A las 11 y 25 minutos de la mañana del 20 de enero cientos de almas se lanzaron al río. Lo hicieron juntas y algo apretadas. Se quitaron con cuidado las zapatillas ajadas y se internaron descalzas. Otras siguieron con las chanclas que protegían los pies callosos, heridos. Allí entre el agua baja había madres con niños cogidos fuerte de la mano y bebés sujetos por padres y por desconocidos. Había muchos grupos de jóvenes, pero también había viejos. Todos ellos se lanzaron al Suchiate, que es un río y una frontera. Todos venían de lejos, pero su destino todavía estaba más allá. ¿Cuánto nos queda? ¿Estamos ya a medio camino? Preguntan.
Ellos compartían sueño y miedos. Delante y lejos les quedaba la tierra prometida. Detrás y todavía cerca les apresuraba la violencia, el hambre, la desesperanza de no tener trabajo ni dinero ni cómo conseguirlo, las pandillas, la deportación.
Cuando la primera caravana de migrantes centroamericanos de 2020 se lanzó al río Suchiate solo ansiaba entrar en México para después entrar en otra parte. No lo consiguió. Cuando la última caravana se lanzó al río Suchiate y fue detenida con escudos y gases se completó el muro, el que prometía Trump y terminó, ahora sí, pagando México.
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Es lunes y son las cuatro y 11 minutos de la madrugada y la Guardia Nacional comienza a colocarse derecha y pegada. Vigilan la verja verde del puente. Son un centenar con sus uniformes blancos y limpios y sus cascos y sus escudos altos y aguardan. Ya deberían haber llegado. Ellos, los otros.
Debajo hay un río y está oscuro. El caudal está bajo, se podría atravesar andando o nadando o flotando, como haciéndose el muerto.
Al otro lado del puente, apiñados y con caras asustadas están rezando. Aplauden cuando termina el salmo y parece envalentonar algunos ánimos. Después sus voces descompasadas entonan un himno: “Defendiendo tu santa bandera, y en tus pliegues gloriosos cubiertos, serán muchos, Honduras, tus muertos, pero todos caerán con honor”.
Han traído dos banderas grandes y una más chica. La pequeña es la mexicana, a cuyo Gobierno imploran una visa de tránsito que les permita marchar hasta Estados Unidos. Un documento rechazado en múltiples ocasiones por el Ejecutivo de Andrés Manuel López Obrador.
¿Cuántos son? No saben el número exacto. El día anterior por la tarde eran entre 2.000 y 2.500, según Unicef. Pero dicen que en las últimas horas se han unido más. Unos 5.000, apuntará la agencia de noticias EFE. La inmensa mayoría proviene de Honduras, aunque también hay salvadoreños y algún guatemalteco.
Conforman la primera caravana de 2020, y también la primera desde que México y Estados Unidos firmaran en junio un acuerdo para reforzar la frontera con Guatemala y evitar la llegada de migrantes al país de las oportunidades. De mayo a noviembre de 2019, el flujo de llegada a la frontera de EEUU se redujo un 70%: se pasó de 144.116 migrantes interceptados a 42.710.
Después de las presiones de Donald Trump y las amenazas arancelarias, López Obrador consintió restringir duramente su política migratoria. Desplegó miles de efectivos de la Guardia Nacional en los estados fronterizos del sur y empezó a detener y deportar a aquellos migrantes que no contaban con visa mexicana o documento migratorio.
En enero de 2019, el mismo Gobierno de Moreno entregó 13.270 tarjetas de visitante por razones humanitarias a los miembros de la caravana para que pudieran continuar hasta Estados Unidos. Pero todo eso queda ya muy atrás.
El sábado 18 de enero de 2020, 1.087 hombres y mujeres y niños centroamericanos se entregaron a las autoridades migratorias mexicanas por dos pasos fronterizos: 424 por El Ceibo, en el estado de Tabasco, y 663 por Ciudad Hidalgo, en Chiapas.
Estos hombres, mujeres y niños entraron de forma tranquila y ordenada, como habían pedido los agentes. Pensaban en recibir una oportunidad. Habían oído de los 4.000 empleos que el presidente mexicano había prometido. En la fila, preguntan si son de verdad esos trabajos. No contestan los responsables del Instituto Nacional de Migración. Por los altavoces de la entrada fronteriza suena: “México le ofrece oportunidad de empleo en su país de origen”.
