La conferencia de Yalta de 1945 sentó las bases del reparto de Europa en dos grandes zonas de influencia: una oriental, bajo control soviético, y otra occidental, bajo hegemonía estadounidense.
Ahora también se habla de un Yalta dos punto cero, que consagraría la división del mundo en tres esferas: Asia para China, Europa para Rusia y América para los americanos.
Así se ha interpretado la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Donald Trump, y en el documento no falta efectivamente una mención a la doctrina Monroe y a la necesidad de restaurar la preminencia estadounidense en el hemisferio occidental.
Pero ahí se acaba cualquier parecido con un supuesto reparto del planeta.
Trump no está en absoluto dispuesto a dejar que China haga y deshaga en Asia, y advierte de que «no tolerará ningún cambio unilateral en el statu quo del estrecho de Taiwán».
Tampoco ha traicionado a los europeos, ni mucho menos nos ataca. Solo se ríe de nosotros. Observa que disfrutamos de «una clara ventaja» sobre Moscú en todos los planos «con la excepción del atómico» y, sin embargo, estamos aterrados de que nos invada. La Unión Europea, un coloso de 20 billones de euros, considera una «amenaza existencial» a un país como Rusia, cuyo PIB no llega al de Italia y que las está pasando canutas para doblegar a Ucrania, cuyo PIB no llega ya ni al de la Comunidad Valenciana.
Durante décadas, los europeos hablábamos con displicencia del gendarme americano y no veíamos el momento en que aflojara sus grilletes. Muy bien, pues ese momento ha llegado. Como dice Trump, «los días en que Estados Unidos sostenía el orden internacional como Atlas sobre sus hombros han pasado», pero en lugar de celebrar la libertad recién recuperada, los europeos nos ponemos a lloriquear y a hablar de Yalta dos punto cero y de traición.
En realidad, Trump no ha entregado Europa a Rusia. Nos la ha devuelto a los europeos, siempre y cuando estemos dispuestos a defenderla, claro está.




