El año se acaba y, a la vista de lo que ha sido mi día, lo agradezco. «España va bien», decía Aznar hace unos años. Hoy, acabando 2025, España no va bien ni nada que se le parezca.
Ayer me acerqué a Correos a recoger un paquete.
—¿A nombre de?
—De mi empresa: Ilustres Ilustrados.
—Pues si es empresa, ya sabe que tiene que traer las escrituras.
—Sí, las tengo en PDF en el teléfono.
—Tienen que ser las originales.
—También tengo tarjeta de crédito de la empresa…
—Original de la escritura.
—Qué maravilla. Hala, me vuelvo a mi casa a por ellas. Gracias por la incomodidad.
—¡Oiga…!
No oigo. Me he ido. Es todo tan fluido, tan práctico… A la vuelta, toca pagar los aranceles, pero sólo aceptan el pago en efectivo. En línea con la cosa de Koldo, Ábalos y Cerdán, estos listos no aceptan tarjetas, solo lechugas. Pierdo mi sitio en la cola y marcho hacia el cajero más próximo, que está… a medio kilómetro. Y me voy cagando en la puta de oros.
Acabado el alegre trámite, me encamino a la tienda Movistar a hacer un cambio de administrador en la cuenta de mi padre, que está el hombre en «la Resi». Todo parece ir bien. Les muestro las escrituras, los poderes; estas sí que las llevaba encima. ¡Victoria!, pienso para mis adentros. Un pequeño triunfo burocrático.
—Su DNI.
Saco el móvil.
—No, no: el DNI.
Victorioso… ¡y en racha! Abro la app.
—Claro. Llevo el DNI oficial aquí.
—No vale.
—¿Cómo que no vale, si es el DNI digital o-fi-ci-al que me ha expedido la Policía Nacional.? —digo, haciendo mucho hincapié en lo de «oficial».
—El Gobierno ha dado hasta abril para que actualicemos los trámites.
—Oiga, lleva más de un año vigente.
—Es lo que hay.
—Pensaría uno que Telefónica, siendo una empresa, digamos, tecnológica, se habría puesto al día…
—Como le digo, hasta abril nada.
—Cojonudo. Gracias por hacerme perder la mañana. Sin acritud, que ya sé que no es culpa suya, pero espero que esta mierda de compañía quiebre cuanto antes.
—Oiga, no hace falta ponerse así…
—Ah, ¿no? ¿Y cómo le parece a usted que hay que ponerse? ¿A cuatro patas? Hasta dentro de un rato y gracias por nada.
Salgo echando espumarajos por la boca cual Capitán Haddock. La gente en la acera se aparta. Un loco, piensan sin duda.
Vuelta a casa. Pero oye, ya que tengo el coche y se me está echando el tiempo encima, voy a acercarme a la ITV, no vaya a ser que me casquen una multa, que es lo que me faltaba. Y a eso voy.
Por el camino, y ya que estoy de gestiones, decido llamar a mi centro de salud para pedir cita y hacer el testamento vital. Será que estoy de subidón. Tras ocho llamadas consecutivas, pasando una gincana de opciones —“si quiere pedir cita con su médico de cabecera marque…”— que me lanza la voz metálica de la grabación, todas las veces acaba por decirme que «todos nuestros agentes están ocupados, llámenos pasados unos minutos». Que os den por el orto, musito para mis adentros. Ya me moriré, aunque sea sin testamento vital, en otro momento.
Llego a la ITV. Como el artículo se me está alargando, se lo resumo: no paso la ITV. ¿Por qué? Porque mi coche, un Toyota IQ de 2013, es una pequeña maravilla pero que, de serie, trae unos pésimos faros con los que no se ve ni tres en un burro de noche. Los sustituí por unos LED maravillosos y circulo con toda seguridad, sin poner en riesgo la vida de nadie. Pero… a la DGT no le vale: no están homologados. Mejor atropelle usted a quien haga falta, pero hágalo con las luces oficiales, las que no iluminan. Vuelta a casa, al taller, a poner los faros-de-mierda originales para pasar la ITV, para volver de nuevo al taller para volver a poner los LED, pagar la facturita y, dentro de un año… repetimos la operación.
Hasta las pelotas, paso por casa a por mi DNI. Dejo el coche en el taller y vuelvo a la jodida tienda Movistar, donde el burócrata me espera encantado, sonriente, feliz de que haya tenido que hacer la ida y la vuelta.
—Entiéndame, si por mí fuese…
Sonrío amablemente. Es Navidad. Me apetece degollarle, pero le deseo un feliz año. Paso a por el coche y de vuelta a la ITV. Y de ahí, de vuelta al taller.
Son las cuatro de la tarde. Me acerco a la casa de mi padre, que va el instalador a poner la nueva wifi, ya que me llevo los equipos a su Resi. El trámite se complica. La maraña de cables ilegales instalados por encima de las casas hace que lo que debería ser una instalación rutinaria de quince minutos se convierta en una odisea de dos horas. Resignado, aprovecho el tiempo escribiendo este artículo en el móvil, en un desesperado intento de no perder el tiempo que estoy perdiendo. Me quiero hacer el harakiri. El seppuku. Cortarme las venas sin haber hecho el testamento vital de las narices. Lo que sea.
Llego a casa. Son las siete y voy a empezar la jornada laboral, ya de noche, tras un día tirado a la basura. Soy autónomo y no me puedo permitir dejar para pasado mañana lo que pueda hacer mañana porque el mundo no me ha dejado hacerlo hoy.
España va bien por los cojones. Y todo esto sucede con el telón de fondo de la corruptela de Sánchez y los suyos, que se van de fiesta con los soles, chistorras y lechugas que cosechan de nuestros impuestos.
Somos una panda de pringaos. Una guillotina en la Plaza Mayor ya, por favor.
Ah, se me olvidaba: que tengan ustedes una feliz salida y entrada. A mi ya me las han practicado ambas. Sin lubricante y sin anestesia.