«¡Señores, tienen cinco minutos para cambiarse, ponerse el equipo y embarcar!», grita el subteniente al mando del ejercicio de hoy, una prueba eliminatoria en la que no se admiten fallos. No superarla supondría causar baja en la Escuela Militar de Buceo (EMB) y no continuar con la formación para convertirse en buceador. Nadie dijo que ser buceador militar fuera fácil.
Nos adentramos en un aula de la escuela. Un soldado lleva el cinturón de plomos –al menos 6 kg de peso– puesto por encima de la ropa. Desde hace varios días le acompaña allá donde va –a correr en los ejercicios matutinos, a la cantina–, solo se lo quita para dormir. No es un capricho ni un amuleto. Falló en el último ejercicio de inmersión que hizo y ahora debe cargar con él varios días.
Otros llevan las aletas colgadas al cuello o las gafas de buceo en la cabeza. Todo para que no se les olvide que, al igual que sucede bajo el mar, cualquier fallo se paga, aunque en este última circunstancia el fallo les puede costar la vida.
«Las condiciones psico-físicas del buceador deben ser óptimas debajo del agua. El cansancio, la fatiga u otros no pueden ser un problema más añadido a lo que ya es desenvolverse en un medio hostil como es el subacuático», me explica el Teniente de Navío Ignacio Llanos Hervella, profesor en la EMB. Aquí hombres y mujeres comparten los mismos requisitos físicos de acceso (altura, peso, fuerza…), unas condiciones que son muy exigentes, así como los propios cursos en sí, física e intelectualmente. No todo el mundo consigue superar la formación.
En la EMB al buceador no solo se le enseña a bucear –buceo básico, técnico, de combate, de desactivado de artefactos explosivos–, también se le adiestra en verificación de instalaciones de equipos a presión, medicina y enfermería en ambiente hiperbárico y un largo etc. Desde 1970, la Escuela de Buceo, con sus distintas denominaciones, ha formado a más de 13.000 buzos, buceadores, personal de sanidad y de apoyo al buceo, tanto nacionales como extranjeros.
Mientras los aspirantes a buceador preparan el equipo, un grupo de «cachorros» –como de forma cariñosa se llama a los alumnos– se entrenan en el dique de La Algameca. Asisto a un duro ejercicio en la piscina de agua salada. Consiste en saltar correctamente y salir del agua con el puño en alto. Quien no lo hace, repite. Hasta aquí es más o menos fácil. Lo duro comienza a continuación. Una vez dentro de la piscina, los cadetes se agarran a una cuerda con las manos, sueltan sus gafas y las llenan con agua salada.
«¡Usted, llénese las gafas y míreme a los ojos!» grita el instructor a uno de ellos. La intención del ejercicio es someter a los alumnos a situaciones de estrés -como que las gafas se llenen de agua- una vez están debajo del agua. Hay que saber actuar rápido y correctamente. «¿No me ha oido?, ¡que se llene las gafas de agua y me mire a los ojos!».
Ahí no acaba todo. Mientras miran al instructor con las gafas llenas de agua y que les cubren también la nariz, cantan el himno de la Armada Española. «Mi gallardía española se corona de sonrisas», entona un soldado mientras otros tosen y no pueden seguir cantando, pero ninguno abandona. Una instrucción dura pero necesaria. Deben aprender a respirar bien. Bajo el agua van a estar casi solos y, ahí, un fallo puede acabar con su vida y la de sus compañeros.
Los cursos que se imparten en la Escuela Militar de Buceo no distinguen entre unidades de élite o estándar. Aquí un guerrillero del Mando de Operaciones Especiales (MOE), los Boinas Verdes del Ejército de Tierra, se adiestra de la misma manera que los soldados de otros cuerpos.
