja una comparación ante la escala y la dispersión de la actual guerra en Ucrania.
Un reguero de uranio
En este país, con miles de vehículos blindados destruidos —sin cifras exactas—, se cree que en muchos impactos puede estar involucrada munición de uranio empobrecido. Si esos días de fuego dejaron atrás poderosos vehículos convertidos en chatarra, también depositaron una carga invisible: fragmentos metálicos, óxidos finos y una contaminación difusa. A eso habrá que enfrentarse con ciencia y dinero.
Una limpieza efectiva exigirá determinar con cierta precisión los puntos de impacto, marcar cada tanque destruido, tomar muestras del suelo, analizar agua y aire, estudiar la vegetación, evaluar los riesgos para las poblaciones cercanas. Luego vendrá la retirada controlada de fragmentos metálicos, la descontaminación del suelo, el tratamiento de residuos y la eventual imposición de zonas de exclusión si no se alcanzan niveles seguros.
La experiencia acumulada en otros conflictos servirá de base, pero la guerra en Ucrania ha sido más extensa, más caótica, más urbana y más contaminante. No hay solución simple. Si la limpieza no se realiza con rigor, Ucrania podría enfrentarse a consecuencias duraderas durante décadas.
La amenaza inmediata es la inhalación o ingestión de partículas de uranio empobrecido. Todo ello causado por el polvo en suspensión, residuos en el suelo, fragmentos en ruinas y agua contaminada. Si no se toman medidas, afectará a quienes cultiven, vivan o jueguen cerca de las zonas impactadas.
Una amenaza invisible y longeva
A largo plazo, el uranio podría migrar hacia acuíferos, filtrarse a los cultivos, contaminar ríos, generar una dispersión que afecte a zonas que hoy parecen limpias. El daño sería lento, silencioso, pero profundo y con afección a generaciones futuras.
Y llega el momento de echar cuentas, financieras y políticas. Alguien debe pagar, asumir ese coste, y todo hace pensar que el responsable debería ser quien provocó semejante devastación. En este caso queda claro: la potencia invasora. Si se alcanza un acuerdo de paz duradero, las ‘curas‘ medioambientales deben formar parte de él. Las reparaciones posconflicto deberían incluir la descontaminación.
El uranio empobrecido no es una bomba de relojería, sino una amenaza discreta pero constante. No hay llamas, nadie espera explosiones y tampoco hay alarmas; solo polvo, fragmentos y metal pesado. Su retirada será lenta, costosa y de aspecto poco heroico, porque a los barrenderos de la destrucción no se les cuelgan medallas.
Necesidad de futuro
Pero la guerra habrá acabado cuando sea solo un mal recuerdo, y si Ucrania espera reconstruirse deberá hacerlo sobre cimientos seguros. Para volver a cultivar, a habitar y mantener una vida normal, deberá hacerlo en una tierra limpia.
Dentro de unos años, cuando los libros de historia relaten este periodo, hablarán de blindados, de drones, de ciudades resistiendo. Pero también deberán hablar de una de las mayores operaciones de saneamiento ambiental que Europa haya conocido en décadas. Eso, o vivir en un barrizal biológico de consecuencias imprevisibles. No será un Chernóbil viviente y lleno de ciudadanos, pero a muchos les rimará lo que vean con la central nuclear que tienen unos pocos kilómetros al norte.
