La sinceridad nunca formó parte del catálogo de virtudes políticas. Maquiavelo ya aconseja al Príncipe que «no puede ni debe mantener la palabra dada cuando tal cumplimiento se vuelva en contra suya y hayan desaparecido los motivos que lo obligaron a darla».
Ahora bien, para Maquiavelo el engaño es un mal necesario y un recurso de última instancia. Cuando el Príncipe miente, sabe que está mintiendo, es consciente de su falsedad y de que existe una verdad, aunque por razones de Estado deba mantenerla en secreto.
Nada de ello rige hoy.
Hoy ya no se miente sobre nada secreto, sino sobre cosas conocidas y que están a la vista de todos. Se dice que no se va a pactar con Bildu o que no habrá amnistía o que las decisiones sobre el covid se basan en un comité de expertos, a sabiendas de que se pactará con Bildu, de que se promulgará una amnistía y de que no hay ningún comité de expertos.
El Príncipe de Maquiavelo dirigía sus engaños a grupos pequeños: un enemigo extranjero o los cortesanos que conspiraban para derrocarlo. Hoy, por el contrario, se pretende engañar a toda la opinión pública. Hemos entrado en la era de la mentira de masas.
Finalmente, hoy no se manipula ni se distorsiona la realidad, sino que directamente se produce. El mentiroso moderno ya no sabe ni que miente. Ha perdido el sentido de la verdad y vive en un universo en el que todas las versiones son legítimas y el que pone la bomba lapa y su víctima son intercambiables, porque, como dice este Gobierno, «no creemos que haya una única interpretación».
Claro que no. Eso sería fascismo.