Actualmente, la Escuela prepara a unas 500 personas al año para trabajar en ambientes submarinos. En sus instalaciones, en la Estación Naval de La Algameca (Cartagena), no solamente se han formado los buceadores de la Armada, sino también los de los Ejércitos, de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, tanto Guardia Civil como Cuerpo Nacional de Policía, e incluso de otros organismos de la Administración General del Estado, como el Servicio de Vigilancia Aduanera, o de Administraciones Autonómicas, como bomberos.
Dejo a los «cachorros» con su particular formación y embarco junto a los instructores en una lancha motora que nos conduce mar adentro. Poco detrás, otra embarcación carga con los cerca de 20 estudiantes que se enfrentan a un ejercicio decisivo. El de hoy consiste en sumergirse a una profundidad de 20 metros, permanecer abajo hasta que llegue el siguiente compañero, nadar a otra guía situada a unos cinco metros de distancia y ascender de nuevo correctamente.
Parece fácil, pero no lo es. Cuando una persona se sumerge bajo el agua, comienza una cuenta atrás. Cuentan que en algunos de estos ejercicios los instructores les quitan las gafas a los cadetes, les cierran las botellas de aire o les inutilizan parte del equipo mientras están bajo el agua. Todo para que sepan reaccionar a situaciones de peligro en un entorno submarino y les ayude a convertirse en los mejores buzos.
Lo bueno –y lo peligroso– del buceo es que cualquier inmersión siempre es real. Independientemente de si la inmersión es de adiestramiento, con carácter docente o en una operación real, siempre que el buceador se sumerge debe lidiar en ese entorno hostil que es el subacuático. No existen simuladores de buceo hasta el día de la fecha donde se puedan minimizar los riesgos que conlleva.
Pasan los minutos desde la primera inmersión y allí nadie sale a la superficie. De repente, un militar sale del agua con el puño en alto. «Guerrillero Roldán», grita, lo que hace suponer que es un boina verde, un soldado del Mando de Operaciones Especiales (MOE).
Todos pasan la prueba, pero todavía les queda por delante un largo camino para convertirse en buceadores. Es probable que no todos acaben el adiestramiento. Solo uno de ellos falla en el ejercicio, el mismo que llevaba el cinturón de plomos en el aula. Olvida salir con el brazo en alto. No es un fallo grave, pero tiene que repetir la prueba. A partir de ahora, le advierten, al cinturón de plomos que lleva a todos lados, le acompañarán las aletas.
El empleo de buceadores en la Armada se remonta a la segunda mitad del siglo XV en que se dotó a los navíos de Buzos que, a pulmón, se ocupaban de reparar las múltiples averías producidas por encalladuras, temporales, vías de agua, etc., y de recuperar anclas, artillería, cargamentos, etc.
Mucho ha cambiado desde entonces. Ahora los buceadores trabajan con equipos de circuito abierto —con botellas de buceo autónomo normal—, semicerrado —parte de los gases que exhala el buzo sale al exterior y parte vuelve al organismo una vez filtrado por un compuesto de cal sodada—, y de circuito cerrado, en los que todo lo que se recicla va al organismo.
Estos últimos, los de circuito cerrado, son lo que utilizan los buceadores de combate, ya que no sueltan burbujas y son indetectables. Eso sí, se pueden usar en profundidades de entre seis y ocho metros y tienen una autonomía de tres horas bajo el agua, cuando la cal sodada empieza a perder su eficacia. Nada que ver con el primer equipo de buceadores de combate, que bajo las órdenes del general Grillón, y con un equipamiento básico, minó en 1782 el estrecho de Gibraltar a nado.
Actualmente, las misiones de los buceadores se pueden encuadran en seis tipos: salvamento y rescate de submarinos siniestrados; apoyo a buques para inspección, mantenimiento y reparaciones a flote; desactivado de artefactos explosivos submarinos; cometidos de Guerra Naval Especial; búsqueda, salvamento y rescate subacuáticos como consecuencia de accidentes o naufragios y protección de otros compañeros.
