Rusia trata el Báltico como su jardín, pero un sueco le ha plantado cara: el submarino A26
El primo lejano del S-80 español aporta a la OTAN cualidades de las que carecía

Un submarino A26 en una imagen de archivo.
Para Rusia, el Báltico es como si fuera una piscina de su propiedad. Desde allí tiene acceso libre y alcance táctico a media Europa, pero hay quien quiere poner coto a un dominio de algo que no les corresponde. Los suecos, recién ingresados en la OTAN, tienen un arma pequeña y silenciosa, pero repleta de ases en la manga: el submarino A26.
Para doblegar al excelente S-80 Plus español en el mercado internacional había que presentar un producto muy especial. Ni mejor ni peor, pero probablemente más ajustado a unas necesidades muy concretas: si no el dominio, al menos el control de la cornisa norte del viejo continente: el mar Báltico.
Europa es capicúa de norte a sur. Por arriba, las costas de ese mar, frío, intrincado y de poca profundidad, riman con el Mediterráneo que hay en el extremo de abajo, y cuyas necesidades en el plano de la defensa atienden a otro escenario. Si el S-80 es de lo más avanzado y puede marcar una diferencia en su escenario más habitual, en el norte se pide algo que el A26 escandinavo atiende y se autodenomina como submarino de quinta generación.
Sus capacidades son algo distintas a las de otros submarinos y paralelas a unas características muy específicas. Son las que han hecho que, al tiempo que el S-80 aún no ha encontrado compradores más allá de la Armada española, el A26 haya colocado tres unidades a Polonia, a cambio de unos 800 millones de euros por pieza.

Construido por Saab y bautizado como clase Blekinge, no sigue la lógica de los navíos gigantes ni de los diseños nucleares. No usa propulsión atómica, no recurre a materiales exóticos ni presume de un tonelaje bruto en su ficha técnica. El valor de esta unidad no reside en sus prestaciones, sino en sus capacidades, en lo que es capaz de hacer y en escenarios en los que el sigilo absoluto es condición indispensable.
La fisiología del A26 responde a una realidad olvidada o subestimada. El flanco norte de la OTAN presenta condiciones distintas a las de la guerra submarina tradicional. La poca profundidad, con una media de 55 metros, reduce el espacio de maniobra y transforma la columna de agua en un laberinto acústico. Las condiciones de propagación sonora cambian con cada hora de luz solar, igual que cada golpe de viento que cruza la superficie y cada capa de sal o temperatura que se infiltra en las capas del mar. El tráfico civil, lleno de embarcaciones y plataformas, agrava esta complejidad.
En ese contexto de densidad, los sensores e hidrófonos desarrollados por Rusia dejan rastro y ofrecen información a quienes saben interpretarla. El resultado es un espacio de vigilancia constante, donde un submarino ruidoso es detectado antes de que siquiera haya salido de su base.
Para Suecia, diseñar el A26 fue entender que necesitaba crear algo pensado no para altas profundidades o por su potencia de fuego, sino para el silencio absoluto y una conciencia situacional digital y muy avanzada. La solución no sigue las viejas doctrinas, sino que convierte al submarino en un nodo de información, un núcleo de datos capaz de desorientar al adversario. El objetivo ya no es solo acercarse sin ser vistos, sino camuflarse bajo el agua. Y no es lo mismo.
Suecia, la OTAN y la geografía
La historia reciente de Suecia en materia de defensa ha sufrido un cambio estratégico profundo. Durante décadas, el país mantuvo una posición de neutralidad armada que le permitió desarrollar fuerzas propias preparadas para defender un territorio comprometido por su posición geográfica. Con la invasión de Ucrania por parte de Rusia en 2022 y la creciente tensión en el flanco oriental europeo, Estocolmo decidió abandonar esa neutralidad y solicitar la adhesión a la OTAN.