Por el puente internacional Rodolfo Robles, que une Tecún Umán (Guatemala) y Ciudad Hidalgo (México), hicieron entrar a los migrantes en pequeños grupos de hasta 20 personas. Primero, las mujeres y los niños. Después por el orden de fila. Entraron desde las nueve de la mañana hasta las tres y media de la tarde.
Un viejito con mala vista, gorra, una guitarra y las llaves colgadas del cinturón como si acabara de cerrar la puerta de casa volvió a la verja para preguntar y mostrar de nuevo sus credenciales. Los agentes le indicaron la misma dirección que al resto. Todos ingresaron en el edificio de migración y salieron montados en autobuses. “¿A dónde nos llevan?”, preguntan a los periodistas gesticulando mucho desde el interior de los vehículos. Un hombre hace a su hija pequeña enseñar el catéter que lleva en el pecho. No contestan las autoridades ni los chóferes. “No sabemos”, solo dicen.
Al día siguiente, el Instituto Nacional de Migración admite en un comunicado que “en la mayoría de los casos se procederá al retorno asistido a sus países de origen”. Se convierten en hombres, mujeres y niños centroamericanos deportados tras pasar por un centro de detención.
Todo eso ya lo saben ellos, los del otro lado. Por eso, el domingo 19 de enero de 2020, la frontera que une Guatemala y México por el puente internacional está abierta. No pasan más que bicis y motos con encargos. Ya no hay quien se ofrezca a entrar de forma segura y ordenada.
Desde el lado guatemalteco observa Amílcar López, de 31 años. Es la tercera vez que abandona su país, Honduras, para llegar a Estados Unidos. La primera fue con “la gran caravana” de octubre de 2018, aquella que pilló a Gobiernos de sorpresa y recibió el clamor de la novedad. Secuestraron a su hijo pequeño por el camino y lo recuperaron a los tres días. Llegaron hasta Tijuana y cruzaron, pero en una redada fueron deportados.
Luego vino un segundo intento, no llegó tan lejos, con el mismo resultado. En su país se dedica a la agricultura, pero no consigue dar de comer a sus tres hijos. A su esposa la “mataron de forma horrible” unos pandilleros el año pasado. Ahora los pequeños, todos varones, se han quedado con un familiar mientras él lo vuelve a intentar. ¿De dónde consigue el dinero para emprender varias veces el camino? No hay dinero, responde. A veces come y a veces no come, eso es todo. Si esta vez lo devuelven, volverá a salir. Y otra, y otra, y otra.
Un cartel azul da la bienvenida a Tecún Umán, pueblo frontera en Guatemala. Aquí también hay rotativos amarillos y azules, hay pollo frito en la calle y guirnaldas decorando las iglesias. Hay salmos hasta en los garajes. Hay tiendas de abarrotes idénticas a las de la otra orilla. Hay caminitos de piedra y tiendas de ropa con nombres como “La bendición”. Allí están ellos. Migrantes.
Están en las aceras y en los cruces, donde duermen por la noche. Están callados, solo saludan y gritan los jóvenes. “Una foto, güerita”. Están en las placitas con fuentes, están jugando en la arena del río, ahí donde están sus regueros de ropa secándose, unos pantalones rojos, unos calcetines y una camiseta con bandera yanqui. Están bajo las carpas que ha puesto ACNUR para huir del sol y los 35 grados. Están haciendo fila en los camiones de la Cruz Roja para recoger bolsas de agua y en los puestos de Médicos Sin Fronteras porque han tenido gripa, deshidratación, mal en las tripas.
Algunos se embarcaron en la caravana sin decírselo a su familia. Las hijas de Karen López se enteraron cuando volvieron a casa y su madre ya no estaba. Pero lo ha hecho por ellas, asegura. No les puede garantizar una educación ni una salud ni un futuro. En su provincia, Cortés (Honduras), se vive lo que relatan todos: la violencia, el derramamiento de sangre, las pandillas.
“He recibido tres violaciones”. Junior Alexander García solo tiene 18 años y habla sin cambiar el tono, sin echarse a llorar. Relata las amenazas, la discriminación, la homofobia y los golpes. Dice que ha reportado siempre a las autoridades, dice que nunca hacen nada.
Reside en la colonia La Laguna, una de las más peligrosas de Tegucigalpa, la capital del país. “He venido con motivos exagerados para salir del país. No quiero volver y despertarme día a día en un lugar donde las personas son malas conmigo. Somos seres humanos, todos tenemos derecho a amar y ser amados”, dice serio. Relata que él y otros compañeros del colectivo LGTB están teniendo que ser protegidos incluso dentro de la propia caravana. Duermen en espacios habilitados y separados.
