A veces las cosas son lo que parecen, que entre hijos de perra está el juego, «los perros de la guerra» que diría Forsythe. Pero hasta entre perros y perracos hay niveles de perrería.
Se han dicho tantas mentiras que ya no existe la verdad. La montaña de falsedades ya más alta que la de cadáveres.
¿Se está pasando de la raya Israel con sus obras de demolición en Gaza? Sin duda, pero… ¿a qué espera Hamás para soltar a los rehenes moribundos si es que quiere acabar con la sangría? Ni tiene ni ganas ni tiene intención: cada palestino que cae, cada niño que muere y cada mujer que expira su último aliento, es un balón de oxígeno y una gota más en el gota a gota de bajas que ya es un mar insondable. Cada uno de sus muertos es una batalla ganada en esta guerra sin fin.
No dudaron nunca de esconderse tras los niños en las intifadas, no lo van a hacer ahora que tiene el regalo mediático de un Netanyahu cabreado, el judío a quien a todos desean odiar.
La comunidad internacional sabe que los terroristas montan sus cuarteles generales bajo colegios y hospitales, pero los encapuchados son «las víctimas». ¿Sabremos alguna vez qué ocurre de verdad con la entrega de los alimentos? ¿Tiene el más mínimo interés Israel en que se les cuelgue el sambenito de matar de hambre a los palestinos? Ninguno, pero nadie les va a creer. ¿Alguien cree que los integristas juegan limpio? Yo creo que Hamás, jamás.
Qué poco se habla ya de la salvajada del 7 de octubre. De los bebés calcinados y de las muchachas violadas. Hasta en aquellos momentos el mundo entero les exculpó: el pobre pueblo palestino estaba harto y oprimido. La orgía de sangre se vió como una liberación, curando no fue más que un carnaval de canibalismo medieval.
Vuelven las guerras de religión como Dios manda y el antisemitismo está más de moda que los aranceles. En el reino de los asesinos ciegos, el psicópata tuerto es el rey.