Decíamos ayer que media poco trecho entre la literatura y el chismorreo. Una novela puede ser una nobilísima tentativa de indagación en el alma humana o un ventanuco por el que acechar las vergüenzas del vecino. Si la literatura es autobiográfica, menor es la distancia. No es peor el Sálvame que algunos libros en que el protagonista se humilla y se muestra en toda su miseria moral, para delectación de quienes, incapaces de aspirar a la virtud, se refocilan en la abyección ajena. Sea como fuere, nada de ello embrutece, como alertan los moralistas, porque lo bruto no precisa de ser embrutecido. No nos hace peores: solo alivia nuestras penas.
Se trata de lo que Ian McEwan denominó, en una de sus mejores novelas, la “pornografía del demócrata”. El protagonista de Niños en el tiempo queda en dique seco durante varios meses tras sufrir una terrible desgracia. Pasa los días boquiabierto, en una especie de catalepsia, mirando de hito en hito programas de telebasura. Lo único que parece confortarlo es el espectáculo que personas más desgraciadas que él ofrecen al deshonrarse públicamente o al compartir su desdicha. ¿Quién no ha participado de ello en algún momento?
Ni un ápice de la literatura llorona que cabría incorporar en la “pornografía del demócrata” hay en Una inmensa soledad (Anantes), de Rafael García Maldonado (Málaga, 1981). He leído con placer este diario que, a diferencia de otros tantos, no narra una destrucción, sino una construcción. No hay aquí escrúpulos de pusilánime ni porfías de resentido, sino registros de la dura brega de quien, afianzado sobre su autoconfianza, pugna por hacerse a sí mismo. Tampoco aparece la incontenible cháchara del diarista indulgente que se desparrama por sus páginas, enviscándose y desbordándose, sino continencia y autodominio. De ahí extrae aquella fuerza que, como escribió su maestro Conrad, es un crimen a ojos de los necios, los débiles y los tontos. Sin dicha fuerza, que quizá no sea sino autoexigencia o fortaleza de carácter, las Confesiones de Rousseau o los diarios de Jünger se habrían quedado en nada. O menos que nada: en el insufrible Knausgârd.
Sobra decir que, como evidencia el título, el protagonista de Una inmensa soledad también sufre. Es un boticario que tiene pesadillas, paga impuestos y hace guardias. Las cuitas de sus seres queridos le afligen y la inminente paternidad le acongoja. Pero sabe que los sinsabores lo nutren y fortalecen. “El escritor de raza es aquel que, incluso cuando está sufriendo, aprovecha ese dolor para su trabajo. El escritor total es el que busca una salida literaria siempre, también para el horror”.
Son tres las cosas que estos diarios enseñan. Primero: la diferencia entre afectación y artificio. Cuando alguien me avisa de que va a ser sincero, escribió Ortega, sé que va a soltarme alguna grosería. Que tanta gente lo confunda con achabacanamiento viene a confirmar que no es fácil entender qué significa. Estos diarios suenan sinceros, quizá porque aparentemente no pretenden serlo. Segundo: que una exigente voluntad de estilo puede hacerte pasar una semana entera con un párrafo, como sucede al autor durante la redacción de Por un perro sin tumba, cambiando un adjetivo, quitando una coma y poniendo otra, porque “la ambición y el estilo”, como rezaba el título de su ensayo sobre Benet, no son cosas de broma. Tercero: que, si mantener la compostura es una gentileza hacia el lector, tomar al lector por alguien inteligente es una muestra de respeto hacia uno mismo. Se trata de tocar como si entre el público estuviera el mayor de los entendidos. Y si no está, da igual.