Unas misiones duras y en las que hace falta ser muy preciso, pero que pueden salvar la vida de sus compañeros. «Creo que en esto muchos militares estarán de acuerdo conmigo: las situaciones más difíciles son casi siempre las más gratificantes para nosotros», me dice el Teniente de Navío Ignacio Llanos Hervella.
El temido síndrome de descompresión
Si hay algo a lo que teme un buceador es al síndrome de descompresión o enfermedad descompresiva. Esto podría causarle un buen tiempo de baja o incluso llegar a acabar con su carrera subacuática. A diferencia de cuando permanecemos en la superficie terrestre, al practicar buceo, y a medida que nos vamos sumergiendo, se produce un aumento de la presión debido al volumen de agua que va recayendo sobre de nosotros. Esta presión afecta al organismo y supone uno de los riesgos más importantes a tener en cuenta en las inmersiones.
¡#Adiestramiento, #Trabajo en equipo, #Confianza en tus compañeros!#SabiasQue, un buzo tras una inmersión a 7⃣8⃣m, solo tiene 5 minutos para subir desde los 12m, desvestirse, entrar en la cámara hiperbárica y comprimirse a 15 metros, para evitar enfermedades descompresivas. pic.twitter.com/27TsBBwAqS
— Armada Española (@Armada_esp) November 28, 2019
En tierra, nuestro cuerpo expulsa el nitrógeno pero bajo el agua lo asimilamos y éste pasa a la sangre por efecto de la presión, debiendo ser expulsado en gran medida de la sangre antes de estar en superficie.
Cuando ascendemos a la superficie se produce la fase de desaturación, en la que desciende la presión y los gases se liberan de los tejidos y salen a la sangre y los pulmones. Todo este exceso de gas debe liberarse lentamente, por lo que es muy importante respetar los tiempos de ascenso según la profundidad y la duración de la inmersión. De lo contrario, la liberación rápida de los gases causaría la formación de peligrosas burbujas en nuestro organismo que pueden obstruir los vasos sanguíneos.
A veces, cuando no se pueden respetar los tiempos, y para evitar la enfermedad descompresiva, el buceador ha de someterse a un tratamiento con cámara hiperbárica o de alta presión. Esta cámara somete al buzo a la presión a la que se encontraba durante su inmersión. Posteriormente la irá disminuyendo paulatinamente imitando la subida del buzo a la superficie, de modo que disuelva las burbujas de nitrógeno de la sangre.
Antes de dejar la EMB y después de haber visto las cámaras hiperbáricas de las que dispone la escuela, le pregunto al Teniente de Navío Ignacio Llanos Hervella si echa de menos ir de misión, y es que en su haber cuenta con la Operación ATALANTA de la UE para la lucha contra la piratería en el Índico y la Operación LEVRIER de lucha contra el narcotráfico. «Recuerdo esos días de mar con nostalgia y orgullo pero esos días se acabaron para mí», me dice, antes de asegurarme la gran suerte que ha tenido de dedicarse a aquello que siempre quiso ser de niño: marino y buceador.
Una vida dedicada al servicio a España en la que la familia juega un papel fundamental. «La familia sostiene las almas de nuestros marinos en la mar y mucho del mérito ganado en alta mar es suyo», me asegura antes de despedimos con un apretón de manos. No puede falta a su cita semanal del viernes, en la que sin excusa, alumnos y profesores se adentran una milla en el mar (1,6 kilómetros) y deben regresar al muelle a nado y aleteando. Todo ello cronometrado y evaluado.
Dejo La Algameca, al menos durante un par de horas. El rancho me espera antes de embarcarme nuevamente en una lancha y mar adentro, pero esta vez con los militares más duros de nuestro Ejército –al menos eso cuentan sobre ellos–, los de la Fuerza de Guerra Naval Especial (FGNE). «Prepárate, ellos están hechos de otra pasta, ellos son diferentes», me advierten. Pocas horas después, a bordo de una lancha motora y viendo como descienden haciendo Fast-Rope sobre el submarino Mistral de la Armada, comprobaré que es verdad.
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