Después le brillan los ojos cuando cuenta que quiere ser un científico de los que descubren huesos en el suelo y da un salto de alegría cuando se entera de que Fer, su personaje favorito de Física o Química es ahora un director famoso y reconocido en España, Javier Calvo. Se despide con un abrazo: «Que Dios nos ampare para poder entrar mañana en el país mexicano». La última vez que veo su camiseta de rayas es en la orilla del Suchiate gritando frente a la Guardia Nacional. No se conecta al WhatsApp desde hace seis días.
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Es lunes y son las cinco y media de la madrugada y miles de migrantes se internan en el puente internacional Rodolfo Robles. Se detienen a 100 metros de la verja que marca la frontera para demostrar —a Dios y a México— su voluntad pacífica. «Si nos descontrolamos nos van a chingar. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí, vamos a pasar de forma pacífica, si no quieren, ya veremos el plan B», grita uno de ellos. Está controlando pero no es organizador. Aquí no hay organizadores. El río sigue negro.
Cuando el sol despunta, una comisión de migrantes entrega una carta dirigida a López Obras en la que le dan un plazo de tres horas para aceptar sus condiciones: garantizar su seguridad y dejarles transitar libremente hasta EEUU. Así empieza la cuenta atrás.
Olvin se ha separado del grupo y está sentado justo al lado de la verja, para entrar en cuanto se abra. Quiere conocer Estados Unidos, Texas, Houston. Quiere ganar muchos dólares para que su hijo pueda estudiar y convertirse en piloto. Cuenta que él ya conoce un poco el camino porque su prima Lila, que vive allá, le mandó un álbum lleno de fotos: «En su casa tiene un árbol bien bonito. Y un portón rojo».
Nueve de la mañana y 30 grados. Los migrantes no tienen apenas agua ni comida. Han llamado a su caravana «La esperanza».
El Gobierno mexicano pide una hora más de tiempo para dar su respuesta. Y después pide otra media. Y después otra entera. 35 grados.
La respuesta definitiva es la misma que la primera, la misma que el sábado, la misma que los días anteriores: no van a conceder una visa de libre tránsito, invitan a entrar de forma ordenada y regulada en grupos de hasta 40 personas.
La caravana no lo acepta. No quieren ser deportado. «Al río, vamos pa’l río», comienzan entonces ellos a gritar. Son las 11 y 15 de la mañana del 20 de enero.
El problema no fue el río sino lo que ocurrió después del río. Decenas de agentes de la Guardia Nacional blindaron la orilla mexicana del Suchiate. El terreno mutaba del agua y la arena a las rocas y troncos. Ellos iban descalzos, en chanclas. 38 grados, polvo, sudor y lodo.
El caos comenzó cuando los migrantes comenzaron a correr como una avalancha de un lado a otro de la orilla buscando un punto ciego por donde entrar a Ciudad Hidalgo. La Guardia Nacional lanzó gases lacrimógenos. Ellos, piedras. Los migrantes eran más, pero también más asustados, más cansados. Por el camino se quedaba alguna bolsa de agua, un zapatito, un pañuelo, una toalla pequeña. En menos de 30 minutos, los agentes contienen a la caravana en la orilla del río.
Refugiada en una barraca de madera, una mujer solloza: ha perdido a su bebé, un joven le ayudaba a cargarlo mientras ella llevaba a sus otras hijas y ahora no sabe dónde están. Gime y grita: «Tanto hemos orado, tanto hemos orado, para nada». Una niña de 14 años cae inconsciente al suelo después de presenciar uno de los enfrentamientos.
Sin comida, agua ni dinero, los agentes de la Guardia Nacional no tienen que recurrir más a la fuerza para replegar la caravana. Más de 400 migrantes fueron detenidos. El resto, poco a poco, regresa a la orilla de Guatemala. Solo algún pequeño grupo consigue ingresar en territorio mexicano. Uno de los grupos es cercado y detenido en la carretera hacia Tapachula.
Miles están ahora varados en Tecún Umán. Saben que quieren seguir hacia delante, pero no saben cómo. ¿Cuánto queda para la tierra prometida?
Estados Unidos felicita a México por la operación de contención. Hasta aquí llega la historia de «La esperanza». No hacían falta losas para el muro.