Su entrada formal en la OTAN, consumada el 7 de marzo de 2024, fortaleció el carácter defensivo de la alianza en el norte de Europa. De paso, cerró una brecha estratégica que durante mucho tiempo Moscú había considerado como una vulnerabilidad aliada.
Con esta integración, el A26 no es solo un activo nacional, sino una aportación al bloque atlantista. Su presencia en aguas del Báltico refuerza la vigilancia y la disuasión sobre rutas que conectan enclaves como Kaliningrado con la flota del norte rusa en el Ártico. Es un elemento que deja a Moscú bajo vigilancia constante en corredores más estrechos.
Entorno complejo
El entorno operativo del A26 es hostil y exigente. No hay abismos para ocultarse ni silencios térmicos en los que pasar inadvertido. Incluso los activos en superficie, desde drones hasta aviones de patrulla marítima, suman capas de vigilancia que obligan a cualquier submarino a desplegar un nivel de sigilo sin precedentes. Los satélites detectan anomalías térmicas y estelas en la superficie, y los vehículos autónomos marítimos y los sensores submarinos completan una red de información en la que cada pieza es observada desde múltiples perspectivas.
Cuando Saab describe al A26 como un submarino de quinta generación, lo hace para designar un salto cualitativo en arquitectura y propósito. Los submarinos de cuarta generación seguían una lógica secuencial tradicional: mantener un bajo perfil acústico, encontrar el objetivo, disparar y salir del área antes de ser detectados.
Esa fórmula funcionó en épocas anteriores, cuando la tecnología de detección era menos penetrante y los océanos ofrecían espacios de ocultamiento. En contraste, la quinta generación reconoce que el campo de batalla es un sistema de sistemas interconectados, donde la información es la moneda que decide las guerras.
El A26 es así un nodo de inteligencia sumergido. Su electrónica está orientada a recopilar señales, mapear el lecho submarino, rastrear comunicaciones y catalogar patrones que pueden ser útiles no solo para su propia tripulación, sino para toda la red digital de la OTAN. En ese papel, su valor excede con creces el de un simple submarino como los que conocíamos hasta ahora.
Un avión que vuela bajo el agua
Se aproxima a lo que podría describirse como un avión de reconocimiento sumergido que porta armas, en lugar de un arma que intenta convertirse en sensor. Esa distinción es crucial: convierte al navío en una pieza activa, capaz de coordinar acciones con plataformas aéreas, sensores remotos y otros activos conectados.
La modularidad del A26 es otra característica definitoria de su generación. Este sumergible puede reconfigurarse para cumplir misiones diversas sin comprometer su perfil de sigilo. Una patrulla puede dedicarse a monitorizar cables de comunicaciones submarinos. Otra puede seguir a un grupo de superficie, alimentando información a unidades de reconocimiento aéreo y centros de mando. Una tercera puede insertar equipos de buzos de combate en costas donde las defensas del adversario son vulnerables. Adaptabilidad.
Además, el A26 está preparado para operar con vehículos submarinos no tripulados que amplifican su alcance sensor y hacen más difuso el rastro de la plataforma. Estos vehículos despliegan sensores, plantan nodos en el lecho marino y exploran espacios que exigirían la exposición del propio submarino. Así, el A26 no solo se oculta, sino que añade presencia en múltiples puntos de recogida de información, lo que dificulta la capacidad de decisión del enemigo, despista.
AIP: el silencio como arma
Gran parte de la efectividad del A26 reside en su sistema de propulsión independiente del aire (AIP), basado en motores Stirling y muy similar al de los S-80 de Navantia. Este sistema elimina la dependencia de aire tomado desde el exterior para recargar baterías, el eslabón débil de los submarinos convencionales. El motor Stirling combina oxígeno líquido con propulsión diésel para generar electricidad dentro de una cámara cerrada, recirculando gases inertes como el argón. El efecto es una propulsión muy silenciosa, con vibraciones reducidas a niveles que hacen muy difícil su detección acústica.
Este avance no solo permite permanecer bajo el agua durante semanas en lugar de días, sino que altera la forma en que un submarino interactúa con su entorno acuático. El A26 puede permanecer fuera de la percepción enemiga, ignorado por sensores que buscan patrones claros de ruido o firma térmica. Cuando apaga sistemas no esenciales y se posa sobre aguas frías, su huella acústica puede confundirse con el entorno natural, como si fuera una anomalía más del fondo marino.
Cada pieza, cada soldadura, cada placa del casco está dispuesta para liquidar vibraciones antes de que lleguen al agua. El material exterior absorbe sonido como los recubrimientos de aviones furtivos absorben ondas de radar. Aquí se persigue que el enemigo dude de sus propios sensores, que interprete ecos como ruido de fondo y que cuestione sus suposiciones sobre lo que está buscando.
Un arma exótica
En el horizonte cercano, ni Estados Unidos ni Europa occidental prevén el despliegue de nuevos submarinos que incorporen este tipo de arquitectura antes de la década de 2040, a excepción de los cuatro programados por la Armada española, que se rumorea que podrían acabar siendo seis. La entrada sueca en la OTAN no solo añade capacidad operacional, sino una filosofía entera de diseño: plataformas más pequeñas, sensores precisos, modularidad táctica, integración con sistemas no tripulados y un sigilo nunca antes alcanzado.
El A26 surge de la comprensión de que la guerra submarina ya no se decide por la fuerza más potente: se decide por quién controla la información antes de que el enemigo sepa qué está escuchando. En esta nueva era, los cables de fibra óptica importan tanto como las rutas marítimas. Los drones cruzan termoclinas y los satélites rastrean estelas. El primer aviso de un conflicto puede surgir desde un sensor depositado en el lecho marino por un vehículo autónomo. Las armadas que dominen esta etapa no serán las que más ruido produzcan, sino justo las que menos ruido hagan.
