Mientras saboreaba la última cerveza del verano en la terraza de un pueblecito de pescadores, se me ocurrió el siguiente experimento mental.
Suponga usted que, debido a la gigantesca acción gravitatoria de un agujero negro, se produce lo que los físicos llaman una «curva temporal cerrada» y queda usted atrapado en sus vacaciones.
¿Soportaría la eterna repetición de una jornada estival estándar?
Piénselo bien.
La caminata hasta la playa cargado como una mula porque no había aparcamiento cerca. Niños por todas partes, chillando y dando pelotazos. Padres chillando a los niños que chillan y dan pelotazos. La lucha a brazo partido para conquistar un trocito de playa. La constatación dolorosa de que en pleno siglo XXI seguimos sin encontrar remedio contra los mosquitos, las medusas y la canción del verano. La caminata de vuelta hasta el coche cargado como una mula y con arena metida en hendiduras de su cuerpo que no sabía ni que tenía. La lucha a brazo partido para coger mesa en cualquier lado. La cerveza caliente y las gambas frías del aperitivo. La paella pasada de la comida. El anormal de la moto a escape libre en mitad de la siesta. El paseo para matar el aburrimiento hasta la hora de la cena. La cena cara, pero desagradable. El botellón hasta las tantas debajo de su ventana y, cuando por fin se callan los del botellón, el anormal de la moto a escape libre en mitad de la noche.
«¿Quién puede soportar la eterna repetición de algo así? —me pregunté a mí mismo mientras saboreaba la última cerveza del verano, y me respondí—: Nadie. Nadie puede. Pero, entonces —me dije—, ¿por qué no se me pasan las ganas de llorar?».
Y la verdad es que tendríamos que hacérnoslo mirar.